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martes, 31 de enero de 2012

MILAGROS EUCARÍSTICOS


EL GLORIFICADOR GLORIFICADO
Año 940 Worms Alemania



Otón I, emperador de Alemania, había intimado a todos a todos los Principes del imperio que se reuniesen en la ciudad de Worms para una junta general, y Wenceslao, duque de Boehmia, que también había sido convocado, hallábase el día señalado en la ciudad, pero antes de ir a la corte quiso oir la Santa Misa.

Celebrábase ésta solemnemente, por lo que se alargó el tiempo de su estancia en la Iglesia. Los Príncipes ya estaban reunidos, y como sólo faltase Wenceslao, llevando pesadamente aquella tardanza, entraron en sospecha de que difería su llegada para ser recibido por  aquel noble Congreso con actos de reverencia y obsequio.

Para humillar, pues, la supuesta vanidad del Duque, determinaron que a su llegada ninguno se moviese de su sitio, ni se mostrase atento ni obsequioso con él, y como si esto no fuera bastante, persuadieron al Emperador a que se abtuviese también de toda demostración de cortesía y respeto.

Más el Señor, que se burlaba de sus necios consejos y quería remunerar y honrar en Wenceslao al insigne glorificador del Santísimo Sacramento, ordenó que las cosas fuesen por muy diverso camino. Porque viendo el Emperador entrar por la puerta del gran salón a Wenceslao acompañado de dos hermosisímos ángeles resplandecientes como el sol, que colocados uno a la derecha y otro a la izquierda le hacían la corte, llevado de una gran admiración, se levantó al punto, baja las gradas del trono y atravesando la sala va a recibirle. Hazle una profunda reverencia, lo toma cortésmente  por la mano y lo condice al trono para que ocupe el sitio de preferencia a su derecha.

Los Príncipes que presenciaron todo esto, levantándose de pie por respeto al Emperador que se había levantado, atónitos por tales demostraciones de honor inesperadas, mirábanse fijamente los unos a los otros sin saber a qué atribuir todo lo que veían, hasta que el Emperador, advirtiendo la sorpresa de aquellos nobles caballeros por  haberse  él excedido tanto en honrar al Bohemio contra la expectación de todos, dijo que se maravillaba sobre manera de que ellos no hubiesen visto aquellos prodigiosos resplandores que en su derredor esparcían los celestiales espíritus, que muestras de singular amor habían acompañado a Wenceslao.

Llenos de admiración al oír eso aquellos Príncipes, inclináronse humildemente ante Wenceslao y confesando la culpa de su temerario juicio, le pidieron perdón.

Otón concibió tanta benevolencia y veneración para con el santo Duque, que le obsequió con muy preciosos dones y le concedió el título de Rey de Bohemia, con facultad de esculpir  en su escudo la divisa imperial del Águila negra en campo blanco.

Así quiso Dios acá en la tierra remunerar la singular piedad de Wenceslao hacía el Divino Sacramento.

(P. Pedro Laurenti, S. J. Maraviglie del S. S Sacramento. Página 126.)

SANTORAL 31 DE ENERO


  • San Juan Bosco, Confesor
  • San Francisco Javier Bianchi, Sacerdote
  • Santa Trifenia, Mártir
  • San Metrano o Metras, Mártir
  • Santos Ciro y Juan, Mártires
  • Santa Marcela, Viuda
  • San Germiniano, Obispo
  • San Eusebio, Mártir
  • Beata Paula Gambara-Costa, Matrona


31 de enero


SAN JUAN BOSCO,
Confesor



Quien quisiere salvar su vida (obrando contra
mí), la perderá; mas quien perdiere su vida
por amor de mí, la encontrará.
(Mat. 16,25).

   Nacido en 1815, San Juan Basca, hijo de humildes campesinos, perdió a su padre a la edad de dos años y fue educado por su piadosa madre Margarita. Des de que fue elevado al diaconado, comenzó a reunir, los domingos, a los obreros y niños abandonados de Turín. Construyó para ellos un asilo y una iglesia, dedicada a San Francisco de Sales. En 1854, sentó las bases de una nueva congregación, la de los salesianos, que hoy se llaman sacerdotes de Don Bosco; en 1872, fundó las Hijas de María Auxiliadora. Murió el 31 de enero de 1888, venerado por todo el mundo por su santidad y sus milagros.

  MEDITACIÓN
SOBRE LA NECESIDAD
DE MORTIFICARNOS   

   I. Aquél que odia su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna. Estas palabras de Nuestro Señor indican la necesidad que se nos impone de mortificarnos. La ciudad de Babilonia, es decir, de los réprobos, comienza por el amor a sí mismo y termina por el odio a Dios, dice San Agustín. La ciudad de Jerusalén, es decir. de los predestinados, comienza por el odio al cuerpo y termina por el amor a Dios. El amor a Dios crecerá en ti en la misma proporción que el odio a tu cuerpo. Mide con este metro: para conocer en qué medida eres perfecto, considera en qué medida te mortificas.

   II. Tu mortificación debe comenzar cortando por lo vivo todos los placeres y deseos que pudieran impedirte cumplir los mandamientos de Dios. Corta todo lo que pueda impedirte cumplir con los deberes que te impone el estado de vida que hayas abrazado. En fin, hay una mortificación que no es como la anterior, obligatoria, sino sólo de consejo; consiste en abstenerse aun de los placeres permitidos. Es la que practican las almas santas; ¿las imitas?

   III. La mortificación será para ti cosa fácil, si consideras que ella te impide caer en muchas faltas. Además, eres pecador: debes, pues, hacer penitencia y mortificarte para disminuir, por compensación, lo que debes a la justicia de Dios en el purgatorio. Eres cristiano: ¡concuerda acaso el vivir en el placer y adorar a un Dios crucificado? No temas los rigores de la mortificación; ella posee dulzuras escondidas que sólo pueden gustar los que la abrazan decididamente. Ves la cruz pero no conoces sus consuelos. (San Bernardo).

La imitación de Jesucristo 
Orad por la educación de la juventud.
ORACIÓN

      Señor, que habéis hecho de San Juan Bosco, vuestro confesor, padre y maestro de los adolescentes, y habéis querido hacer florecer en la Iglesia, por su intermedio, nuevas familias religiosas con la ayuda de la Santísima Virgen María, haced que inflamados con el mismo amor busquemos las almas y os sir vamos sólo a Vos.  Por N. S. J. C. Amén

 

lunes, 30 de enero de 2012

AMOR Y FELICIDAD




Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad





VII
Cómo tratarse durante las relaciones



Capítulo anterior, ver aquí

El amor no es un juego. Es un compromiso cuyo alcance es tan profundo que llega hasta lo más íntimo que hay en el hombre. Se abre, en efecto, sobre la eternidad a la que conduce, puesto que desemboca en la muerte; se abre también sobre la felicidad terrena a la que permite realizarse lo más totalmente posible. Esta sitúa el amor en su perspectiva verdadera e impone considerarlo, no como un juego entablado por dos jóvenes inconscientes, sino como un fenómeno de una importancia primordial.

Hemos señalado ya el verdadero sentido del amor y hemos dicho hasta qué punto los novios deben preocuparse de preparar en él su futura unidad. Esta preparación indispensable se realizará en el curso de los meses de relaciones que precedan al matrimonio. Por lo cual ese período, llamado del noviazgo, es, decisivo, puesto que permite a la pareja iniciar la unión interior que se expresará en una mutua comprensión. ¿Será necesario recordar aquí que el amor no puede vivir sin la comprensión? Por lo cual es indispensable para la felicidad y se presenta como una condición necesaria de ésta. Ahora bien, tal es precisamente el primer objetivo de las relaciones: iniciar la comprensión.

1. Tratarse para conocerse

¿Para qué, si no, un joven y una muchacha pasan juntos durante meses, algunas tardes cada semana? ¿Se trata simplemente de hacerse compañía? ¿De distraerse recíprocamente? ¿De acudir juntos a invitaciones? ¡Nada de eso! Las relaciones carecen de sentido si no se desenvuelven en un clima de descubrimiento. Descubrir al otro. Conocerle, traspasar su corteza, averiguar detrás de las apariencias la verdadera configuración de su personalidad, captar su valor profundo, aprender a adaptarse a sus reacciones, a intuir sus deseos; he aquí por qué deben ser siempre orientados. Además en este sentido son indispensables, porque si es cierto decir que el amor sigue al conocimiento, ¿cómo no ver que entre un joven y una muchacha los lazos del corazón serán tanto más sólidos, tanto más duraderos cuanto más profundo y más serio sea su conocimiento mutuo?

