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lunes, 30 de enero de 2012

AMOR Y FELICIDAD




Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad





VII
Cómo tratarse durante las relaciones



Capítulo anterior, ver aquí

El amor no es un juego. Es un compromiso cuyo alcance es tan profundo que llega hasta lo más íntimo que hay en el hombre. Se abre, en efecto, sobre la eternidad a la que conduce, puesto que desemboca en la muerte; se abre también sobre la felicidad terrena a la que permite realizarse lo más totalmente posible. Esta sitúa el amor en su perspectiva verdadera e impone considerarlo, no como un juego entablado por dos jóvenes inconscientes, sino como un fenómeno de una importancia primordial.

Hemos señalado ya el verdadero sentido del amor y hemos dicho hasta qué punto los novios deben preocuparse de preparar en él su futura unidad. Esta preparación indispensable se realizará en el curso de los meses de relaciones que precedan al matrimonio. Por lo cual ese período, llamado del noviazgo, es, decisivo, puesto que permite a la pareja iniciar la unión interior que se expresará en una mutua comprensión. ¿Será necesario recordar aquí que el amor no puede vivir sin la comprensión? Por lo cual es indispensable para la felicidad y se presenta como una condición necesaria de ésta. Ahora bien, tal es precisamente el primer objetivo de las relaciones: iniciar la comprensión.

1. Tratarse para conocerse

¿Para qué, si no, un joven y una muchacha pasan juntos durante meses, algunas tardes cada semana? ¿Se trata simplemente de hacerse compañía? ¿De distraerse recíprocamente? ¿De acudir juntos a invitaciones? ¡Nada de eso! Las relaciones carecen de sentido si no se desenvuelven en un clima de descubrimiento. Descubrir al otro. Conocerle, traspasar su corteza, averiguar detrás de las apariencias la verdadera configuración de su personalidad, captar su valor profundo, aprender a adaptarse a sus reacciones, a intuir sus deseos; he aquí por qué deben ser siempre orientados. Además en este sentido son indispensables, porque si es cierto decir que el amor sigue al conocimiento, ¿cómo no ver que entre un joven y una muchacha los lazos del corazón serán tanto más sólidos, tanto más duraderos cuanto más profundo y más serio sea su conocimiento mutuo?

Si tantas parejas han conocido la amargura de la decepción, inmediatamente después de su matrimonio, no siempre era porque su unión estuviese mal armonizada. La mayoría de las veces es porque han omitido el tratarse seriamente. Quien emplea esos meses en mariposear, en retozar, en divertirse solamente, quien en lugar de inclinarse con avidez sobre el alma del otro, sobre su espíritu, sobre su persona, se limita a multiplicar las galanterías y a hacerse el apasionado, malogra sus relaciones. Y, por lo mismo, corre un gran riesgo de malograr su matrimonio. Esta historia es, por desgracia, corriente; los que la han vivido, lo han hecho inconscientemente y, después, han culpado al azar, al infortunio, a todo y a todos menos a ellos mismos.

No hay garantía más segura del amor que unas relaciones inteligentes. No hay relaciones inteligentes más que aquellas que implican, de una parte y de otra, una voluntad bien decidida de conocer mejor al otro para amarle mejor. En el umbral del noviazgo, una pareja que se trata ya desde hace unos meses debe ante todo preocuparse en saber cuál ha sido hasta ahora su orientación. Porque son fáciles las desviaciones y no es raro que después de haberse propuesto seguir un camino, se siga otro. Ahora bien, cualquier otro camino aleja del amor. Es preciso, por tanto, fijarse la siguiente finalidad con una energía tenaz y una conciencia constantemente alerta: conocer al otro.

