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martes, 10 de enero de 2012

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS: PARTE 6 – EL FIN DEL GOBIERNO DIVINO

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS: PARTE 6 – EL FIN DEL GOBIERNO DIVINO


LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS

R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

Visto en: Radio Cristiandad

LA PROVIDENCIA, LA JUSTICIA

Y LA MISERICORDIA

CAPÍTULO VI




EL FIN DEL GOBIERNO DIVINO

El gobierno divino consiste en la ejecución del plan providencial y tiene por fin u objeto la manifestación de la bondad divina, que da y conserva a los justos la vida eterna.

Veamos primero lo que acerca de este fin nos dice la revelación imperfecta del Antiguo Testamento, para mejor apreciar luego la plenitud de luz manifestada en el Evangelio. Así gustaba de proceder San Agustín, particularmente en el libro admirable que escribió sobre la Providencia o el plan divino: La ciudad de Dios, su establecimiento progresivo acá en la tierra y su pleno desarrollo en la eterna bienaventuranza.

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El anuncio imperfecto

En el Antiguo Testamento está expresado el fin último de una manera imperfecta y a menudo simbólica. La tierra prometida, por ejemplo, era figura, del Cielo; el culto con la variedad de sacrificios y de ritos, y sobre todo las profecías, anunciaban la venida del Redentor prometido, que había, de traernos la luz, la paz y la reconciliación con Dios.

El anuncio del Redentor incluía confusamente el de la vida eterna que por Él había de lograr el hombre. Antes de la plenitud de la revelación contenida en el Evangelio, se comprende que el Antiguo Testamento no diera mucha luz acerca de la bienaventuranza eterna, habiendo de esperar las almas de los justos en el Limbo hasta que la Pasión y la muerte del Salvador les abriese las puertas del Cielo (Cf. Sanco Tomás, III, q. 52, a. 5).

Con todo, los Profetas tenían a veces palabras elevadas y expresivas acerca de la grandeza del premio que Dios reserva a los justos en la otra vida, palabras que precisaban el sentido de lo que ya antes de ellos se había dicho.

Se lee, por ejemplo, en los Salmos: Yo, en cambio, por mi inocencia llegaré a contemplar tu rostro; al despertar me saciaré de tu semblante; satiabor cum apparuerit gloria tua. Lo mismo había dicho Job; Isaías, hablando de la nueva Jerusalén, decía: El Señor será para ti luz perenne, y tu gloria el Dios tuyo. Nunca jamás se pondrá tu sol, porque el Señor será para ti sempiterna luz, y se habrán acabado ya los días de llanto (Is. 60, 19).

Y en el Libro de Daniel leemos: Mas los que hubieren sido sabios en las cosas de Dios (y fieles a su Ley) brillarán como la luz del firmamento; y serán como estrellas por toda la eternidad aquellos que hubieren, enseñado a muchos la Justicia (Dan. 12,13). No se refiere el Profeta a los justos venideros, sino a los actuales y a los ya muertos; la recompensa que se les promete es eterna.

Lo dice todavía con más claridad el Segundo Libro de los Macabeos, donde el niño de aquellos mártires, ya para morir, increpa al verdugo de esta manera: Tú, oh perversísimo, nos quitas la vida presente; pero el rey del universo nos resucitará algún día para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus Leyes. (II Mach. 7, 9).

También habla de la felicidad eterna el Libro de la Sabiduría: En el día de la recompensa brillarán los justos como centellas que discurren por cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará con ellos eternamente… Pues la gracia y la misericordia son para sus santos y él tiene cuidado de sus elegidos. (Sap. 3, 1). Los justos viven eternamente, su recompensa está cerca del Señor, y el Omnipotente cuida de ellos. (Sap.5, 1 ss.).

Este anuncio imperfecto de la vida eterna es como el resplandor de la aurora que precede la salida del sol del Evangelio.