Si tantas parejas han conocido la amargura de la decepción, inmediatamente después de su matrimonio, no siempre era porque su unión estuviese mal armonizada. La mayoría de las veces es porque han omitido el tratarse seriamente. Quien emplea esos meses en mariposear, en retozar, en divertirse solamente, quien en lugar de inclinarse con avidez sobre el alma del otro, sobre su espíritu, sobre su persona, se limita a multiplicar las galanterías y a hacerse el apasionado, malogra sus relaciones. Y, por lo mismo, corre un gran riesgo de malograr su matrimonio. Esta historia es, por desgracia, corriente; los que la han vivido, lo han hecho inconscientemente y, después, han culpado al azar, al infortunio, a todo y a todos menos a ellos mismos.

No hay garantía más segura del amor que unas relaciones inteligentes. No hay relaciones inteligentes más que aquellas que implican, de una parte y de otra, una voluntad bien decidida de conocer mejor al otro para amarle mejor. En el umbral del noviazgo, una pareja que se trata ya desde hace unos meses debe ante todo preocuparse en saber cuál ha sido hasta ahora su orientación. Porque son fáciles las desviaciones y no es raro que después de haberse propuesto seguir un camino, se siga otro. Ahora bien, cualquier otro camino aleja del amor. Es preciso, por tanto, fijarse la siguiente finalidad con una energía tenaz y una conciencia constantemente alerta: conocer al otro.

De esta manera, colocarán los cimientos de su felicidad futura en un terreno sólido, cuidándose de no cultivar la planta de la ilusión. Unas relaciones seriamente llevadas no dejarán sitio alguno a las quimeras. Verdad es que hay algunas que subsistirán inevitablemente y, sin duda, no será esto un mal. Pero en conjunto, se despojará la pareja de todas las máscaras para llegar a la verdadera fisonomía de cada uno. Se conocerá al otro detrás de sus virtudes aparentes, sus defectos gentiles, y, bajo ciertas reacciones desconcertantes a primera vista, se sabrá encontrar lo que hay en él de constante y de más profundo. Para decirlo todo en pocas palabras, se descubrirá el carácter, el temperamento, el valor moral del otro. Se aprenderá a seguir en él la línea que traza una idea, desde el instante en que se la ve nacer hasta el momento en que reaparece bajo su forma definitiva. Llegará uno a ser capaz de prever sus reacciones ante tal o cual frase, ante tal o cual actitud, de modo que estará en condiciones de dirigir su propio comportamiento en concordancia con el del otro. Se sabrá pesar al futuro cónyuge según su verdadero peso, sin valorar con exceso sus cualidades, sin minimizar sus flaquezas, sin apartarse de su verdadero rostro para idolatrar dentro de sí una falsa imagen de él.

De no llegar a este punto de lucidez, las relaciones sólo serán un engaño, una puerta abierta al camino amargo de un falso amor y de una unión destinados a la ruptura. Es preciso, por tanto, afirmar en principio que las relaciones son esencialmente una etapa de descubrimiento que supone la atención: el querer conocer, el ejercicio constante del juicio, cierta capacidad de examen de conciencia. Sólo a este precio, las relaciones llegarán a ser una preparación eficaz para el matrimonio. De otro modo, no serán más que el preludio inconsciente de la desgracia. De todos los momentos de la vida en que hay que mantener los ojos bien abiertos, el de las relaciones es sin duda el más decisivo. Aprovechar este período para conocerse, para conocerse muy bien. ¿Parecerá tal vez extraño insistir tanto sobre lo que parece evidente? Es que esta evidencia, que todos consideran como una cosa que, en principio, habla por sí sola, sigue siendo, sin embargo, en la práctica, letra muerta, para muchos. ¡Cuántas parejas hay para quienes el noviazgo es un feliz intermedio entre dos etapas de vida! Procuran aprovechar hasta el máximo este intermedio pensando más en divertirse que en estudiarse recíprocamente, a fin de conocerse. Se dicen que más adelante, muy pronto incluso, surgirán las cargas dé la familia que no permitirán ya entregarse a la vida; y se esfuerzan en aprovechar lo más posible lo que les parecen ser sus últimos meses de libertad.

Esta mentalidad, mucho más difundida de lo que se cree, es una obra maestra de estupidez y de inconsciencia. Procediendo de ese modo se llega al matrimonio sin saber, lo que significa y sin conocer a la pareja con quien se contrae. Serán precisos unos cuantos meses de vida en común para descubrir con estupefacción que existe una incompatibilidad y que no estaban hechos bajo ningún aspecto para unirse. La situación se hace entonces bastante penosa porque no queda más que tomar una decisión poniendo a mal tiempo buena cara. Lo cual no siempre se consigue.

Evitar semejante atolladero es esencial. No se juega uno su vida, su felicidad, de una manera inconsciente. No se casa uno sin haber sondeado seriamente las posibilidades de acuerdo, sin haber juzgado, pesado sus probabilidades de éxito. Ahora bien, nadie emite un juicio seguro sino después de haber considerado, examinado, las cosas; después de haberlas confrontado juntas. Entonces es cuando se pronuncia afirmativa o negativamente, decretando que están acordes o desacordes.

En el matrimonio sucede lo mismo. La decisión que se adopte al pronunciar el «sí» que empeñará para siempre y que encadenará la libertad, deberá haber sida larga y seriamente preparada. Antes de entregarse recíprocamente el uno al otro, es preciso haber juzgado al otro, porque el «sí» matrimonial equivale a una afirmación; supone, en efecto, que se reconoce que existe compatibilidad entre ambos contrayentes. Ahora bien, este juicio es imposible de emitir si no se han demorado en conocerse y estudiarse.


La razón de ser de la época de noviazgo estriba en eso por completo. Se tratan ante todo para conocerse. Aunque también sea necesario aplicarse a ello cuidadosamente con simplicidad y confianza, es cierto, pero también con toda la perspicacia y la atención que se pueda desplegar. Por consiguiente, es de capital importancia aplicarse, ante todo, a observar. Observar al otro con sagacidad, en toda su conducta, en sus reacciones, en sus impulsos espontáneos, en sus actitudes más habituales, en sus efusiones repentinas que son a menudo tan reveladoras. Todo esto debe realizarse sin tensión, con serenidad y calma, pero debe realizarse, sin embargo. Para esto sirve el trato.

Conviene repetírselo a fin de penetrarse bien de este principio fundamental. Unas relaciones, para que no se conviertan en un juego infantil y ridículo, deben desarrollarse en un clima de descubrimiento. Llegar a conocer al otro tan perfectamente como sea posible a fin de no casarse a ciegas y de no empeñar estúpidamente su vida.

2. Conservar la serenidad

Para crear un clima semejante, hay que saber defenderse de sí mismo y no dejarse asombrar desde las primeras semanas. El amor está dotado de una virtud entusiasmante. Cuando dos jóvenes están enamorados uno de otro y perciben entre ellos los primeros chispazos del amor, es muy raro que no se sientan arrebatados por una euforia enardecedora. Hasta aquí, no hay nada anormal ni censurable. Que con las primeras certezas que uno tenga de ser amado se sienta henchido de alegría y lleno de esperanzas, ¿no es de lo más normal? Que no se «piense» tanto y que se «sienta» mucho, es éste un fenómeno totalmente espontáneo que no se puede más que señalar sin censurarlo. Tiene uno derecho a emplear la censura cuando se llega a cultivar ese estado de cosas para prolongarlo indebidamente y vivir en ese falso clima.
No hay que temer romper el encanto y volver a la tierra… lo antes posible. Porque por gracioso y confortante que sea un amor naciente, no por eso debe dejar de madurar o, si se prefiere, de hacerse adulto. Debe ser contrastado con la vida, no con los sueños, y el entusiasmo que le está permitido es el que nace de la realidad entrevista, más bien que el que sólo puede desarrollarse en un falso idealismo.