De esta manera, colocarán los cimientos de su felicidad futura en un terreno sólido, cuidándose de no cultivar la planta de la ilusión. Unas relaciones seriamente llevadas no dejarán sitio alguno a las quimeras. Verdad es que hay algunas que subsistirán inevitablemente y, sin duda, no será esto un mal. Pero en conjunto, se despojará la pareja de todas las máscaras para llegar a la verdadera fisonomía de cada uno. Se conocerá al otro detrás de sus virtudes aparentes, sus defectos gentiles, y, bajo ciertas reacciones desconcertantes a primera vista, se sabrá encontrar lo que hay en él de constante y de más profundo. Para decirlo todo en pocas palabras, se descubrirá el carácter, el temperamento, el valor moral del otro. Se aprenderá a seguir en él la línea que traza una idea, desde el instante en que se la ve nacer hasta el momento en que reaparece bajo su forma definitiva. Llegará uno a ser capaz de prever sus reacciones ante tal o cual frase, ante tal o cual actitud, de modo que estará en condiciones de dirigir su propio comportamiento en concordancia con el del otro. Se sabrá pesar al futuro cónyuge según su verdadero peso, sin valorar con exceso sus cualidades, sin minimizar sus flaquezas, sin apartarse de su verdadero rostro para idolatrar dentro de sí una falsa imagen de él.

De no llegar a este punto de lucidez, las relaciones sólo serán un engaño, una puerta abierta al camino amargo de un falso amor y de una unión destinados a la ruptura. Es preciso, por tanto, afirmar en principio que las relaciones son esencialmente una etapa de descubrimiento que supone la atención: el querer conocer, el ejercicio constante del juicio, cierta capacidad de examen de conciencia. Sólo a este precio, las relaciones llegarán a ser una preparación eficaz para el matrimonio. De otro modo, no serán más que el preludio inconsciente de la desgracia. De todos los momentos de la vida en que hay que mantener los ojos bien abiertos, el de las relaciones es sin duda el más decisivo. Aprovechar este período para conocerse, para conocerse muy bien. ¿Parecerá tal vez extraño insistir tanto sobre lo que parece evidente? Es que esta evidencia, que todos consideran como una cosa que, en principio, habla por sí sola, sigue siendo, sin embargo, en la práctica, letra muerta, para muchos. ¡Cuántas parejas hay para quienes el noviazgo es un feliz intermedio entre dos etapas de vida! Procuran aprovechar hasta el máximo este intermedio pensando más en divertirse que en estudiarse recíprocamente, a fin de conocerse. Se dicen que más adelante, muy pronto incluso, surgirán las cargas dé la familia que no permitirán ya entregarse a la vida; y se esfuerzan en aprovechar lo más posible lo que les parecen ser sus últimos meses de libertad.

Esta mentalidad, mucho más difundida de lo que se cree, es una obra maestra de estupidez y de inconsciencia. Procediendo de ese modo se llega al matrimonio sin saber, lo que significa y sin conocer a la pareja con quien se contrae. Serán precisos unos cuantos meses de vida en común para descubrir con estupefacción que existe una incompatibilidad y que no estaban hechos bajo ningún aspecto para unirse. La situación se hace entonces bastante penosa porque no queda más que tomar una decisión poniendo a mal tiempo buena cara. Lo cual no siempre se consigue.

Evitar semejante atolladero es esencial. No se juega uno su vida, su felicidad, de una manera inconsciente. No se casa uno sin haber sondeado seriamente las posibilidades de acuerdo, sin haber juzgado, pesado sus probabilidades de éxito. Ahora bien, nadie emite un juicio seguro sino después de haber considerado, examinado, las cosas; después de haberlas confrontado juntas. Entonces es cuando se pronuncia afirmativa o negativamente, decretando que están acordes o desacordes.

En el matrimonio sucede lo mismo. La decisión que se adopte al pronunciar el «sí» que empeñará para siempre y que encadenará la libertad, deberá haber sida larga y seriamente preparada. Antes de entregarse recíprocamente el uno al otro, es preciso haber juzgado al otro, porque el «sí» matrimonial equivale a una afirmación; supone, en efecto, que se reconoce que existe compatibilidad entre ambos contrayentes. Ahora bien, este juicio es imposible de emitir si no se han demorado en conocerse y estudiarse.


