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martes, 10 de enero de 2012

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad




VI
Vuestro cuerpo y vuestro amor



Ver capítulo anterior, aqui


Al comienzo del capítulo anterior recordábamos que el amor requiere la unidad. Esto rebasa evidentemente el plano psicológico. En su calidad de humano, el amor hallará su expresión lo mismo al nivel de los cuerpos que al de las almas. Por eso suscitará siempre una atracción sensible entre los que se aman. La forma última de esta inclinación natural será la unión sexual tal como la exige el matrimonio. Sin embargo, esa atracción se elaborará gradualmente a lo largo del noviazgo, y creará con frecuencia situaciones sumamente delicadas. Por eso es indispensable abordar con entera claridad esta cuestión.

Sería hacer un malísimo servicio a los novios el resbalar, sin tocarlo, sobre el problema espinoso y delicado que a todos ellos se les plantea con una agudeza más o menos grande según los casos; el problema de la pureza de su relación.

1. Los datos del problema


Para enfocar bien esta cuestión, es preciso ante todo plantear el problema con arreglo a sus verdaderos datos. Los vamos a examinar explícitamente con el fin de hallar una solución positiva: el sentido de la sexualidad, las dificultades que promueve su dinamismo natural y, por último, las condiciones sociales en las que se desarrollan las relaciones de los novios.
El sentido de la sexualidad
Digamos, en principio, que no hay que perder nunca de vista el origen divino de esta fuerza tan impetuosa que sorprende a veces al hombre con sus irreductibles violencias. A menudo, por una deformación cuyos orígenes no cabe examinar aquí, se identifican sexualidad y mal, hasta el punto de que se llega a tomar por artículo de fe que todo lo que es sexual aleja de Dios. Ahora bien, es ésta una aberración de las más perniciosas, porque desorienta las conciencias y destruye el equilibrio interior de los que la padecen; y es también de las más falsas porque contradice directamente los hechos, tal como la propia revelación los refiere. ¿No se lee, en efecto, muy al comienzo de la Biblia, cuando el escritor sagrado relata el origen del género humano, que Dios dividió a éste en dos sexos, complementarios uno de otro y ordenados el uno al otro: «Dios creó el hombre a su imagen, a imagen de Dios le creó; varón y hembra los creó»? [1].

No hay que ser muy letrado para inferir de ello que en el hombre la sexualidad no se presenta como una fuerza maléfica que es preciso contener a todo precio rechazándola al subconsciente, sin reconocerle nunca ningún valor objetivo, ninguna dignidad, ninguna nobleza. Lejos de eso. La sexualidad es buena, con la misma bondad del hombre. Este, cuyo ser —cuerpo y alma— es una imagen, la más perfecta de toda la creación, del ser del Creador, no podría ser condenado según el valor de su propio ser. Ciertamente, su actividad puede ser deficiente, la debilidad de su libertad le expone a veces a profundos fracasos, pero no se puede inferir de ello que su ser sea malo. Dios que le creó, le ha dado un ser bueno. Bueno en su totalidad: en su cuerpo y en su alma. De aquí proviene esta verdad primordial: la sexualidad del hombre que es la propia expresión de la vida que Dios ha instaurado en él no podría, en sí misma, ser juzgada mala. Innegablemente, así como todas las otras fuerzas que en el hombre se encuentran puede ella viciarse por el hecho de un mal uso; se hace entonces reprensible a causa de este abusa. Pero en sí misma, no por eso deja de ser un dinamismo que tiene su origen en Dios, encontrando en ello un título indiscutible de nobleza. Como no se comprenda bien esto y se destruya en su más honda raíz el tabú con que el término mismo de sexualidad está rodeado —y con mucha mayor razón la realidad que recubre ese término— nos alejaremos de un concepto verdaderamente recto del hombre. El bien no gana con ello nada, y el mal lo gana todo, porque el ostracismo a que se ha condenado a menudo el sexo no conduce más que a unas desviaciones mórbidas; y lo peculiar de estas últimas es preparar erupciones, cuya violencia imprevisible es tan estrepitosa que llega a resultar catastrófica, tanto para el equilibrio humano como para el equilibrio sobrenatural.

Tal es, por tanto, la primera verdad que revela el texto sagrado. A ésta se añade una segunda que no es menos importante ya que especifica en qué sentido lo sexual se encuentra orientado.