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La vida eterna según el Nuevo Testamento

La plenitud de la revelación contenida en el Nuevo Testamento nos habla de la bienaventuranza eterna de una manera accesible a todos. Tenemos ya a Cristo entre nosotros; y si cuanto le precedió anunciaba su venida, ahora será Él mismo quien anuncie el Reino de Dios a todos los pueblos y guíe las almas a la vida eterna.

Esta idea se repite con frecuencia en los discursos del Salvador que nos han conservado los Sinópticos.

Dicen éstos hablando de la recompensa del justo: Ya no podrán morir, siendo iguales a los ángeles e hijos de Dios por la resurrección. (Luc. 20, 36). Los justos irán a la vida eterna. (Matth. 25, 46; Marc. 10, 30). No se refieren los textos citados a la vida futura de que hablaron filósofos como Sócrates y Platón, sino a la vida eterna, donde los justos participarán de la eternidad de Dios, sin pasado, ni presente, ni futuro.

Dice también Jesús, recordando la profecía de Daniel (12, 13): Los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. (Matth. 13, 43); El hijo del hombre les dirá: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber… me recogisteis…, me vestisteis… me visitasteis… (Matth. 25, 34). Donde es de notar la claridad con que se manifiesta el fin del gobierno divino.

Y en el Sermón de la Montaña: Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios… Alegraos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos. (Matth. 5, 8 ss.). He ahí la verdadera tierra prometida de que hablaba el Antiguo Testamento por medio de símbolos; todavía no estaban las almas dispuestas a recibir la plena luz, antes bien experimentaban la necesidad profunda de redención.

En el Evangelio de San Juan habla también Jesús a menudo de la vida eterna, como en el diálogo con la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios!… Quien bebiere del agua que yo le daré, nunca jamás volverá a tener sed; antes el agua que yo le daré, vendrá a ser dentro de él un manantial de agua que brote para vida eterna (Ioann, 4,10ss.).

Repetidas veces dice Jesús en este cuarto Evangelio: El que cree en mí, tiene vida eterna (Ioann, 3, 36, 6, 40, 47); es decir: el que cree en mí con fe viva, unida a un gran amor de Dios, tiene ya comenzada la vida eterna.

¿Por qué? Porque, como dice Jesús en la oración sacerdotal: La vida eterna consiste en conocerte a ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú enviaste (Ioann. 17, 3); ¡Oh Padre!, yo deseo que aquellos que tú me has dado estén conmigo allí mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que tú me has dado; porque tú me amaste desde antes de la creación del mundo (Ioann. 17, 24). Para ver la gloria de Cristo, preciso es llegar al Cielo, donde Él está, por la parte más sutil de su alma santísima. Lo dice Él mismo: Nadie subió al cielo, sino aquel que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (loann.3, 11 ss.).

En el mismo sentido dijo también: En verdad, en verdad os digo, que quien observare mi- doctrina, no morirá para siempre (Ioann. 8,51); y en el sepulcro de Lázaro: Yo soy la resurrección y la vida…, quien cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá para siempre. (Ioann. 11, 25 s.).

He aquí la plenitud de la revelación anunciada de lejos por Job, el Salmista, Isaías y Daniel, por el Libro de los Macabeos y el de la Sabiduría.

Entonces era un arroyo; ahora es ya un río caudaloso que va a perderse en el océano infinito de la vida divina.

Jesús dijo también que la puerta angosta y la senda estrecha conducen a la vida (Matth. 7, 14), al camino real que lleva a Dios. El Señor llama a todos los hombres a trabajar en su viña, y les da en recompensa su propia bienaventuranza, aun a los obreros de última hora (Matth. 20, 1 ss.). Él mismo es la recompensa, si bien hay muchas moradas en la casa del Padre celestial (Ioann. 14, 2), según los méritos o el grado de caridad de cada uno.