Diremos además, dentro de este orden de ideas, que se deben seguir dominando unos impulsos pasionales que pueden traer el riesgo de lanzar a una pareja juvenil en la terrible refriega de los deseos, negándole esa liberación y sin la cual no puede actuar la inteligencia. Cuando de una y otra parte (o aunque sea de una sola parte) se ve uno hostigado sin cesar por las exigencias ciegas de una carne que palpita forzosamente tan sólo al ritmo de lo inmediato, cuando está uno sumido en un hervidero de codicias siempre renacientes y cada vez más vivas, ¿cómo penetrar en el mundo interior del otro? Se fija uno sin más, en las apariencias, se juzga con toda inconsciencia, se ama en la periferia, y cuando llega el momento de comprometerse a amar, sin remisión, no se sabe a qué compromete esto, ni con quién se compromete.

Así pues, es preciso, a todo precio, conservar la serenidad. No significa ello que se ignoren o se desprecien los incidentes sentimentales del amor, sino que se situarán en su exacto lugar, que no es ni el primero ni el más importante. Conservar la serenidad, quiere decir que no se dejará uno arrastrar al azar por el entusiasmo de un amor nuevo y efusivo. Hay que tener cuidado, una vez concedido al sentimentalismo lo que tiene uno derecho a concederle, en detenerse para reflexionar. Se examinará entonces la situación en la que uno se encuentra, no a través del espejo imperfecto de su corazón, no a través del prisma de su carne insatisfecha, sino a través de la luz completamente límpida de una inteligencia que sabe formularse la pregunta: «¿Podemos ser felices juntos y en qué condiciones?».

El que no formule esta pregunta y responda a ella con sinceridad, sin paliativos, sin trampa, sin evasión, sin rodeo, no estará en condiciones de casarse. Este compromiso es demasiado serio, implica demasiadas consecuencias, para ser asumido con inconsciencia. Y también, para ser asumido con debilidad. Porque no hay nada más temible que la debilidad de los que no quieren ver, por temor a encontrarse expuestos a optar por la ruptura inmediata. El noviazgo sólo tiene validez en la medida en que se ha entablado estando dispuesto a… romperlo.

¿Qué quiere esto decir exactamente? Pues que no hay que admitir nunca, en amor, la fuerza de la costumbre, ni sufrir la esclavitud del qué dirán. Y tampoco la del temor a herir, si no hay otra manera de proceder. Algunos, en efecto, comprenden que no pueden contraer un enlace feliz, y, sin embargo, no tienen el valor de decir no, porque son demasiado blandos; no quieren causar al otro la pena inherente a tal retirada. Sin embargo, es evidente que más vale una pena pasajera, por aguda que sea, que un fracaso definitivo y una desdicha irreparable. Por eso debe uno defenderse contra esas falsas piedades que no son, en realidad, más que hijas de la cobardía.

Que esté uno en plena fuerza cuando llegue la época del noviazgo, y que se ligue al otro conforme a lo absoluto de un «sí» total, pronunciado con plena consciencia y sin reticencia alguna. Las relaciones sólo valdrán si del clima en que se hayan desarrollado permite este «sí». Un clima de calma, de ponderación, de mesura. Nada de arrebato irreflexivo cuya violencia arrastraría a unas promesas desatinadas y a compromisos inconsecuentes. Nada de respuestas dictadas por los imperativos pasionales. Nada de impulsos cuya impetuosidad no podría soportar el peso de la inteligencia. Conviene recordar que si el amor es un movimiento del corazón, no por ello deja de estar basado en la inteligencia en lo que respecta a unas promesas futuras. Ya hemos explicado ampliamente, y en este mismo sentido lo decimos aquí, que hay que saber «conservar la serenidad» a fin de entregar su vida con entero conocimiento a un amor viable y cierto.
¿Tal vez se sienta alguien tentado de protestar alegando que tal estado de espíritu despojaría a la juventud de todo su encanto, de su espontaneidad, de todo cuanto la hace alegre y grata? Semejante protesta sería, sin embargo, injustificada. No se trata, en efecto, de exigir de los novios que renuncien a divertirse como es propio de su edad. No se trata tampoco de pedirles una actitud circunspecta. Se trata simplemente de abogar por la lucidez. Que se diviertan tanto como quieran, pero que sepan mantenerse despiertos y no se dejen arrastrar por una loca embriaguez. El entusiasmo, la alegría de vivir, el ardor en lo que se hace, la confianza en el porvenir, todo esto, sí: ¡es la juventud misma! Y sería inadecuado querer prohibir a la juventud que sea lo que es. Pero la ligereza, la inconsciencia, el ensueño, la temeridad ciega, ¡no! Son éstos unos venenos que han hecho fenecer demasiados hogares y que han sumido en la desgracia amores que habrían llegado a ser maravillosos.

Conservar la serenidad, para que los corazones sean realmente fogosos, con una fogosidad que no desaparece con el paso de los días. Porque si el amor es comparable a un fuego, hay que recordar que puede haber fuego de paja o fuego de leña; a nuestra elección. Fuego de paja: la llama chisporrotea y se extingue. Fuego de leña: la llama se alimenta poco a poco y prepara una hoguera que conservará su calor hasta la mañana. Así, en el amor. No es ser enemigo del amor querer conservar la serenidad. Por el contrario, es ser su defensor. Los esposos más felices no son, sino muy rara vez, los que en la época de las relaciones se han contentado con los arrullos de su cariño. Los esposos más unidos, son siempre los que han aprovechado su noviazgo para juzgarse en su justo valor. Y así han llegado a estimarse profundamente; y de esta estimación recíproca vive su amor.

Los novios más apasionados se convierten a menudo en esposos fríos. Los novios más sosegados preparan con frecuencia un hogar en donde un amor efusivo se asentará de una manera estable. Reteniendo esta lección que los hechos corroboran se podrá pedir a los novios que conserven la serenidad. Sólo entonces cultivarán su amor como debe ser y se prepararán a un matrimonio sensato y reflexivo. Se casarán con conocimiento de causa, sabiendo cómo pueden enriquecerse recíprocamente, qué es lo que no podrán dar-se, y aquello con que pueden contar.

3. No crear un clima artificial

Para emitir, en este sentido, un juicio sano y verdadero, hay que procurar no crear un clima ficticio. La artificialidad es uno de los peligros más temibles. Es exponerse a un error de juicio establecer un ritmo de frecuentación que sustraiga al novio o a la novia de su medio propio. Los hay que se ven así: van en coche, se detienen un momento en el hogar —apenas el tiempo de saludar a los padres— recogen a la muchacha y vuelven a partir en seguida hacia otro objetivo: cine, club, montaña. Ambos se separan entonces del medio normal y se crea un ambiente en el cual pierden contacto con la realidad. El peligro de este modo de proceder estriba en condenar a los novios a vivir en la ilusión. Pasados unos meses, cuando entren en la vida en común, no vivirán en el cine, ni tampoco en el club nocturno, ni en la montaña. Vivirán en un hogar muy sencillo, la mujer desplegando sus dotes de ama de casa, el hombre aportando allí su buen sentido y su amor al hogar. Si es así el cuadro normal de evolución de la pareja casada, así debe ser también el cuadro normal de las relaciones. Estas, deben, por consiguiente, hacerse en el hogar mismo.

En el hogar de la muchacha, primero. El novio podrá observar allí a su futura esposa en su papel por anticipado. Lo que sea ella en su casa, lo será en su futuro hogar. Si él la encuentra por entonces agria, sin interés, torpe, desdeñosa ante los trabajos hogareños, soñadora, siempre en acecho una reivindicación o de una protesta, así será el día de mañana. Si por el contrario la encuentra valiente, activa y hábil en los trabajos caseros, llena de animación y de buen humor, si la encuentra capaz de vivir en su casa alegre y serena, así será ella mañana en su propio hogar.

Y esto se aplica en los dos sentidos. El joven debe, a su vez, permitir a la muchacha que le vea evolucionar en su medio familiar. Si, observándole, le ve ella desaliñado e indolente, violento y grosero, impaciente y exigente, sabrá que él será así cuando vivan juntos. De igual modo si le ve amable con sus padres, lleno de delicadeza y de solicitud con su madre, cordial con sus hermanas, afable con todos los suyos, puede ella estar segura de que será así el día de mañana.

