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sábado, 3 de diciembre de 2011

2o. DOMINGO DE ADVIENTO


SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO


Estando todo el tiempo de Adviento singularmente consagrado al culto divino y a los ejercicios de piedad, y siendo los domingos unos días que piden una aplicación más particular a la oración y a todos los deberes de la religión cristiana, es fácil concebir cuán santa debe ser la celebración de los domingos de Adviento. En el discurso del domingo precedente (ver aquí) ha podido verse lo que san Carlos dice de él en su admirable instrucción a su pueblo. La vigilancia y la solicitud infatigable de aquel Prelado le hizo reiterar las exhortaciones en orden al Adviento en sus concilios provinciales, en sus sínodos diocesanos, y en sus cartas pastorales, en una de las cuales nada omite para inclinar a sus ovejas a que comulguen todos los domingos de Aviento, y a que ayunen por lo menos el miércoles, el viernes y el sábado de cada semana de este tiempo de penitencia.

El Segundo domingo de Adviento, que en otro tiempo se llamaba el tercero antes de Navidad, parece consagrado del todo a la celebración de la primera venida del Salvador, y a prepararse para la solemnidad de su nacimiento. La Epístola que se lee en la misa de este día está tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, a quienes dice el Apóstol, que todo lo que se ha escrito ha sido para nuestra instrucción; a fin de que por la paciencia, y por la consolación que se saca de las Escrituras, conservemos una esperanza firme de ver la verificación de todo lo que se ha predicho. He aquí las promesas que Dios había hecho a los Patriarcas y a los Profetas. He aquí lo que estaba escrito: El Señor vuestro Dios suscitará un Profeta como yo, de vuestra nación, y de entre vuestros hermanos; a Él con preferencia a cualquier otro es a quien debéis escuchar. Moisés, inspirado de Dios, es el que habla al pueblo en este pasaje, prediciéndole el Mesías que debía ser el autor y el origen de su felicidad, después de haber sido el objeto de sus deseos y de sus votos. Estaba prohibido a los hebreos todo género de adivinación. Cuando hubiereis entrado, les dice Dios, en el país que os dará el Señor vuestro Dios, guardaos bien de querer imitar nunca las abominaciones de aquellos pueblos.  Estas abominaciones eran las supersticiones de los paganos, por medio de las cuales pretendían conocer el porvenir, ó precaver los accidentes molestos de la vida. Como pretender purificar los hijos, haciéndoles pasar por fuego.  De aquí procede sin duda la superstición de que habla el Crisóstomo (San Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia), la cual se practicaba saltando por encima de hogueras encendidas, superstición que Teodoreto y el concilio in Trullo condenan con razón como un resto de las antiguas impiedades del paganismo, lo mismo que el consultar a los adivinos, creer en los sueños, y consultar a los augures y a los que se meten a adivinar, y todas las demás supersticiones que Moisés refiere por menor en el cap. XVIII del Deuteronomio, y que el Señor abomina. Vosotros no debéis temer, añade el Profeta, que os falten personas que os descubran las cosas futuras y desconocidas. Dios suplirá cumplidamente a la falta de los adivinos y de los magos, de los encantadores y de los augures, por un Profeta que suscitará en medio de vosotros, y que os instruirá de su voluntad; no tendréis que trabajar para buscarle en las naciones extranjeras: Dios os dará un Profeta suscitado de en medio de vosotros, que no tendrá menos conocimiento que yo, y que os enseñará la verdadera senda de la salud, y el camino recto que conduce a la vida. Dice que será como él: esto es, Profeta, Legislador, Rey, Mediador, Jefe del pueblo de Dios; en una palabra, que será la realidad del que Moisés no era más que la figura.

Es evidente que el Profeta de que habla aquí Moisés, no es otro que el Mesías prometido. Así que los judíos, aun los del tiempo de Jesucristo, no dudaban que Moisés en este pasaje hablaba del Mesías. Los Apóstoles suponen en el pueblo esta opinión como un sentimiento común y universal. San Pedro en el primer discurso que hizo en el templo de Jerusalén, después de la curación del cojo, no tiene dificultad en asegurar que por fin en la persona de Jesucristo se ve el cumplimento de la promesa que Moisés les había hecho en otro tiempo, profetizándoles que Dios les suscitaría un Profeta como él de en medio de sus hermanos. (Hch. III, 22). San Esteban pondera el mismo pasaje a favor de Jesucristo. (Hch. VII). El apóstol san Felipe (Juan . I, 45) dijo a Natanael, que había hallado el Profeta de quien había hablado Moisés en el libro de la Ley. Por fin habiendo visto el pueblo judío la multiplicación de los cinco panes, no dudó que Jesús fuese el gran Profeta prometido por Moisés. (Juan. VI).