San Pablo habla en estos términos de la eterna bienaventuranza en la Primera Carta a los Corintios (2, 9): Son cosas que ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón de hombre intuyó jamás las cosas que Dios tiene aparejadas para quienes le amen. A nosotros, empero, nos las ha revelado Dios por medio del Espíritu; pues el Espíritu penetra todas las cosas, aun las más íntimas de Dios.

Todavía con más claridad lo dice en otro lugar de la misma Carta (I Cor. 13, 8): La caridad nunca fenece; en cambio las profecías se terminarán, y cesarán las lenguas; y se acabará la ciencia (imperfecta). Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta es la profecía. Mas cuando llegue el que es perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Al presente no vemos (a Dios) sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara; yo no conozco ahora a Dios sino imperfectamente, mas entonces le conoceré a la manera que yo soy conocido por él, es decir, con un conocimiento inmediato y perfectamente claro, le veré como él se ve a sí mismo, no en un espejo, de modo oscuro, enigmático, sino cara a cara.

San Juan habla de la misma suerte en su Primera Carta (3, 2): Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios; mas lo que seremos algún día, no aparece aún. Sabemos sí que cuando se manifestare claramente, seremos semejantes a Él, porque le veremos así como Él es.

La Iglesia ha definido que esta doctrina revelada debe entenderse de la visión inmediata de la esencia divina, sin mediación de ninguna criatura anteriormente conocida. En otros términos: veremos a Dios con los ojos de la inteligencia mejor que ahora con los ojos de la cara a las personas con quienes hablamos; porque será Dios para nosotros más íntimo que nosotros mismos.

Acá en la tierra sólo conocemos a Dios negativamente: sabemos que no es material, ni mudable, ni limitado; entonces le veremos tal como es, en su Deidad, en su esencia infinita, en su vida íntima, común a las tres Personas, de la cual es participación la gracia, sobre todo la gloria o gracia consumada, que nos hará idóneos para verle inmediatamente como se ve Él mismo, para amarle como Él se ama y para vivir eternamente en Él.

Tal es la doctrina revelada acerca de la vida eterna, manifestación de la bondad divina y fin del gobierno de Dios. Oigamos ahora brevemente los balbuceos con que la Teología trata de declararnos este misterio.

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La visión beatífica y el amor de Dios, que es consecuencia de ella

La Teología nos da aquí alguna luz, comparando la beatitud natural con aquella otra que la gracia consumada nos ha de proporcionar.

De habernos Dios creado en estado puramente natural, con cuerpo caduco y alma inmortal, pero sin la vida sobrenatural de la gracia, aun así nuestro último fin, nuestra felicidad, habría consistido en conocer y amar a Dios sobre todas las cosas; como que nuestro entendimiento ha sido ordenado para conocer la verdad, sobre todo la Verdad suprema, y nuestra voluntad para amar y querer el Bien, y principalmente el soberano Bien.

Sin la vida sobrenatural de la gracia, la última recompensa de los justos consistiría en conocer y amar a Dios, pero sólo por fuera, como quien dice, en las perfecciones que en las criaturas resplandecen, como le conocieron los filósofos más preclaros de la antigüedad, si bien con más certeza y sin mezcla de error, pero sin salir del terreno abstracto, por medio de las criaturas y en el espejo de las cosas creadas.

Conoceríamos a Dios como causa primera de los espíritus y de los cuerpos, y enumeraríamos sus perfecciones infinitas analógicamente conocidas por su reflejo en el orden creado. Nuestras ideas sobre los atributos divinos formarían un mosaico incapaz de reproducir con perfección y sin dureza la fisonomía de Dios.

Amaríamos a Dios como autor de nuestra naturaleza, con un amor en que entrarían de por medio el respeto y la gratitud, pero sin la dulce y sencilla familiaridad propia de los hijos de Dios. Seríamos siervos suyos, mas no hijos.