La razón de ser de la época de noviazgo estriba en eso por completo. Se tratan ante todo para conocerse. Aunque también sea necesario aplicarse a ello cuidadosamente con simplicidad y confianza, es cierto, pero también con toda la perspicacia y la atención que se pueda desplegar. Por consiguiente, es de capital importancia aplicarse, ante todo, a observar. Observar al otro con sagacidad, en toda su conducta, en sus reacciones, en sus impulsos espontáneos, en sus actitudes más habituales, en sus efusiones repentinas que son a menudo tan reveladoras. Todo esto debe realizarse sin tensión, con serenidad y calma, pero debe realizarse, sin embargo. Para esto sirve el trato.

Conviene repetírselo a fin de penetrarse bien de este principio fundamental. Unas relaciones, para que no se conviertan en un juego infantil y ridículo, deben desarrollarse en un clima de descubrimiento. Llegar a conocer al otro tan perfectamente como sea posible a fin de no casarse a ciegas y de no empeñar estúpidamente su vida.

2. Conservar la serenidad

Para crear un clima semejante, hay que saber defenderse de sí mismo y no dejarse asombrar desde las primeras semanas. El amor está dotado de una virtud entusiasmante. Cuando dos jóvenes están enamorados uno de otro y perciben entre ellos los primeros chispazos del amor, es muy raro que no se sientan arrebatados por una euforia enardecedora. Hasta aquí, no hay nada anormal ni censurable. Que con las primeras certezas que uno tenga de ser amado se sienta henchido de alegría y lleno de esperanzas, ¿no es de lo más normal? Que no se «piense» tanto y que se «sienta» mucho, es éste un fenómeno totalmente espontáneo que no se puede más que señalar sin censurarlo. Tiene uno derecho a emplear la censura cuando se llega a cultivar ese estado de cosas para prolongarlo indebidamente y vivir en ese falso clima.
No hay que temer romper el encanto y volver a la tierra… lo antes posible. Porque por gracioso y confortante que sea un amor naciente, no por eso debe dejar de madurar o, si se prefiere, de hacerse adulto. Debe ser contrastado con la vida, no con los sueños, y el entusiasmo que le está permitido es el que nace de la realidad entrevista, más bien que el que sólo puede desarrollarse en un falso idealismo.

Diremos además, dentro de este orden de ideas, que se deben seguir dominando unos impulsos pasionales que pueden traer el riesgo de lanzar a una pareja juvenil en la terrible refriega de los deseos, negándole esa liberación y sin la cual no puede actuar la inteligencia. Cuando de una y otra parte (o aunque sea de una sola parte) se ve uno hostigado sin cesar por las exigencias ciegas de una carne que palpita forzosamente tan sólo al ritmo de lo inmediato, cuando está uno sumido en un hervidero de codicias siempre renacientes y cada vez más vivas, ¿cómo penetrar en el mundo interior del otro? Se fija uno sin más, en las apariencias, se juzga con toda inconsciencia, se ama en la periferia, y cuando llega el momento de comprometerse a amar, sin remisión, no se sabe a qué compromete esto, ni con quién se compromete.

Así pues, es preciso, a todo precio, conservar la serenidad. No significa ello que se ignoren o se desprecien los incidentes sentimentales del amor, sino que se situarán en su exacto lugar, que no es ni el primero ni el más importante. Conservar la serenidad, quiere decir que no se dejará uno arrastrar al azar por el entusiasmo de un amor nuevo y efusivo. Hay que tener cuidado, una vez concedido al sentimentalismo lo que tiene uno derecho a concederle, en detenerse para reflexionar. Se examinará entonces la situación en la que uno se encuentra, no a través del espejo imperfecto de su corazón, no a través del prisma de su carne insatisfecha, sino a través de la luz completamente límpida de una inteligencia que sabe formularse la pregunta: «¿Podemos ser felices juntos y en qué condiciones?».