En efecto, inmediatamente después de haber afirmado la creación del hombre a imagen de Dios es cuando los primeros versículos del Génesis mencionan la dualidad de sexos. Considerado como imagen de Dios, el hombre es creado «varón y hembra». Ahora bien, como ya se sabe, según la célebre definición dejada por san Juan, «Dios es amor» [2]. La comparación se impone por sí misma. Puesto que «Dios es amor» y el hombre es su imagen, estará también marcado en su propio ser por y para el amor. Llamado así al amor, es creado «varón y hembra», es decir, que esta dualidad de los sexos, en el género humana, se sitúa en una perspectiva de amor. En tanto en cuanto es el hombre capaz de amor, a semejanza de Dios, encuentra en él esta fuerza instintiva de la sexualidad: y es en el amor, a imagen de su Creador en el que está él llamado a convertirse en procreador. La continuación del texto sagrado que establece explícitamente el objetivo de la sexualidad, confirma además esta interpretación: ya que en seguida añade: «Dios los bendijo y les dijo: Fructificad, multiplicaos y llenad la tierra».

Aquí también hay otro punto de vista importante: así como era indispensable reconocer el origen divino de la sexualidad, es igualmente esencial reconocer que no tiene sentido más que practicada en el amor y orientada —al menos en su manifestación perfecta— hacia la fecundidad.

Olvidar esta segunda verdad conduciría a unas actitudes cuando menos tan morbosas, y quizá más aún, que la ignorancia de la primera. Respetar la naturaleza de la sexualidad, en su totalidad, es decir reconocer su origen y finalidad, sin intentar desviar la una o la otra con sofismas impuestos por apetitos irregulares, es indispensable. Es el primer paso y el más decisivo. Fuera de esta justa perspectiva, no se puede llegar más que a destruir el amor, a pervertir el dinamismo sexual, y a romper al mismo tiempo que el equilibrio del hombre sus posibilidades de felicidad. No se trata de despreciar la sexualidad, ni de exaltarla como si lo fuera todo en la vida, sino simplemente de colocarla en su sitio, situándola conforme a sus exactas proporciones en el universo del hombre. Para resumir el orden providencial en el cual se inscribe la sexualidad, diremos, en unas palabras, que, en su origen, proviene de Dios, que debe manifestarse en el amor y que está ordenada, por naturaleza, a la procreación.

Estos datos fundamentales son indispensables para comprender que quien reclama la pureza del hombre y de la mujer, no pretende en modo alguno negar el dinamismo sexual que aflora constantemente entre ellos; se trata simplemente de canalizar por medio de la pureza ese dinamismo con arreglo a su naturaleza profunda, permitiéndola alcanzar su mayor perfección.

En este sentido, Berdiaef definió con raro acierto el sentido de la pureza: «La vida sexual supone la pureza», ha escrito; es «una manifestación sexual, una de las vías por donde se manifiesta la energía sexual. Es en la pureza donde se conserva la unidad del hombre. No es, por tanto, la negación de la sexualidad, sino tan sólo su salvaguardia» [3].

La pureza no se impondrá, pues, como una prohibición gratuita impuesta a los novios por el gusto de crearles molestias. En ningún momento cultivará ella el desprecio de lo sexual ni pretenderá condenar el mundo de los afectos sensibles. No será impuesta como el enemigo del amor y de la ternura. Al contrario. Exigir a los novios jóvenes que se impongan esta dura disciplina y que se obliguen a respetar su cuerpo, es invitarles a no dejarse llevar por el desorden. Un desorden tanto más temible para ellos cuanto que ataca las fuerzas vivas del amor y desorienta a los que se entregan a él. La naturaleza del hombre está hecha de tal manera que tiene exigencias imperiosas con respecto a la razón: exige de ésta que dirija la evolución de todo el ser humano. Lo sexual no se libra de esta exigencia, que —lejos de ser impuesta gratuitamente desde el exterior— brota de lo más profundo de nuestra naturaleza misma. Porque, según acabamos de ver, la sexualidad en el hombre no es una fuerza ciega que surge en todos sentidos, indiferentemente; es un dinamismo turbulento, si se quiere, y difícil de mantener bajo control pero orientado en un sentido bien definido y que requiere, para florecer con plenitud, desenvolverse conforme a su orientación fundamental. Es necesario comprender que soltar el instinto sexual, es negarle que sea verdaderamente humano. La ley inscrita en la naturaleza del hombre responde en este punto a las exigencias de Dios, y la negativa de la pureza conduce al desequilibrio de esta potencia de don que es la energía sexual. Tenía razón aquel filósofo que, parándose a reflexionar sobre estos datos de la vida humana, escribió: «El demonio tienta a menudo al hombre por el sexo, a fin de arrancarle a su contexto, a su historia, porque, si su vida se desordena, su ser se desgobierna» [4]. Exigir la pureza, no es, por tanto, negar al hombre que sea él mismo; es, por el contrario, impulsarle a luchar para realizar su verdadero ser, domeñando en él una fuerza que podría destruirle. Recordar esto es capital, para no incurrir en las teorías sofisticadas de los que pretenden que el hombre lleve a cabo su expansión, corrompiéndole. A este respecto es la virtud la que salva la naturaleza, y no es, en absoluto, entre los disolutos donde hay que buscar el dinamismo sexual más potente. Berdiaef lo ha advertido, formulando esta verdad en términos que se aplican a nuestro propósito: «Los ascetas cristianos, que habían domeñado en ellos toda vida física, reconocían, sin embargo, la importancia del problema sexual, con más agudeza quizá que muchos de sus contemporáneos que hacían, en el siglo, una vida “natural”. Porque el ascetismo es uno de los aspectos metafísicos de la sexualidad» [5]. No es éste lugar apropiado para ahondar esta última verdad. Retengamos, sin embargo, que en el dominio de la sexualidad, virtud y naturaleza se encuentran por completo.
Las dificultades que promueve su dinamismo
Habría, sin embargo, que estar poseído de un raro idealismo para no reconocer que, bajo la violencia natural de esta fuerza, se efectúa en el hombre una rotura de su equilibrio. Se podría comparar la sexualidad a una corriente subterránea que corre bajo tierra para brotar de pronto, en el momento más inesperado, haciendo estallar todo lo que parece querer resistirla. En el hombre más equilibrado la sexualidad puede súbitamente elevarse y rugir hasta el punto de que, movido, según una expresión consagrada, por una «fuerza ciega», se encuentra a cien leguas de sus pensamientos habituales, sacudido por una conmoción cuya intensidad misma le aterra. Y es que, por secundaria que sea en el hombre la sexualidad, no por ello deja de imponerse con gran impetuosidad. «La paradoja de la sexualidad —observa Marc Oraison— consiste en que representa una de las potencias psicoafectivas más intensas, pero que no es, como tal, más que secundaria en una síntesis espiritual de la persona. No es sino un registro de las manifestaciones de la personalidad, pero este registro es particularmente sonoro» [6]. Esta sonoridad de la sexualidad es sobre todo intensa en la época de la juventud, cuando el cuerpo se halla en plena salud y el «misterio sexual» sigue siendo una razón más o menos cerrada, atractiva precisamente por lo que hay en ella de desconocido.