Aun así, el fin último es muy elevado. Nunca produciría hartura en nuestras facultades, como nunca nuestros ojos se hartan de contemplar el cielo azulado. Siendo además espiritual dicho fin, pueden poseerlo a la vez todos y cada uno, a diferencia de los bienes materiales, sin que la posesión de unos perjudique a otros o cause envidia.

Pero cuánta oscuridad no dejaría, en nuestra mente este conocimiento abstracto y mediato de Dios, sobre todo en lo tocante a la conciliación íntima de las perfecciones divinas.

De continuo nos preguntaríamos cómo pueden componerse la Bondad omnipotente y la permisión divina del mal, cómo es posible armonizar íntimamente la infinita Justicia y la Misericordia infinita.

La inteligencia humana no podría menos de decirse: ¡Si, con todo, pudiera yo ver a ese Dios, manantial de toda verdad y de toda bondad, de donde procede la vida de la creación, la vida de las inteligencias y de las voluntades!

La Revelación nos manifiesta lo que la razón más penetrante no alcanza a descubrir. La Revelación nos dice que nuestro fin último consiste en ver a Dios inmediatamente, y cara a cara, y tal cual es; en conocerle, no por fuera, sino íntimamente, como Él se conoce a sí mismo, y en amarle como Él se ama. Nos dice que estamos predestinados a hacernos conformes a la imagen de su Hijo, de manera que éste sea el primogénito entre muchos hermanos.” (Rom. 8, 29). Cuando Dios nos creó, no tenía por qué hacernos partícipes de su vida íntima y destinarnos a verle inmediatamente; pero pudo y quiso hacerlo por pura bondad, adoptándonos por hijos suyos.

Estamos, pues, llamados a ver a Dios, no sólo en el espejo de las criaturas, por perfectas que ellas sean, no sólo en el resplandor divino que se refleja en los Ángeles, sino inmediatamente, sin intervención de ninguna criatura, mejor que vemos las cosas con nuestros ojos; porque siendo Dios puramente espiritual, estará íntimamente presente en nuestra inteligencia, por Él iluminada y fortalecida para poderle ver. (Santo Tomás, I, q. 12, a. 2).

Entre Él y nosotros no habrá ni siquiera la mediación de una idea; porque una idea creada no podría representar a Dios tal cual es, puro resplandor intelectual eternamente subsistente e infinita verdad. Jamás podremos expresar con palabras nuestra contemplación, ni siquiera por medio de palabras interiores; como cuando uno está absorto en la contemplación de un espectáculo sublime, que no encuentra palabras con que declararlo. Hay una sola palabra idónea para expresar lo que Dios es en sí: la palabra eterna y substancial del Verbo.

La visión de Dios cara a cara es infinitamente superior a la más encumbrada filosofía. Sobre las perfecciones divinas ya no habrá conceptos que evoquen las teselas de un mosaico.

Nuestro destino es contemplar todas las perfecciones divinas íntimamente conciliadas, identificadas en su origen común, en la Deidad o vida íntima de Dios: cómo la ternísima Misericordia y la Justicia más inflexible proceden de un mismo y único amor, infinitamente generoso y santo; cómo la misma cualidad eminente del amor identifica en sí atributos al parecer tan opuestos; cómo se unen la Misericordia y la Justicia en todas las obras divinas.

Estamos llamados a ver cómo este amor, aun en su libérrimo beneplácito, se confunde con la pura sabiduría, no habiendo en él nada que no sea sabio, y nada en la sabiduría que no sea amor. Estamos llamados a ver cómo este amor se identifica con el Bien supremo, siempre amado desde toda la eternidad, cómo la divina Sabiduría se identifica con la Verdad primera, siempre conocida, y cómo todas estas perfecciones forman un todo en la esencia misma de Aquel que es.

Nuestro destino es contemplar la eminente simplicidad de Dios, pureza y santidad absolutas, ver la infinita fecundidad de la naturaleza divina que se expande en tres Personas, gozar en la vista de la generación eterna del Verbo, esplendor del Padre y figura de su substancia, admirar la inefable Espiración del Espíritu Santo, término del amor eterno común del Padre y del Hijo, que los une eternamente en la más absoluta difusión de sí mismos.