El que no formule esta pregunta y responda a ella con sinceridad, sin paliativos, sin trampa, sin evasión, sin rodeo, no estará en condiciones de casarse. Este compromiso es demasiado serio, implica demasiadas consecuencias, para ser asumido con inconsciencia. Y también, para ser asumido con debilidad. Porque no hay nada más temible que la debilidad de los que no quieren ver, por temor a encontrarse expuestos a optar por la ruptura inmediata. El noviazgo sólo tiene validez en la medida en que se ha entablado estando dispuesto a… romperlo.

¿Qué quiere esto decir exactamente? Pues que no hay que admitir nunca, en amor, la fuerza de la costumbre, ni sufrir la esclavitud del qué dirán. Y tampoco la del temor a herir, si no hay otra manera de proceder. Algunos, en efecto, comprenden que no pueden contraer un enlace feliz, y, sin embargo, no tienen el valor de decir no, porque son demasiado blandos; no quieren causar al otro la pena inherente a tal retirada. Sin embargo, es evidente que más vale una pena pasajera, por aguda que sea, que un fracaso definitivo y una desdicha irreparable. Por eso debe uno defenderse contra esas falsas piedades que no son, en realidad, más que hijas de la cobardía.

Que esté uno en plena fuerza cuando llegue la época del noviazgo, y que se ligue al otro conforme a lo absoluto de un «sí» total, pronunciado con plena consciencia y sin reticencia alguna. Las relaciones sólo valdrán si del clima en que se hayan desarrollado permite este «sí». Un clima de calma, de ponderación, de mesura. Nada de arrebato irreflexivo cuya violencia arrastraría a unas promesas desatinadas y a compromisos inconsecuentes. Nada de respuestas dictadas por los imperativos pasionales. Nada de impulsos cuya impetuosidad no podría soportar el peso de la inteligencia. Conviene recordar que si el amor es un movimiento del corazón, no por ello deja de estar basado en la inteligencia en lo que respecta a unas promesas futuras. Ya hemos explicado ampliamente, y en este mismo sentido lo decimos aquí, que hay que saber «conservar la serenidad» a fin de entregar su vida con entero conocimiento a un amor viable y cierto.
¿Tal vez se sienta alguien tentado de protestar alegando que tal estado de espíritu despojaría a la juventud de todo su encanto, de su espontaneidad, de todo cuanto la hace alegre y grata? Semejante protesta sería, sin embargo, injustificada. No se trata, en efecto, de exigir de los novios que renuncien a divertirse como es propio de su edad. No se trata tampoco de pedirles una actitud circunspecta. Se trata simplemente de abogar por la lucidez. Que se diviertan tanto como quieran, pero que sepan mantenerse despiertos y no se dejen arrastrar por una loca embriaguez. El entusiasmo, la alegría de vivir, el ardor en lo que se hace, la confianza en el porvenir, todo esto, sí: ¡es la juventud misma! Y sería inadecuado querer prohibir a la juventud que sea lo que es. Pero la ligereza, la inconsciencia, el ensueño, la temeridad ciega, ¡no! Son éstos unos venenos que han hecho fenecer demasiados hogares y que han sumido en la desgracia amores que habrían llegado a ser maravillosos.

Conservar la serenidad, para que los corazones sean realmente fogosos, con una fogosidad que no desaparece con el paso de los días. Porque si el amor es comparable a un fuego, hay que recordar que puede haber fuego de paja o fuego de leña; a nuestra elección. Fuego de paja: la llama chisporrotea y se extingue. Fuego de leña: la llama se alimenta poco a poco y prepara una hoguera que conservará su calor hasta la mañana. Así, en el amor. No es ser enemigo del amor querer conservar la serenidad. Por el contrario, es ser su defensor. Los esposos más felices no son, sino muy rara vez, los que en la época de las relaciones se han contentado con los arrullos de su cariño. Los esposos más unidos, son siempre los que han aprovechado su noviazgo para juzgarse en su justo valor. Y así han llegado a estimarse profundamente; y de esta estimación recíproca vive su amor.