Esta regla es importante, porque siguiéndola se podrá levantar el telón de las actitudes artificiales y bosquejar, tras la fachada de las atenciones, toda la red de costumbres que caracterizan una personalidad. No es, en verdad, frecuentando los cines dos o tres veces por semana, agazapándose en la oscuridad para entregarse a unos sueños, la mayoría de las veces estúpidos y ridículos sugeridos por la pantalla, como se prepara uno a entrar en la vida en común. Es viendo cómo evoluciona el otro en la vida real, observándole cuando se despoja de toda cohibición y se desenvuelve con plena naturalidad, mostrándose espontáneamente bajo su verdadero aspecto, como se prepara el futuro.

Importa también saber cómo es juzgado el otro por quienes le rodean. Desde hace años los padres, hermanos, hermanas viven juntos; han tenido ocasión de estudiar las constantes más hondas de la personalidad del hijo o de la hija. Escuchando discretamente, el novio podrá descubrir lo que es su novia a través del juicio, por lo general bastante justo, que sus íntimos forman de ella; y recíprocamente.

Captar así, a lo vivo, el comportamiento del otro es de primerísima necesidad, porque no hay nada más revelador que esta experiencia. Tanto más cuanto que permitirá al mismo tiempo saber en qué medio familiar el futuro cónyuge ha llegado a ser lo que es. Los recientes adelantos de la psicología y de la psiquiatría han subrayado suficientemente el aspecto decisivo de la influencia familiar sobre la constitución de la personalidad para que se sepa que volviendo a situar los novios en su medio habitual, se les une a su origen mismo. Por eso resulta prácticamente imposible no ser uno mismo cuando retorna a su casa. Los desdoblamientos se hacen difíciles cuando hay que mantenerlos ante aquellos a quienes se les debe el ser como uno es, y con quienes se vive a diario.

Con miras a una comprensión profunda del otro, este conocimiento del medio familiar y de las reacciones que suscita, no puede ser más importante. Allí se sabrá por qué el joven ha evolucionado en un sentido más que en otro, por qué la muchacha se ha hecho esto en vez de aquello; allí se descubrirá el camino seguido por cada uno en la elaboración de su personalidad, y al mismo tiempo, se sabrá lo que debe decirse y lo que no debe decirse, lo que conviene hacer y lo que es preferible no hacer, las actitudes susceptibles de ayudar o de perjudicar la expansión del otro. Sin contar, además, que así se establecerá contacto con los futuros padres políticos. Sería superfluo insistir sobre la importancia de las relaciones entre jóvenes esposos y suegros. Las dificultades tan célebres que oponen a menudo unos a otros, no son solamente tema para fáciles bromas. Son, por desgracia, una realidad. «Quien se casa adquiere una familia». Ciertamente, no hay que exagerar, haciendo creer que con el marido o con la mujer, se casa uno con toda la familia. No se casa uno con ésta, pero pasa a ser parte integrante de ella. Lo cual supone que se ha aprendido también a conocerla y a adaptarse a ella.

Tal adaptación no se realizará por el simple hecho del matrimonio. Este instituye de derecho al nuevo cónyuge miembro de la familia del otro. Queda la cuestión de hecho que es, sin duda, la más importante. Con arreglo a las circunstancias concretas que rodean tal acontecimiento, el cónyuge ¿aceptará que esa familia sea ahora la suya? Por otro lado, la familia ¿va a dispensar una acogida cordial al recién llegado o va a cerrarse a él? A fin de responder a esta pregunta se debe frecuentar el medio familiar lo más posible. Cada cual deberá entonces esforzarse para no dejarse dominar por unos prejuicios antipáticos. No se trata de conceder un diploma de alta perfección a la familia del otro, pero aquí también (¡siempre se vuelve a lo mismo!) se trata de comprender, para poder, luego, amar. Porque bajo pena de dejar infiltrarse entre ellos un veneno que, no por estar disimulado y por pasar desapercibido, será menos nefasto, los jóvenes esposos tienen el deber de querer a sus padres políticos. Ahora bien, ¿cómo llegar a quererlos sin aprender a conocerlos? ¡Cuántos conflictos se evitarían si, desde el período del noviazgo, supieran, tanto el joven como la muchacha, percibir claramente esta dificultad y prevenirla! Pueden existir circunstancias que separen a los esposos de su familia política, pero si esto se produce —y es caso excepcional— que se sepa al menos desde el período de las relaciones, a fin de evitar, después, dar pasos en falso que comprometerían el equilibrio del hogar.

Será, pues, el afán de adherirse a la vida concreta sin dejarse llevar sobre las alas siempre peligrosas del idealismo, lo que obligará a frecuentar, primeramente y ante todo, el medio familiar.

SANTORAL 30 DE ENERO



30 de enero



SANTA MARTINA,
Virgen y Mártir



Nadie puede servir a dos señores.
(Mateo 6, 24).

   Santa Martina, virgen romana, quedó huérfana a una edad todavía tierna, y distribuyó entre los pobres los cuantiosos bienes que le habían dejado sus padres. Por rehusarse a sacrificar a los ídolos fue sometida a horribles torturas y, después, condenada a ser arrojada a las fieras. Respetada por éstas y habiendo, en seguida, pasado sana y salva por las llamas en las que fuera arrojada, fue, finalmente, decapitada. En el momento de su muerte, un terrible temblor sacudió la ciudad de Roma, y muchos idólatras se convirtieron a la fe cristiana.


  MEDITACIÓN
ES PRECISO SER
TOTALMENTE DE DIOS   

   I. Acaba Martina de perder a sus padres, y ya se desembaraza de sus riquezas para darse a Dios sin reserva. El medio que debemos emplear para ser totalmente del Señor, es el desapego del mundo. Si tu posición no te permite dar tus bienes a los pobres como hizo Martina, desapega tu corazón, por lo me nos, de las riquezas y de las vanidades mundanas. No se puede servir a dos señores a la vez, no se puede ser al mismo tiempo de Dios y del mundo. Elige, de estos dos partidos, el que te es más ventajoso. ¿Necesítase pensar mucho cuando se trata de darse a Vos, oh Dios mío?

   II. Piensa en las recompensas que acuerda el mundo a los que le sirven. Salomón fue colmado de todos los bienes de la tierra, y, sin embargo, declara que todo es vanidad. Pregúntate a ti mismo. ¿No es verdad, acaso, que estás ya disgustado de los bienes del mundo apenas tienes su posesión; que nunca ha estado contento tu espíritu, y que siempre algo le ha faltado a tu felicidad? Mundo falaz, ¿por qué nos prometes tantas cosas que no puedes dar? (San Agustín).

   III. Si quieres realmente confesar la verdad, convendrás conmigo en que nunca has sido más dichoso ni has estado más contento que después de haber cumplido algún acto de virtud. Si tan liberalmente Jesucristo te recompensa en este mundo, ¿qué no te reservará para el otro? Si los placeres que el demonio te ofrece están mezclados con tanta amargura, ¡cuáles no serán los tormentos que te prepara! Entrégate a Dios, y verás que no hay placer comparable al que se gusta en el servicio de este bondadosísimo Señor. ¿Qué placer más grande que el disgusto del mismo placer?

El amor de Dios 
Orad por la conversión
de los idólatras.

ORACIÓN

      Oh Dios, que, entre otros milagros de vuestro poder, habéis hecho obtener la victoria del martirio a una tierna niña, haced que celebrando el nacimiento al cielo de la bienaventurada Martina, virgen y mártir, nos aprovechemos de sus ejemplos para llegar hasta Vos.  Por N. S. J. C. Amén.

domingo, 29 de enero de 2012

AMOR Y CASTIDAD


LA VIRTUD DE LA CASTIDAD




Tópicos a ver:
I. Sexo y sentimientos: ¿es necesario aprender?
II. ¿Hay algo malo en el placer?
III. ¿Una obsesión inducida?
IV. ¿Un respiro de vez en cuando en cuestión de sexo?
V. ¿Se puede superar la adicción al sexo?
VI. ¿Qué hacer con el deseo sexual no legítimo?
VII. Te querré... ¿mientras me apetezcas?
VIII. ¿Qué hacer ante la homosexualidad?
IX. ¿Por qué tantas pegas a la anticoncepción?