En los últimos tiempos, dice Isaías, la montaña de la casa del Señor se establecerá sobre lo más alto de las montañas, y se elevará sobre las colinas, y todas las naciones correrán a ella en tropas. Él nos enseñará sus caminos, y marcharemos por sus senderos; porque la ley saldrá de Sion y la palabra del Señor de Jerusalén. (Isai. II). La ley nueva ha salido de Sion. El Evangelio, el Cristianismo ha nacido en la Sinagoga; Jesucristo no ha predicado más que en la Judea. No ha venido para destruir la ley, sino para cumplirla y perfeccionarla. Hijos de Sion, exclama el profeta Joel (Joel, II), saltad de alegría, regocijaos en el  Señor vuestro Dios, porque os ha dado un Maestro que os enseñará la justicia. En otros cien pasajes de la Escritura se observa el verdadero retrato de Jesucristo en las profecías. Esto es lo que hizo decir a la santísima Virgen en la primera conversación que tuvo con su prima santa Isabel: Luego que el Verbo ha tomado carne en mi seno, el pueblo de Israel ha recibido el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres, a Abraham y a todos sus descendientes. Esto mismo es también lo que san Pablo quería dar a entender a los cristianos de Roma en la carta que les escribe, cuando les dice que todas las cosas que han sido escritas, lo han sido para nuestra instrucción; y que si el ministerio de Jesucristo miraba singularmente al pueblo circuncidado, esto es, si el Salvador ha querido nacer de la raza de David, y en medio de los judíos; si Él mismo se ha dignado someterse a la ley de la circuncisión, para pertenecer a su pueblo; si les ha predicado por sí mismo, lo que no ha hecho con los gentiles; si ha hecho sus milagros a su vista; si ha obrado la salud del mundo en medio de la Judea, todo esto ha sido para cumplir las profecías y verificar las promesas que Dios les había hecho: privilegio que no han tenido los gentiles, aun cuando no hayan sido excluidos del beneficio de la redención; y que Dios no ha dejado de anunciar su vocación y su conversión en innumerables pasajes de los Profetas, de los cuales habla san Pablo en la Epístola de la misa de este día. Puede, pues, decirse que con predilección había mirado a los judíos: pero este pueblo ingrato se había hecho indigno de ella. Así es que el santo Apóstol, dando a conocer en esta Epístola las prerrogativas a favor de los hebreos, no olvida la misericordia con que Dios ha mirado a los gentiles, y de la cual habían tantas veces hablado los Profetas. Aparecerá la vara de Jesé, dice Isaías, y el que saldrá de ella para ser el Maestro de las naciones, es aquel en quien todas pondrán su confianza.

Fácil es concebir cuán oportunamente está aplicada esta Epístola a este día, singularmente consagrado a celebrar el  cumplimiento de las divinas promesas que Dios había hecho, no solo a los judíos, sino también a todas las naciones del mundo, cuando dijo a Abraham, que todas las naciones de la tierra serían benditas en uno de sus descendientes. (Gen. XXII).

El Evangelio de este día corresponde perfectamente al designio que tiene la Iglesia en este santo tiempo, de disponernos a celebrar dignamente el advenimiento del Salvador del mundo; puesto que se ve en Él el testimonio que le ha dado su santo Precursor, a fin de que, por medio de la predicación de aquel que ha sido destinado para anunciarle, sepamos quién es el que va a venir.

San Juan Bautista, lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre, alimentado en el desierto, se había fortificado mucho más en el espíritu que en el cuerpo. Salió por fin de su soledad, y se presentó al pueblo de Israel, al año treinta y uno de su edad, que era el trigésimo de la del Salvador, y el décimo quinto del imperio de Tiberio. En este tiempo fue cuando el primer heraldo del Redentor, este hombre nacido por milagro, y nutrido entre los rigores de la más austera penitencia; este admirable solitario, oculto hasta entonces en la profundidad de un desierto, recibió la orden para comenzar a cumplir su encargo. Vióse, pues, aparecer el Precursor del Mesías, que los Profetas habían llamado al Ángel de Dios, no solo porque era el enviado de Dios, sino también porque había recibido grandes luces del cielo, y porque vivía en la tierra mas bien como Ángel que como hombre. Era aquella voz poderosa que, según Isaías, debía resonar en el desierto, y enseñar a los pueblos a que se dispusiesen para la venida de su Rey. Él anunció el reino de Dios, clamó contra los vicios que reinaban en el pueblo y en la corte, y no se las ahorró ni con los grandes, ni con el príncipe mismo. 