Los novios más apasionados se convierten a menudo en esposos fríos. Los novios más sosegados preparan con frecuencia un hogar en donde un amor efusivo se asentará de una manera estable. Reteniendo esta lección que los hechos corroboran se podrá pedir a los novios que conserven la serenidad. Sólo entonces cultivarán su amor como debe ser y se prepararán a un matrimonio sensato y reflexivo. Se casarán con conocimiento de causa, sabiendo cómo pueden enriquecerse recíprocamente, qué es lo que no podrán dar-se, y aquello con que pueden contar.

3. No crear un clima artificial

Para emitir, en este sentido, un juicio sano y verdadero, hay que procurar no crear un clima ficticio. La artificialidad es uno de los peligros más temibles. Es exponerse a un error de juicio establecer un ritmo de frecuentación que sustraiga al novio o a la novia de su medio propio. Los hay que se ven así: van en coche, se detienen un momento en el hogar —apenas el tiempo de saludar a los padres— recogen a la muchacha y vuelven a partir en seguida hacia otro objetivo: cine, club, montaña. Ambos se separan entonces del medio normal y se crea un ambiente en el cual pierden contacto con la realidad. El peligro de este modo de proceder estriba en condenar a los novios a vivir en la ilusión. Pasados unos meses, cuando entren en la vida en común, no vivirán en el cine, ni tampoco en el club nocturno, ni en la montaña. Vivirán en un hogar muy sencillo, la mujer desplegando sus dotes de ama de casa, el hombre aportando allí su buen sentido y su amor al hogar. Si es así el cuadro normal de evolución de la pareja casada, así debe ser también el cuadro normal de las relaciones. Estas, deben, por consiguiente, hacerse en el hogar mismo.

En el hogar de la muchacha, primero. El novio podrá observar allí a su futura esposa en su papel por anticipado. Lo que sea ella en su casa, lo será en su futuro hogar. Si él la encuentra por entonces agria, sin interés, torpe, desdeñosa ante los trabajos hogareños, soñadora, siempre en acecho una reivindicación o de una protesta, así será el día de mañana. Si por el contrario la encuentra valiente, activa y hábil en los trabajos caseros, llena de animación y de buen humor, si la encuentra capaz de vivir en su casa alegre y serena, así será ella mañana en su propio hogar.

Y esto se aplica en los dos sentidos. El joven debe, a su vez, permitir a la muchacha que le vea evolucionar en su medio familiar. Si, observándole, le ve ella desaliñado e indolente, violento y grosero, impaciente y exigente, sabrá que él será así cuando vivan juntos. De igual modo si le ve amable con sus padres, lleno de delicadeza y de solicitud con su madre, cordial con sus hermanas, afable con todos los suyos, puede ella estar segura de que será así el día de mañana.

Esta regla es importante, porque siguiéndola se podrá levantar el telón de las actitudes artificiales y bosquejar, tras la fachada de las atenciones, toda la red de costumbres que caracterizan una personalidad. No es, en verdad, frecuentando los cines dos o tres veces por semana, agazapándose en la oscuridad para entregarse a unos sueños, la mayoría de las veces estúpidos y ridículos sugeridos por la pantalla, como se prepara uno a entrar en la vida en común. Es viendo cómo evoluciona el otro en la vida real, observándole cuando se despoja de toda cohibición y se desenvuelve con plena naturalidad, mostrándose espontáneamente bajo su verdadero aspecto, como se prepara el futuro.