I. Sexo y sentimientos: ¿es necesario aprender?

"Cuanto más vacío
está un corazón,
más pesa" Madame Amiel Lapeyre

- El amor y el sexo
- Aprender a amar
- Un cierto "entrenamiento"
- Educar la sexualidad
- Autodominio sobre la imaginación y los deseos


EL AMOR Y EL SEXO

El amor es la realización más completa de las posibilidades del ser humano. Es lo más íntimo y más grande, donde encuentra la plenitud de su ser, lo único que puede absorberle por entero. 
Y el placer que se deriva de su expresión en el amor conyugal, es quizá el más intenso de los placeres corporales, y también quizá el que más absorbe. El entusiasmo que produce un enamoramiento limpio y sincero saca al hombre o a la mujer de sí mismo para entregarse y vivir en y para el otro: es el entusiasmo mayor que tienen en su vida la mayoría de los seres humanos. 

Cuando el placer y el amor se unen a la entrega mutua, es posible entonces alcanzar un alto grado de felicidad y de placer. En cambio –como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría–, cuando prima la búsqueda del simple placer físico, ese placer tiende a convertirse en algo momentáneo y fugitivo, que deja un poso de insatisfacción. Porque la satisfacción sexual es en realidad sólo una parte, y quizá la más pequeña, de la alegría de la entrega sexual con alma y cuerpo propia de la entrega total del amor conyugal.

—Pero no siempre es fácil de distinguir lo que es cariño de lo que es hambre de placer. 

A veces es muy claro. Otras, no tanto. En cualquier caso, en la medida en que se reduzca a simple hambre de placer, se está usando a la otra persona. Y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos.

"Cuando se usa a otra persona,
no se la ama,
ni siquiera se la respeta,
porque se utiliza y se rebaja
su intimidad personal".

El terreno sexual ofrece, más que otros, ocasiones de servirse de las personas como de un objeto, aunque sea inconscientemente. La dimensión sexual del amor hace que éste pueda inclinarse con cierta facilidad a la búsqueda del placer en sí mismo, a una utilización sexual que siempre rebaja a la persona, pues afecta a su más profunda intimidad. 

Al ser el sexo expresión de nuestra capacidad de amar, toda referencia sexual llega hasta lo más hondo, al núcleo más íntimo, e implica a la totalidad de la persona. Y precisamente por poseer tan gran valor y dignidad, su corrupción es particularmente corrosiva.

Cada uno hace de su amor
lo que hace
de su sexualidad.


APRENDER A AMAR

El hombre, para ser feliz, ha de encontrar respuesta a las grandes cuestiones de la vida. Entre esas cuestiones que afectan al hombre de todo tiempo y lugar, que apelan a su corazón, que es donde se desarrolla la más esencial trama de su historia, está, incuestionablemente, la sexualidad. 

El hombre busca encontrar respuesta a preguntas capitales como: ¿qué debo hacer para educar mi sexualidad, para ser dueño de ella?, pues el cuerpo de la otra persona se presenta a la vez como reflejo de esa persona y también como ocasión para dar rienda suelta a un deseo de autosatisfacción egoísta.

— ¿Consideras entonces la sexualidad un asunto muy importante?

El gobierno más importante es el de uno mismo. 

"Y si una persona no adquiere
el necesario dominio
sobre su sexualidad,
vive con un tirano dentro".

La sexualidad es un impulso genérico entre cualquier macho y cualquier hembra. El amor entre un hombre y una mujer, en cambio, busca la máxima individualización. 
Y para que el cuerpo sea expresión e instrumento de ese amor individualizado, es necesario dominar el cuerpo de modo que no quede subyugado por el placer inmediato y egoísta, sino que actúe al servicio del amor. 
Porque, si no se educa bien la propia afectividad, es fácil que, en el momento en que tendría que brotar un amor limpio, se imponga la fuerza del egoísmo sexual.

"En el momento en que
la sexualidad
deja de estar bajo control,
comienza su tiranía".

Como decía Chesterton, pensar en una desinhibición sexual simpática y desdramatizada, en la que el sexo se convierte en un pasatiempo hermoso e inofensivo como un árbol o una flor, sería una fantasía utópica o un triste desconocimiento de la naturaleza de la psicología humana. 


UN CIERTO "ENTRENAMIENTO"

Sólo las personas pueden participar en el amor. Sin embargo, no lo encuentran ya listo y preparado en sí mismas. Si una persona permite que su mente, sus hábitos y sus actitudes se impregnen de deseos sexuales no encaminados a un amor pleno, advertirá que poco a poco se va deteriorando su capacidad de querer de verdad. Está permitiendo que se pierda uno de los tesoros más preciados que todo hombre puede poseer. 

Si no se esfuerza en rectificar ese error, el egoísmo se hará cada vez más dueño de su imaginación, de su memoria, de sus sentimientos, de sus deseos. Y su mente irá empapándose de un modo egoísta de vivir el sexo. 

Tenderá a ver al otro de un modo interesado. Apreciará sobre todo los valores sensuales o sexuales de esa persona, y se fijará mucho menos su inteligencia, sus virtudes, su carácter o sus sentimientos. El señuelo del placer erótico antes de tiempo suele ocultar la necesidad de crear una amistad profunda y limpia. 

Además, una relación basada en una atracción casi sólo sensual, tiende a ser fluctuante por su propia naturaleza, y es fácil que al poco tiempo –al devaluarse ese atractivo– aquello acabe en decepción, o incluso en una reacción emotiva de signo contrario, de antipatía y desafecto.

— ¿Y consideras difícil de rectificar ese deterioro en el modo de ver el sexo?

Depende de lo profundo que sea el deterioro. Y, sobre todo, de si es firme o no la decisión de superarlo. Lo fundamental es reconocer sinceramente la necesidad de dar ese cambio, y decidirse de verdad a darlo.

"Es como un reto:
hay que purificar,
llenar de higiene la imaginación,
de limpidez la memoria,
de claridad los sentimientos,
los deseos,
toda la persona".

Es –en otro ámbito mucho más serio– como entrenarse para recuperar la frescura y la agilidad después de haber perdido la buena forma física.

— ¿Y no es un poco artificial eso de entrenarse? ¿No basta con tener las ideas claras?

En el amor, como sucede en la destreza en cualquier deporte, o en la mayoría de las habilidades profesionales, o en tantas otras cosas, si no hay suficiente práctica y entrenamiento, las cosas salen mal. 

Para aprender a leer, a escribir, a bailar, a cantar, o incluso a comer, hace falta proponérselo, seguir un cierto aprendizaje y adquirir un hábito positivo. Si no, se hace de manera tosca y ruda. Para expresar bien cualquier cosa con un poco de gracia conviene entrenarse, cultivarse un poco. Cuando una persona no lo hace, le resulta difícil expresar lo que desea. Siente la frustración de no poder comunicar lo que tiene dentro, de no poder realizar sus ilusiones. Y eso sucede tanto al expresarse verbalmente como al expresar el amor. Si no educamos nuestra capacidad de amar y de entregarnos por entero, en lugar de expresar amor nos comportaremos de forma ruda, como sucede a quien no sabe hablar o no sabe comer.

Cultivarse así es un modo de aproximarse a lo que uno entiende que debe llegar a ser. Con ese esfuerzo de automodelado personal, de autoeducación, el hombre se hace más humano, se personaliza un poco más a sí mismo.


EDUCAR LA SEXUALIDAD

Es una lástima que muchos limiten la educación sexual a la información sobre el funcionamiento de la fisiología o la higiene de la sexualidad. Son cosas indudablemente necesarias, pero no las más importantes, y además son cosas que casi todos hoy saben ya de sobra. 
En cambio, el autodominio de la apetencia sexual, y por tanto, de la imaginación, del deseo, de la mirada, es una parte fundamental de la educación de la sexualidad a la que pocos dan la importancia que tiene.

— ¿Y por qué le das tanta importancia?

Si no se logra esa educación de los impulsos, la sexualidad, como cualquier otra apetencia corporal, actuará a nivel simplemente biológico, y entonces será fácilmente presa del egoísmo típico de una apetencia corporal no educada. La sexualidad se expresará de forma parecida a como bebe o come o se expresa una persona que apenas ha recibido educación.