Por eso es preciso inclinarse ante el hecho de que el período de las relaciones, sobre todo cuando ha alcanzado el punto culminante que es el noviazgo, presenta dificultades especialmente agudas. El joven y la joven están enamorados; aspiran el uno al otro según la propia tendencia que toma la naturaleza en semejante contexto, y aspiran también a manifestar el afecto que se profesan mutuamente, con muestras de ternura que se imponen de manera espontánea. La «sonoridad» del registro sexual es entonces extraordinariamente sensible; no domina uno el teclado sobre el que toca, hasta tal punto que se oye un ruido atronador cuando no se esperaba oír sino un hilo de sonido.

En este terreno, la dificultad del control no debe sorprender a nadie. En el estado de debilidad en que el hombre se encuentra desde que ha sido vulnerado en su equilibrio fundamental, de resultas del pecado original, resulta explicable que, ante el empuje de una fuerza eruptiva como ésa, pueda quedar desconcertado. El daño no es sólo personal, es general; es una debilidad de la especie, podría afirmarse, y estaría uno en lo cierto. Porque la especie humana ha sido creada en la dualidad carne espíritu, como se señalaba al comienzo de estas páginas. Es decir que el orden de la creación establece un equilibrio entre esas dos fuerzas divergentes que él reúne en la unidad del ser humano. La expresión típica de esta unidad será el instinto genital. Es, por tanto, natural, como señala Henry Bars, que la grieta comience y se difunda por ahí, si el orden de la creación está agrietado [7]. Así resulta cierta la frase de Bernanos: «La lujuria es una llaga misteriosa en el costado de la especie».

Nadie se libra de esta herida; algunos sienten su agudeza en el estado crónico, otros no sufren su mordedura más que con intervalos; pero todos la sufren. Cada pareja conocerá, pues, una dura dificultad para mantenerse en estado de equilibrio, y el problema con el que tendrá que enfrentarse no debe ser minimizado. Aun siendo general, no por ello este problema deja de implicar incidencias personales que cada cual deberá esforzarse en descubrir a fin de poner remedio a los peligros que ha de afrontar.