Era este príncipe Herodes Antipas, el cual mantenía trato escandaloso con Herodías, mujer de su hermano Filipo. San Juan, que gozaba de cierto ascendiente con el Príncipe, no pudiendo ver con frialdad el que viviese en un adulterio escandaloso, le reprendía su crimen. Herodías, irritada por el celo del hombre de Dios, obligó a Herodes para que le hiciese prender. Mientras que el santo Precursor estaba en la prisión, el Señor llenaba toda la Judea con sus maravillas; acababa de curar en Cafarnaúm al siervo del centurión, y de resucitar el hijo de la viuda de Naím, y por todas partes no se hablaba más que de los milagros de este nuevo Profeta. El ruido de tantos prodigios, y la reputación del que los hacía, llegaron a noticia de san Juan. Queriendo el santo Precursor que sus discípulos conociesen el mérito y la cualidad de aquel del cual sabía muy bien que él no era más que el heraldo, se aprovechó de está ocasión para enviarle dos de los más distinguidos de sus discípulos, a fin de que en su nombre, y en nombre de todos le hiciesen esta pregunta: ¿Eres tú el que debe venir, ó debemos esperar otro? El Salvador no les respondió sino con los milagros; dio la vista a muchos ciegos en su presencia, curó instantáneamente a muchos enfermos, y libró un gran número de poseídos del demonio, después de lo cual les dijo: Id, y decidle a Juan Bautista lo que acabáis de ver y de oír; decidle que al imperio de mi voz, los ciegos recobran la vista, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan; decidle, en fin, que los pobres, que son el desecho del mundo, los pobres, aunque miserables, aunque ignorantes y groseros, vienen a mí, yo les instruyo, y reciben y abrazan mi Evangelio, mientras que los sabios y los grandes de la tierra no pueden ni comprenderle, ni resolverse a observar sus preceptos y sus máximas. Vosotros sabéis que si se ha de creer a los Profetas, estas son las señales que deben dar a conocer al Mesías; pero que no obstante y a pesar de tantos motivos como hay para creer que soy yo verdaderamente este Mesías tan esperado y tan deseado, encuentro muy poca fe entre los del pueblo. ¡Oh, y qué dichoso será aquel que viéndome perseguido permaneciere firme en su fe; que en medio de mis tormentos no rebajará nada en la estima ni en el amor que me tenía, y para quien mi vida pobre y mis humillaciones no serán ocasión de escándalo!

Habiendo despedido el Salvador a los dos discípulos de san Juan, se extendió mucho en las alabanzas de este santo hombre, y dirigiéndose a los que estaban en rededor de Él, les dijo: Cuando habéis ido a ver a Juan en el desierto, ¿qué es lo que pensáis haber visto? ¿Acaso un hombre constante en sus resoluciones, ó ligero como una caña que es juguete del viento? ¿Acaso un hombre sensual, delicado, suntuoso en sus vestidos y criado en la molicie? No, no es en el desierto, es sí en la corte donde reinan la vida blanda y el lujo, y en donde se hallan esta especie de gentes. ¿Qué viene, pues, a ser este hombre a quien habéis ido a ver? Tal vez diréis que es un profeta; mas yo os digo que es más que profeta: que este es el Ángel de quien el Señor, hablando al Mesías, dice en la Escritura: He aquí mi Ángel; he aquí tu precursor, al cual he enviado delante de ti para allanarte los caminos. Estas palabras que el Salvador cita aquí son del profeta Malaquías en el cap. III, en todo el cual no habla más que de la venida del Mesías.

Este Profeta acababa de dirigir una censura sangrienta a los judíos por el modo impío con que trataban al Señor, acusándole de injusticia: Vosotros habéis hecho sufrir mucho al Señor por vuestros discursos, les había dicho concluyendo el capítulo precedente. Y ¿en qué, decís, le hemos hecho nosotros sufrir? En que habéis dicho: todos los que obran mal pasan por buenos a los ojos del Señor, y tales personas le son agradables. ¿Dónde, pues, está este Dios tan justo? El Profeta para responder a estas quejas de los judíos, cuenta lo que el Señor le ha dicho a él mismo. El Señor dice, añade, que va a venir para castigar a los perversos cuya impunidad había escandalizado a los flacos de su pueblo. Inmediatamente el Profeta nos describe la venida de su Precursor, y en seguida la del Señor mismo. Mezcla allí las amenazas con las promesas, porque su venida al mundo debía ser a un tiempo para la salud y para la perdición de muchos de los de Israel; y en efecto, la mayor parte han quedado en un lastimoso endurecimiento que dura todavía.
El Ángel del Desierto: Icono bizantino ruso de San Juan: Bautista, profeta, asceta, precursor y mártir.
En cuanto al sentido de las palabras de Malaquías que refiere el Evangelio, algunos escritores antiguos, y entre otros Orígenes, han creído que el Profeta anunciaba la venida de un Ángel verdadero, y que san Juan era un Ángel encarnado; y san Cirilo de Alejandría ha tratado de sostener que este error, que él refuta, había sido común desde el tiempo de Jesucristo, y que el apóstol san Juan Evangelista había intentado oponerse a él y destruirle por estas palabras: Hubo un hombre llamado Juan que fue enviado de Dios. Pero el verdadero sentido de las palabras del Profeta, según todos los santos Padres, es que Juan Bautista era un Ángel, no por su naturaleza, sino por su ministerio de precursor, y por la pureza y la inocencia de su vida.


Fuente: R. P. Jean Croisset SJ, "Año Cristiano ó Ejercicios devotos para todos los Domingos, días de Cuaresma y Fiestas Móviles" TOMO I. Librería Religiosa, Barcelona 1863.

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