"Necesitamos una mirada
y una imaginación
entrenadas en considerar
a las personas como tales,
no como objetos de apetencia sexua"l.

Por eso, cuando en la infancia o la adolescencia se introduce a las personas a un ambiente de frecuente incitación sexual, se comete un grave daño contra la afectividad de esas personas, un atentado contra su inocencia y su buena fe.

— ¿No exageras un poco?

Aunque suene quizá demasiado fuerte, pienso que no exagero, porque todo eso tiene algo de ensañamiento con un inocente. Romper en esos chicos y chicas el vínculo entre sexo y amor es una forma perversa de quebrantar su honestidad y su sencillez, tan necesarias en esa etapa de la vida. Los primeros movimientos e inclinaciones sexuales, cuando aún no están corrompidos, tienen un trasfondo de entusiasmo de amor puro de juventud. Irrumpir en ellos con la mano grosera de la sobreexcitación sexual daña torpemente la relación entre chicas y chicos. En palabras de Jordi Serra, “no se les maltrata atándolos con una cadena, pero se les esclaviza sumergiéndoles en un mundo irreal”.

Como escribió Tihamer Toth, la castidad es la piedra de toque de la educación de la juventud. Por la intensidad y vehemencia del instinto sexual, esta virtud es de las que mejor manifiesta el esfuerzo personal contra el vicio. Quizá por eso la historia es testigo de que el respeto a la mujer siempre ha sido un índice muy revelador de la cultura y la salud espiritual de un pueblo.


AUTODOMINIO SOBRE LA IMAGINACION Y LOS DESEOS

Igual que el uso inadecuado del alcohol conduce al alcoholismo, el uso inadecuado del sexo provoca también una dependencia y una sobreexcitación habitual que reducen la capacidad de amar. Y de manera semejante a como el paladar puede estragarse por el exceso de sabores fuertes o picantes, el gusto sexual estragado por lo erótico se hace cada vez más insensible, más ofuscado para percibir la belleza, menos capaz de sentimientos nobles y más ávido de sensaciones artificiosas, que con facilidad conducen a desviaciones extrañas o a aburrimientos mayúsculos. Sobrealimentar el instinto sexual lleva a un funcionamiento anárquico de la imaginación y de los deseos. 

"Cuando una persona adquiere el hábito
de dejarse arrastrar por los ojos,
o por sus fantasías sexuales,
su mente tendrá una carga de erotismo
que disparará sus instintos
y le dificultará conducir a buen puerto
su capacidad de amar".

— ¿Y no hay otra solución que reprimirse?

Pienso que no es cuestión de reprimirse sino de encauzar bien los sentimientos. Basta que la voluntad se oponga y se distancie de los estímulos que resultan negativos para la propia afectividad. Es preciso frenar los arranques inoportunos de la imaginación y del deseo, para así ir educando esas potencias, de manera que sirvan adecuadamente a nuestra capacidad de amar. Entender esto es decisivo para captar el sentido de ese sabio precepto cristiano que dice: no consentirás pensamientos ni deseos impuros. 

Quien se esfuerza en esa línea, poco a poco aprenderá a convivir con su propio cuerpo y el de los demás, y los tratará como merece la dignidad que poseen. Gozará de los frutos de haber adquirido la libertad de disponer de sí y de poder entregarse a otro. Vivirá con la alegría profunda de quien disfruta de una espontaneidad madura y profunda, en la que el corazón gobierna a los instintos. 

SERMÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA




CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA



En aquel tiempo entró Jesús en una barca, acompañado de sus discípulos, y he aquí que se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las ondas cubrían la barca; mas Jesús estaba durmiendo. Y, acercándose a Él sus discípulos, le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Díceles Jesús: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, puesto en pie, mandó a los vientos y al mar que se apaciguaran, y siguióse una gran bonanza. De lo cual asombrados todos los que estaban allí, se decían: ¿Quién es éste que los vientos y el mar le obedecen?

El Evangelio del día nos incita a reflexionar sobre las tempestades morales que tenemos que experimentar durante la vida, así como en la conducta que debemos observar durante ellas.

Las tempestades morales son de dos clases: las unas públicas, privadas e individuales las otras.

Tempestades públicas son las que atacan a la Iglesia de un extremo al otro del universo: en lo exterior, las sectas enemigas que se levantan contra ella; en lo interior, las de los malos pastores y malas ovejas, que la despedazan o escandalizan.

A las tempestades públicas se agregan las tempestades privadas e individuales; tempestades continuas, que atacan a las almas en todas las edades de la vida.

Tempestades terribles que, despedazando la nave de nuestra alma, no le dejan más que una tabla con qué llegar al puerto, y causan la eterna condenación de muchos náufragos espirituales.

Estas tempestades vienen ya de afuera, ya de adentro.

Las de afuera son los negocios que preocupan, los reveses que agobian, los malos ejemplos que seducen, la contradicción de las lenguas, el choque de las voluntades y de los caracteres, los estorbos de toda especie.

Tempestades de adentro son las pasiones, el orgullo, la lujuria, que pierden a las almas sin que ellas lo sospechen; los sentidos que se sublevan, los deseos que atormentan, la imaginación que se desata y el espíritu que se disipa en inútiles pensamientos, en temores quiméricos o en vanas esperanzas.

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Cuando nos asaltan las tempestades tenemos tres medios para enfrentarlas: la oración, la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos.

La oración: los Apóstoles, viendo el barco sacudido por las olas, van hacia Jesús, le despiertan e imploran su socorro: del mismo modo, viendo los asaltos dirigidos a la Iglesia, por ejemplo, debemos orar y orar con tanto mayor fervor, cuanto más rudos sean los ataques.

En nuestras pruebas privadas no debemos orar menos; sólo en la oración está nuestra salvación.

La confianza en Dios: los Apóstoles resisten con confianza a la tempestad, al mismo tiempo que oran. A su ejemplo, jamás debemos abatirnos y desalentarnos, sino que, siempre llenos de confianza en Dios, debemos perseverar en la resistencia.

No desesperemos jamás, ni por los males que agitan a la Iglesia, ni por nuestras propias miserias; el Dios que protege a la Iglesia y que nos protege a nosotros es el Todopoderoso y una sola palabra suya puede hacer renacer la calma.

¿Cuándo dirá esta palabra? Este es su secreto. Sepamos esperar y seremos salvos. ¡Quien espera en Dios, se verá rodeado de sus misericordias!

Cualesquiera que sean los males de la Iglesia, cualesquiera que sean nuestros propios males, arrojémonos con confianza en sus brazos, y nos salvará, lo mismo que a la santa Iglesia, aunque sea a través de una purificación cual no la hubo hasta ahora ni la habrá después…

A la confianza en Dios debemos añadir la desconfianza en nosotros mismos. La presunción que nada teme, que novela sobre sí y no huye de las ocasiones peligrosas, se pierde infaliblemente.

Dios quiere vernos siempre humillados bajo su poderosa mano, siempre desconfiados de nuestra debilidad y de este fondo de corrupción que hay en nosotros, siempre en guardia contra las seducciones del mundo y las ocasiones en que pudiéramos caer.

Quien nada teme, se descuida, se expone y perece. Al contrario, el que teme, evita hasta la apariencia del mal; acude a Dios, en quien solamente coloca su fuerza, y se salva.

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Jesús vencedor del demonio, de las enfermedades y de la muerte, se presenta hoy como el soberano Señor de los elementos.

Al meditar el hecho de la tempestad calmada y sus detalles, concebimos una idea más impresionante del poder de Jesús y de su majestad.

Para nuestro amor, debe ser el objeto de una admiración creciente. Debemos sentirnos afortunados viéndolo tan grande, y hemos de felicitarnos de ser sus amigos.

Parece como que un reflejo de su gloria llega hasta nosotros y nos envuelve, como lo hace con los suyos la honra y honor de un miembro de la familia.

Este sentimiento legítimo de la propia nobleza, levanta la moral y aparta los pensamientos bajos y forma la dignidad del alma.

Pidamos a los discípulos de entonces que nos comuniquen sus impresiones de temor admirativo.