A este respecto, hay que evitar dos actitudes, tan falsa la una como la otra. Una primera actitud sería la de pánico. A este fin, hay que penetrarse bien de lo que hemos dicho anteriormente: las dificultades en este orden son atributo común, y si hay que temerlas, no debe uno inquietarse en demasía. La segunda actitud que hay que evitar es la de la presunción. Ésta conduce a prejuzgar las fuerzas de que se dispone; se imagina uno ser un gigante cuando en realidad no es más que un enano. Bajo el influjo de tal ilusión se aventura uno más allá de su capacidad de resistencia, presume de la energía de su voluntad, lucha con riesgos demasiado grandes, se ve envuelto sin necesidad en circunstancias que acaban por hacerle víctima de ellas. En esta materia, se impone la prudencia a los novios al mismo título que la humildad. Ya tendremos ocasión de volver sobre el tema, pero importa decir desde este momento que, en el contexto de la debilidad común a toda la humanidad, nadie está seguro de obtener un triunfo personal. Y no mentiremos si afirmamos que cuanto más se imagine uno y se proclame invulnerable, en tanto mayor peligro de perdición está.
Las condiciones sociales
Además el ambiente de nuestro tiempo no incita precisamente a la búsqueda del equilibrio sexual. Basta con mirar y escuchar a nuestro alrededor para comprender hasta qué punto la mentalidad general no favorece en nada a la virtud. Se exalta la carne, hasta dar a entender que el único camino que permite conseguir la felicidad, y satisfacer esa sed que tortura a todo hombre, es entregarse a las extravagancias de una sexualidad desordenada. Es inútil insistir más cuando todos hemos podido experimentar la pesadez de esa atmósfera en la cual se pretende que la carne se expansione en detrimento del alma, como si no hubiese entre las dos una unidad, realizada a partir de la «animación» de toda carne por el espíritu, y que hace que se exalte la una a expensas de la otra, que se provoque un desequilibrio cuya gravedad no podría medirse.

La pareja contemporánea debe, pues, redoblar sus esfuerzos si quiere resistir a todas esas corrientes que amenazan arrastrarla. A las propias incitaciones interiores que surgen violentamente desde el fondo del ser para dejarle presa de un trastorno tan doloroso como amenazador, se añaden las ruidosas propagandas de un mundo corrompido en donde se idolatra el sexo creando la ilusión de un paraíso de la carne. El resultado más claro —y también el más desdichado— de tal corriente es vender a los jóvenes quimeras, dejándoles creer que les ofrecen la felicidad. Una de estas falacias de Satán consiste precisamente en impulsar a una pareja de novios a confundir sus deseos con el amor, de tal suerte que entregándose a la satisfacción de dichos deseos crea conseguir el amor. Quien dice aquí Satán, no debe pensar que el Ángel caído va a aparecer él mismo para presentar su pacotilla. Sería esto demasiado honrado. Tiene sus mandatarios, que son legión, y que crean una atmósfera tan densamente impregnada por las preocupaciones de la carne que al espíritu no le cabe vivir allí más que con gran dificultad. Quien quiera consolidar su amor debe, pues, defenderlo contra esas impulsiones venidas de fuera. Como no se unan en una lucha enérgica, y en ciertos momentos casi feroz, contra las incitaciones —a veces sin rebozo, con frecuencia disimuladas, siempre presentes— del mundo en el cual tienen que vivir, un joven y una muchacha corren el riesgo de ver morir su amor. Porque cuando la carne, abandonada a ella misma, se hipertrofia en el hombre hasta el punto de absorber todas sus preocupaciones, de condicionar sus inquietudes, de poblar ella sola el universo de sus deseos, ¿cómo podría seguir viviendo el amor, que es más que nada cuestión del espíritu? Preservar el amor de la contaminación demasiado general que afecta a nuestra civilización, he aquí el deber de la pareja. Se ha hablado de una «verdadera conspiración de la literatura, de la prensa, de los espectáculos y de las diversiones» [8], conspiración que representa uno de los peligros más inmediatos para la pareja. Liberarse de esta conspiración es indispensable. Para no resbalar por la pendiente de las tentaciones fáciles, los novios mostrarán empeño en plantearse claramente el problema de la pureza de su amor.

Después de haber pesado juntos los principales elementos que entran en juego, después de haberse tomado el trabajo de situar la sexualidad en el plano providencial tal como está inscrito en la naturaleza del hombre, después de haberse abroquelado contra un derrotismo que no conduciría a nada, después de haberse dado clara cuenta de las reacciones que se imponen en el ambiente deletéreo en que viven, abordarán el ángulo personal de la cuestión.


[1] Gen 1, 27.
[2] I Jn. 4, 8.
[3] Nicolas Berdiaef, Le sens de la Création, Desclée de Brouwer, París 1955, p. 237.
[4] Max Picard, citado por J. M. Oesterreicher, Sept philosophes juifs devant le Christ, Éd. du Cerf, París 1955, p. 470.
[5] Nicolas Berdiaef, o.c., p. 235.
[6] Marc Oraison, Amour ou contrainte, Spes, París 1956, p. 160.
[7] Henry Bars, L’homme et son âme, Grasset, París 1958, p. 229.
[8] Robert-Henri Barbe, Aspect médicopsychologique de la chasteté masculine dans le célibat et le mariage, en Médecine et Sexualité, Spes, París 1950, p. 106.

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