Importa también saber cómo es juzgado el otro por quienes le rodean. Desde hace años los padres, hermanos, hermanas viven juntos; han tenido ocasión de estudiar las constantes más hondas de la personalidad del hijo o de la hija. Escuchando discretamente, el novio podrá descubrir lo que es su novia a través del juicio, por lo general bastante justo, que sus íntimos forman de ella; y recíprocamente.

Captar así, a lo vivo, el comportamiento del otro es de primerísima necesidad, porque no hay nada más revelador que esta experiencia. Tanto más cuanto que permitirá al mismo tiempo saber en qué medio familiar el futuro cónyuge ha llegado a ser lo que es. Los recientes adelantos de la psicología y de la psiquiatría han subrayado suficientemente el aspecto decisivo de la influencia familiar sobre la constitución de la personalidad para que se sepa que volviendo a situar los novios en su medio habitual, se les une a su origen mismo. Por eso resulta prácticamente imposible no ser uno mismo cuando retorna a su casa. Los desdoblamientos se hacen difíciles cuando hay que mantenerlos ante aquellos a quienes se les debe el ser como uno es, y con quienes se vive a diario.

Con miras a una comprensión profunda del otro, este conocimiento del medio familiar y de las reacciones que suscita, no puede ser más importante. Allí se sabrá por qué el joven ha evolucionado en un sentido más que en otro, por qué la muchacha se ha hecho esto en vez de aquello; allí se descubrirá el camino seguido por cada uno en la elaboración de su personalidad, y al mismo tiempo, se sabrá lo que debe decirse y lo que no debe decirse, lo que conviene hacer y lo que es preferible no hacer, las actitudes susceptibles de ayudar o de perjudicar la expansión del otro. Sin contar, además, que así se establecerá contacto con los futuros padres políticos. Sería superfluo insistir sobre la importancia de las relaciones entre jóvenes esposos y suegros. Las dificultades tan célebres que oponen a menudo unos a otros, no son solamente tema para fáciles bromas. Son, por desgracia, una realidad. «Quien se casa adquiere una familia». Ciertamente, no hay que exagerar, haciendo creer que con el marido o con la mujer, se casa uno con toda la familia. No se casa uno con ésta, pero pasa a ser parte integrante de ella. Lo cual supone que se ha aprendido también a conocerla y a adaptarse a ella.

Tal adaptación no se realizará por el simple hecho del matrimonio. Este instituye de derecho al nuevo cónyuge miembro de la familia del otro. Queda la cuestión de hecho que es, sin duda, la más importante. Con arreglo a las circunstancias concretas que rodean tal acontecimiento, el cónyuge ¿aceptará que esa familia sea ahora la suya? Por otro lado, la familia ¿va a dispensar una acogida cordial al recién llegado o va a cerrarse a él? A fin de responder a esta pregunta se debe frecuentar el medio familiar lo más posible. Cada cual deberá entonces esforzarse para no dejarse dominar por unos prejuicios antipáticos. No se trata de conceder un diploma de alta perfección a la familia del otro, pero aquí también (¡siempre se vuelve a lo mismo!) se trata de comprender, para poder, luego, amar. Porque bajo pena de dejar infiltrarse entre ellos un veneno que, no por estar disimulado y por pasar desapercibido, será menos nefasto, los jóvenes esposos tienen el deber de querer a sus padres políticos. Ahora bien, ¿cómo llegar a quererlos sin aprender a conocerlos? ¡Cuántos conflictos se evitarían si, desde el período del noviazgo, supieran, tanto el joven como la muchacha, percibir claramente esta dificultad y prevenirla! Pueden existir circunstancias que separen a los esposos de su familia política, pero si esto se produce —y es caso excepcional— que se sepa al menos desde el período de las relaciones, a fin de evitar, después, dar pasos en falso que comprometerían el equilibrio del hogar.

Será, pues, el afán de adherirse a la vida concreta sin dejarse llevar sobre las alas siempre peligrosas del idealismo, lo que obligará a frecuentar, primeramente y ante todo, el medio familiar.

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