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Es el atardecer; la noche va entrando; un mar sereno; una barca que boga hacia mar adentro…

Jesús ha dicho a sus discípulos: Vamos al otro lado. Y les hace subir a la barca con Él. El mar está en calma, de modo que las velas penden sin consistencia de los mástiles; los remeros hacen uso del remo.

Con Jesús y con tal tiempo, ¿qué temer? Y bogan; y van adentro; ya están en plena mar.

Pero ved ahí que, de repente, un fuerte viento que baja de los montes, se corre por el mar con agudo silbido: es la tempestad; y bien formidable, a juzgar por el espanto que se apodera de los marineros hechos a los peligros.

Así con nosotros… Por orden de Jesús, hemos emprendido una obra personal o en común; la obra se prosigue tranquilamente. ¿Qué temer? Ordenada por Jesús, ¿no se hace Él su responsable? ¿No apartará por sí mismo los impedimentos?

¡No!, no es éste el proceder de Dios. Entra en sus designios la prueba; no la envía siempre Él mismo; las más de las veces la permite, dejando obrar a las causas segundas. Pero cualquiera que sea el origen, la prueba manifestará siempre nuestra confianza, dará temple a nuestra virtud y multiplicará nuestros méritos.

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Y Jesús dormía. Después de una larga jornada de tareas apostólicas por la ciudad de Betsaida, fatigado Jesús necesita reposo, como junto al pozo de Jacob. La popa del barco está desierta. Se acomoda sobre tablones rugosos… Puede dormir, y duerme…

La tempestad arrecia, se enfurece el vendaval, la barca es sacudida por todos lados… y Él duerme todavía. Su rostro conserva toda su serenidad, su pecho respira normalmente.

¡Qué contraste con el espanto que se lee en los rostros de sus discípulos! Pálidos, trémulos, corren hacia el Divino Maestro: ¡Salvadnos!, le gritan… ¡Perecemos!

Bueno será notar cuan ilógica es su fe e imperfecta su confianza. Para ellos, es Jesús el enviado de Dios, el Mesías. ¿Qué pueden, pues, temer con Él? ¿No se han hecho a la mar por orden suya?…

¡Oh! La naturaleza es tal, que en el momento de peligro desaparecen los motivos de seguridad; sólo se impone el hecho que espanta.

¡Oh inconsciencia de sus impresiones! Si hubieran visto al Divino Maestro de pie en medio de ellos, no hubieran sentido tal pánico. Pero, ¿qué puede un hombre que está durmiendo? ¿Es de veras el mismo?

No se les ocurre que este sueño, en tal circunstancia, nada tiene de natural, y que quien mientras duerme así, lo ve y oye todo, y no los dejará perecer.

Si la confianza de los discípulos es imperfecta, con todo, es viva, porque los lanza a Jesús: que despierte, que se dé cuenta y nos vea, y ya tranquilos esperaremos que la tempestad impotente se deshaga.

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Su esperanza es regiamente sobrepujada. El Maestro se levanta, dicta sus órdenes al mar, y el mar se calma de repente.

Y ellos, sobrecogidos de pavor, se dicen: Pues, ¿quién será este a quien los vientos y las olas obedecen?

La grandeza del milagro los estremece, como a Pedro cuando la pesca milagrosa… mezcla de un temor de pasmo y de respeto… Dios está ahí, lo sienten… Ahí está, en la majestad de su omnipotencia…

Con una palabra, con una mirada, desmenuzaría al hombre tan pequeño y tan débil…

¡Qué grande es Dios!

&&&

Pero nosotros, que lo conocemos mejor que los discípulos de entonces, en vez de temblar ante su poder absoluto y de retirarnos llenos de espanto, acudimos a Él como a refugio seguro…

Sabemos que la mano fuerte que deshace la tempestad, sabe ser la blanda mano que acaricia al hijo querido.

Debemos quedarnos en esta admiración; expresar a Jesús una confianza sin límites; echarnos en sus brazos para ser protegidos y para sentirnos estrechados contra su Corazón.

Sin embargo, debemos guardar aquel temor reverencial que no ahoga la expansión, pero le da un carácter de noble discreción.

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Apliquemos a la Iglesia la tempestad sosegada. El objeto de esta adaptación es asegurar nuestra fe y excitar nuestra confianza delante de las tempestades que hoy se levantan por todas partes contra ella y amenazan a su misma existencia.

Una vez más nos convenceremos de que nuestro pánico es infundado, de que Dios es extraño a estos asaltos sólo en la apariencia, y de que intervendrá en el momento propicio y oportuno…

De este modo, podremos ver, con espíritu sereno y corazón tranquilo, levantarse olas mucho más amenazantes; haciendo honor a nuestra confianza, no apoyándonos en recursos humanos, sino sólo en Dios.

Que además de real, fuera simbólica la tempestad, lo enseñan todos los Padres de la Iglesia y los intérpretes escriturarios.

Permitiendo el Divino Maestro que se desencadenara y llegara a ser un gran peligro, durmiendo y levantándose para dominarla, no sólo tenía por objeto impresionar fuertemente el espíritu de sus discípulos y unírselos a sí para siempre, sino que dejaba entrever visiones más altas y dilatadas : la de su Iglesia perseguida…, traicionada… finalmente triunfante…

Todos los pormenores nos lo revelan.

El mundo es el mar: tiene su movilidad y sus sorpresas.

La Iglesia no halla en él estabilidad alguna, pero se mantiene por su constitución sobrenatural, como la barca por sus tablones hábilmente pegados.

Si esta trabazón fallara, la Iglesia, como la barca, iría al abismo.

El mundo no conoce a la Iglesia, y, por soltarse las cadenas saludables que ella le pone, la sacude con violencia como el mar de Galilea sacudía la barca cuyo peso debían sostener sus aguas.

Y nosotros tenemos miedo de los asaltos mancomunados de la ciencia hostil, de las sectas impías, de los espíritus heréticos, de los pastores traidores y del pueblo extraviado.

La barca no será tragada, ni hecha astillas. El peligro está en otra parte: en el hacinamiento, de olas que entran en su seno.

Estas olas son el espíritu del mundo que desfigura el Evangelio, las aspiraciones de bienestar que lo corrompen, los sofismas especiosos que hacen titubear en la fe, las imprudentes concesiones que la traicionan…

Desdichados marinos, desdichados pasajeros, si no cierran bien cerradas todas las aberturas por donde puede penetrar el mal: serán arrastrados, y pararán en tristes restos, juguete de las olas.

La barca flotará siempre, pero si le faltan valientes hombres de remo, quedará tal vez inmóvil… por algún tiempo…

Desterrar el miedo que debilita; vivir con una confianza que no impide, sin embargo, sufrir, ni orar, ni pensar en los medios de defensa…

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Y Jesús dormía. ¿No parece que Dios duerme en medio de todas nuestras pruebas actuales?

Dios parece mostrarse sordo. Ninguna protección se muestra; la tempestad prosigue sus estragos…

Desatinan y se acobardan las almas: Dios nos abandona, se aproxima el fin, la Iglesia va a naufragar…

Se parecen en esto a los apóstoles. Los apóstoles fueron testigos de los grandes milagros de Jesús, nosotros los hemos presenciado en la historia de la Iglesia.

El de su vitalidad no es el menos demostrativo.

La tempestad del mar fue pronta y pasajera. Un simbolismo no pide más; la realidad, sí.

La Iglesia avanza con lentitud, porque su existencia es larga se necesitan muchos años y a veces siglos para que una depresión se forme o llegue a su colmo.

Es una prueba de lo breve de nuestra vida que no abarca todo el movimiento; pero los veinte siglos de su historia están ahí para establecer, con hechos reproducidos sin cesar, la ley de sus victorias.

De este modo nuestra confianza encuentra su mérito en la obscuridad del presente, y en las claridades del pasado su apoyo.

Admiremos la conducta de Dios. Procuremos una confianza más entera, más firme… Tal confianza es muy razonable, y Dios la espera. Es bienhechora, y la paz es su fruto.

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Si la plena confianza trae la paz, no se lleva el dolor. ¿Cómo no padecer con la Iglesia, si la amamos de veras?