Bonum est essentialiter diffusivum sui; el bien es esencialmente difusivo de sí mismo en la vida íntima de Dios, pero derrama al exterior libremente sus riquezas.

Nadie es capaz de declarar el gozo de esta visión, ni el amor que despertará en nosotros, amor de Dios tan fuerte, , tan absoluto, que nadie podrá en adelante, no ya destruir, pero ni siquiera aminorar; amor de respeto, de gratitud y de admiración, pero sobre todo de amistad, con la sencillez y santa familiaridad que le son propias.

Y el amor hará que nos gocemos principalmente de que Dios sea Dios, infinitamente Santo, Justo y Misericordioso, y que adoremos los decretos de su Providencia, en los cuales resplandece su infinita bondad, y nos sometamos plenamente a Él.

Conocimiento y amor de esta naturaleza sólo son posibles por la gracia, que eleva nuestras facultades y está para siempre unida como un injerto a la raíz misma de ellas, a la esencia misma de nuestra alma: gracia que ya nadie jamás nos podrá arrebatar.

Esta gracia consumada, que se llama la gloria, es realmente una participación inamisible de la naturaleza de Dios, de su vida íntima, por cuanto ella nos hace idóneos para verle como Él se ve y amarle como Él se ama.

Tal es, muy imperfectamente explicada, la vida eterna, a la que podemos aspirar por tener de ella el germen recibido en el Bautismo, la gracia santificante, semilla de la gloria.

Y tal es el fin del gobierno de Dios: la manifestación de la bondad divina, que nos concede y nos conservará para siempre jamás la eterna bienaventuranza.

Entonces se cumplirán aquellas palabras de San Pablo: Dios nos predestinó para ser un día conformes a la imagen de su Hijo, de manera que él sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29); Hijo por naturaleza, será el primogénito entre muchos hermanos que son hijos de Dios por adopción.

Entonces también tendrán perfecto cumplimiento las palabras de Jesús: ¡Oh Padre! yo deseo que aquellos que tú me diste estén conmigo allí mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que tú me has dado; porque tú me amaste desde antes de la creación del mundo. (Ioann.17, 24).

Esta gloria de Cristo es la manifestación suprema de la bondad divina, y es al mismo tiempo para Él y para nosotros la bienaventuranza que nunca acaba, medida como la de Dios por el instante único de la eternidad inmutable.

Concluyamos con San Pablo: Por lo cual, no desmayemos; y aunque el hombre exterior se vaya en nosotros desmoronando, el interior se renueva de día en día; porque el momento de la tribulación, breve y ligero, nos produce un peso eterno de sublime e incomparable gloria. (II Cor. 4, 17).

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El voto de abandono

Muchas almas interiores, en circunstancias harto dolorosas, hallaron la paz y hasta la alegría, aun sin haber visto disipada la tormenta, al recibir del Señor la inspiración de hacer voto de abandono en manos de la Providencia.

Las almas que a ello se sientan movidas por la gracia y estén firmemente resueltas a poner en práctica el abandono en manos de Dios, junto con la fidelidad cotidiana, pueden formular y cada día renovar en la acción de gracias este voto en la forma siguiente:

En cuantas cruces el Señor me envía, resignarme enteramente y con alegría, sin reparar en los «instrumentos».

En los trances difíciles que llenan de angustia el alma, no hurgar en lo pasado ni reconcentrarme en mis pensamientos, evitando las vanas preocupaciones; sumergirme en el océano de la confianza, buscando la solución en la gracia.

Sea la disposición de mí espíritu: Arrojarme en brazos de Dios, no bien me sienta lastimado. Todo ello con ilimitado amor.

Este abandono debe ir acompañado de gran fidelidad a la gracia y a las luces obtenidas en la oración.

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