El dolor provoca la oración, se juntan las manos, las miradas van al Cielo, y sale de los labios el grito suplicante de los apóstoles: Sálvanos, que perecemos…

¡Oh! Sí, sin Vos, Jesús, pereceríamos.

Queréis salvarnos, pero queréis también que la oración os despierte en cierto modo y os haga violencia… Pero con fe y confianza… Sin temor, si es que determinas seguir durmiendo…

La oración es una de las condiciones del socorro. Dios así lo quiere y las cosas así lo piden: es una cooperación, aunque exigua, a su acción omnipotente.

Si se ruega poco por la Iglesia, es porque no sentimos sus pruebas con la misma viveza que las nuestras.

¡Dios mío! Que sus penas me sean muy sensibles y amargas y hasta, de algún modo, personales. Pues, ¿no es ella la barca que nos acoge contra los vientos de la incredulidad que desorientan las inteligencias, contra las ocasiones del mal que se multiplican en el mundo?

Pero la Iglesia es más que una barca, es una Madre; amémosla, defendámosla; profesémosle el amor que tenemos a Jesús.

&&&

También se levantan tormentas en el alma humana, ya por los sucesos…, ya por las tentaciones… ¿Hay que extrañarlo? ¿No es la vida un tiempo de prueba y el mundo un mar tempestuoso? ¿No es el alma una barquilla a merced de las olas?

¿Qué hacer cuando el viento de las tentaciones violentas persiga la frágil navecilla? ¿Qué hacer ante el choque de las enfurecidas olas que la ponen a punto de naufragar?

Como las tormentas, las tentaciones más fuertes pueden levantarse en la vida espiritual; pueden proceder del demonio, de ocasiones perturbadoras, del fondo mismo de la naturaleza…

¿Va a naufragar? Ahí está el abismo que se abre y la llama. ¿Qué va a suceder? ¿Qué hacer?

No desatinar. Guardarse del vértigo, apartar la mirada de esos horrores, fijarla en Jesús.

Jesús duerme en medio de las tentaciones. Si duerme, es que no teme, porque nos ama y nos considera fieles. Si permite la tormenta, es para hacernos aguerridos, para instruirnos y tal vez humillarnos…, siempre por nuestro bien.

Mientras tanto, no vacilemos, corramos a la proa de la barca en busca de Jesús. Su vista nos infundirá denuedo.

Si tememos cansarnos, si muchas veces hemos experimentado nuestra fragilidad, pidamos, con clamores salidos del fondo del alma, la gracia de las gracias: la gracia de orar siempre.

Si la oración está al nivel de lo que necesitamos, nuestra perseverancia es segura y cierta.

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¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Puesto en pie, mandará una vez más…, la última…, a los vientos y al mar que se apacigüen…

Y se seguirá la eterna bonanza…

P. Ceriani

SANTORAL 29 DE ENERO



29 de enero



SAN FRANCISCO DE SALES,
Obispo, Confesor y Doctor



Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón;
y hallaréis el reposo para vuestras almas.
(Mat. 11,29).

   Este santo ha sido la gloria de su siglo, el modelo de los hombres apostólicos y de los obispos, el doctor universal de la piedad y del amor de Dios. Su cuerpo en Annecy y su corazón en Lyon han obrado infinidad de milagros devolviendo la salud a los cuerpos; pero su espíritu, siempre vivo en sus libros, obra maravillas mucho más sorprendentes convirtiendo a los pecadores. Tan llena está su vida de nobles acciones, que es difícil resumirla; tan conocida de todos, por otra parte, que no es necesario referirla. Murió en Lyón en 1622.

  MEDITACIÓN
SOBRE EL CORAZÓN
DE SAN FRANCISCO DE SALES   

   I. El corazón de San Francisco de Sales ardía con el fuego del amor divino. Este amor le hizo emprender todo lo que juzgó apto para contribuir a la gloria de Dios y a la salvación del prójimo. Sus predicaciones, sus pláticas, sus libros, son pruebas de esta verdad. ¡Ah! si amases a Dios como él, te burlarías de las riquezas, de los placeres, de los honores, y no dejarías perder las ocasiones de incitar a los demás a amar al Señor. ¡Oh Dios que sois tan amable! ¿por qué sois tan poco amado? ¡Oh fuego que siempre ardéis, fuego que nunca os extinguís, abrasad mi corazón!

   II. El corazón del Santo sólo tenía dulzura y ternura para el prójimo; después de su muerte no se le encontró hiel en el cuerpo. Consolaba a los enfermos, daba limosna a los pobres, instruía a los ignorantes, y con su afabilidad trataba de que se le allegasen los pecadores, a fin de conducirlos enseguida al redil de Jesucristo.

   III. Ese corazón, en fin, que era todo amor para Dios y toda dulzura para el prójimo, trataba a su cuerpo como a enemigo; para domar sus pasiones no retrocedía ante mortificación alguna, ante sacrificio alguno. Examina la causa de tus penas, Y verás que provienen de las pasiones que no supiste domeñar. Aquél que ha vencido a sus pasiones adquirió una paz duradera.

La dulzura 
Rogad por la orden de la Visitación.

ORACIÓN

      Dios, que habéis querido que el bienaventurado Francisco de Sales, vuestro confesor Y pontífice, fue se todo para todos para salvar a las almas, difundid en nosotros la dulzura de vuestra caridad, y haced que, dirigidos por sus consejos y asistidos por sus méritos, lleguemos al gozo eterno.  Por N. S. J. C. Amén

sábado, 28 de enero de 2012

PENSAMIENTOS DE SAN JUAN DE LA CRUZ


NEGATIO
VII

La Mosca que a la miel se arrima impide su vuelo, y el alma que se quiere estar asida al sabor del espíritu, impide su libertad y contemplación.

No sólo los quienes temporales y gustos y deleites  corporales impiden y contradicen el camino de Dios,  más también los consuelos y deleites espirituales, si se tienen o se buscan con propiedad, estorban el camino de las virtudes.

La virtud no está en las aprehensiones y sentimientos de Dios, por subidos que sean, ni en nada de lo que este talle se puede sentir, sino  por el contrario, en lo que no se siente en sí, que es mucha humildad y desprecio de sí y de todas sus cosas muy formado en el alma.

Todas las visiones, revelaciones y sentimientos del cielo, por más que las estime el espiritual, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad, que no estima ni piensa bien de sus cosas, sino de las ajenas.

Las comunicaciones que verdaderamente son de Dios, esta propiedad tienen: que de una vez humillan y levantan al alma; porque en este camino el bajar es subir, y el subir es bajar.

Cuando las mercedes y comunicaciones son de Dios, dejan repugnancia en el alma a cosas de mayorías y de su propia excelencia, y en las cosas de humildad y bajeza le ponen más facilidad y prontitud.

Cuando son las mercedes y comunicaciones del demonio, en las cosas de más valor ponen facilidad y prontitud, y en las bajas, humildes repugnancia.

Si del ejercicio de negación hay falta, que es el total y la raíz de las virtudes, todas esotras maneras es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan muy altas consideraciones y comunicaciones.

Más estima Dios en ti el inclinarte a la sequedad y al padecer por su amor, que todas las consolaciones y visiones espirituales y meditaciones que puedas tener.

En todos los casos, por adversos que sean, antes nos habemos de alegrar que turbar, por no perder mayor bien, que es la paz y tranquilidad del alma.

Aunque todo se hunda y todas las cosas sucedan al revés, vano es turbarse, pues por esa turbación antes se dañan más que se aprovechan.

Llevarlo todo con esa cualidad pacífica, no sólo aprovecha al alma para muchos bienes, sino también para que en esas adversidades se acierte mejor a juzgar de ellas y ponerles remedio conveniente.

Nunca el hombre perdería la paz si olvidase noticias y dejase pensamientos, y se apartase de oír, ver y tratar cuanto buenamente pueda.

Olvidadas todas las cosas criadas, no hay quien perturbe la paz, ni quien mueva los apetitos que la perturban, pues como dice el proverbio, lo que  el ojo no ve el corazón no lo desea.

El alma inquieta y perturbada, que no está fundada en la mortificación de los apetitos y pasiones, no es capaz, en cuanto tal, del bien espiritual, el cual  no se imprime sino en el alma moderada y puesta en paz.