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domingo, 4 de diciembre de 2011

SERMÓN PARA LA DOMÍNICA SEGUNDA DE PENTECOSTÉS

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO



Y habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió a dos de sus discípulos, y le dijo: ¿Eres Tú el que has de venir o esperamos a otro? Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y anunciad a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados, y bienaventurado el que no fuere escandalizado en Mí.

Después que se marcharon ellos, comenzó Jesús a hablar a las turbas acerca de Juan. ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿A una caña agitada por el viento? ¿A un hombre vestido de ropas delicadas? Mirad, los que visten ropas delicadas están en las casas de los reyes; pero ¿qué fuisteis a ver? ¿A un Profeta? Aun os digo y más que a un Profeta, porque éste es de quien está escrito: Mira: Yo envío a un ángel mío ante tu rostro, y éste preparará tu camino delante de ti.

Debemos preguntarnos, ¿por qué San Juan Bautista, Profeta y más que Profeta, que había señalado al Señor cuando venía al bautismo, diciendo: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo, envía desde la cárcel a sus discípulos a preguntar: ¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?, como si no supiera quién era al que había él mismo designado y como si no conociese a quien había él mismo proclamado en las profecías, en el bautismo y en la presentación que él mismo hizo.

Algunos piensan que Juan no creyó que había de morir Aquel cuya venida tenía anunciada.

Pero no era esto posible, porque no ignoraba el Bautista esta circunstancia que él mismo había profetizado, cuando dijo He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pues llamándole Cordero publica su muerte, porque había de quitar el pecado mediante su Cruz.

Afirma San Juan desde las orillas del Jordán que Jesús es el Redentor del mundo, y luego, desde la cárcel, manda preguntar si Él mismo vendrá, no porque tuviera dudas de que fuera el Redentor del mundo, sino que envía a sus discípulos a Cristo con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes del Mesías, creyesen en Él y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen.

Mientras Juan estuvo con los suyos, les hablaba continuamente de todo lo relativo al Cristo, esto es, les recomendaba la fe en Jesucristo; y cuando estuvo próximo a la muerte, aumentaba su celo, porque no quería dejar a sus discípulos ni el más insignificante error y ni que estuvieran separados del Mesías, a quien procuró desde el principio llevar a los suyos.

Y si les hubiese dicho: marchaos a Él porque es mejor que yo, ciertamente no los hubiera convencido, porque hubieran creído que lo decía por un sentimiento propio de su humildad y de esta manera se hubiesen adherido más a él.

¿Qué hizo, pues? Espera oír de ellos mismos los milagros que hizo Jesús. No manda a todos, sino solamente a los dos que él creía eran los más a propósito para convencer a los demás, para evitar toda sospecha y para juzgar con los datos positivos la diferencia inmensa entre él y Jesús, a fin de que comprendiesen que no era distinto de Aquel a quien él les había predicado y para que la autoridad de sus palabras fuese revelada con las obras de Cristo, y para que no esperasen otro Cristo distinto de Aquel de quien dan testimonio sus propias obras.

Jesús, conociendo las intenciones de Juan no dijo: Yo soy, porque esto hubiera sido oponer una nueva dificultad a los que le oían; hubieran pensado lo que dijeron los judíos: Tú das testimonio de Ti mismo por Ti mismo.

Por esa razón los instruye con los milagros y con una doctrina incontestable y muy clara, porque el testimonio de las realidades tiene más fuerza que el de las palabras.

Jesucristo es, pues, el que había de venir… y no debemos esperamos a otro…

Vino; cumplió con su misión; regresó al Padre; y desde allí ha de volver para juzgar a los vivos y a los muertos…

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En este Segundo Domingo de Adviento, contemplemos la Encarnación del Verbo y al mismo Verbo Encarnado.

Consideremos primero el decreto que hizo Dios Nuestro Señor en su eternidad de remediar el linaje humano; ponderando las causas que le movieron a ello, unas de parte de su infinita misericordia, y otras de parte de nuestra miseria.

Habiendo Nuestro Señor creado dos suertes de criaturas a su imagen y semejanza para que le sirviesen y alabasen, es a saber, Ángeles y hombres; y habiendo visto que gran parte de los ángeles pecaron y también los hombres, determinó mostrar la terribilidad de su justicia rigurosa en castigar a los ángeles, pero con los hombres quiso mostrar las riquezas de su misericordia infinita, determinándose a redimirlos y sacarlos de las miserias en que habían caído.

Entre las causas que movieron a la divina misericordia para compadecerse de nuestra miseria, una fue porque Adán, con su pecado, no solamente hizo daño a sí mismo, sino también a todos sus descendientes; los cuales habían de nacer pecadores, condenados a muerte y cárcel eterna, incurriendo en estos daños no por su propia voluntad personal, sino por la que tuvieron en su primer padre.

Y como Dios es tan misericordioso, no pudo sufrir su clemencia que toda su obra pereciese sin remedio por culpa de uno, y que todo este mundo visible, que había sido creado para el hombre, quedase frustrado de su fin, sirviendo al pecador; por lo cual se determinó a remediarle.

Otra causa fue porque el hombre pecó siendo tentado e inducido del demonio, parte por envidia que tuvo de su bien, parte por la rabia que tenía contra Dios, deseando vengarse del Criador en la criatura que de Él era tan favorecida y en quien estaba su divina imagen estampada.

Por esto el mismo Dios, movido a compasión, quiso tomar por suya la causa del hombre, determinándose a remediarle, porque su enemigo no quedase para siempre victorioso. Y así, le dijo: Yo pondré enemistad entre ti y la Mujer, y entre tus descendientes y los suyos, y Ella te quebrantará la cabeza, venciendo a quien les venció.

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De este modo, la Santísima Trinidad decretó que la Segunda Persona, que es el Hijo de Dios, se hiciese hombre para redimir al linaje humano.

En efecto, viendo en su eternidad muchos remedios que tenía para remediar a los hombres, no quiso escoger el medio más fácil ni el menos perfecto, ni encargar esta obra a otro, sino que escogió el mejor medio que era posible, determinando que el Hijo de Dios se hiciese hombre para remediar a los hombres.

De suerte que no pudo darnos mejor remediador, ni más poderoso remedio, ni más copiosa redención, queriendo que, donde abundó el delito, abundase infinitamente más la gracia.

En esta obra de la Encarnación pretendió juntamente Dios Nuestro Señor descubrirnos la infinita excelencia de todas las perfecciones y virtudes, empleándolas con la suma perfección que era posible en grandísimo provecho nuestro.

Mostró su infinita Bondad en comunicarse a Sí mismo con la mayor comunicación que podía, dando su ser personal a una naturaleza humana, y emparentando de esta manera con todo el linaje de los hombres.

Mostró su Caridad en unir consigo esta naturaleza con tan estrecha unión, que uno mismo fuese hombre y Dios, para que todos los hombres fuesen una cosa con Dios por unión de amor, dándoles liberalmente y gratuitamente la cosa que más amaba y estimaba, y con ella todas las demás cosas.

Mostró su infinita Misericordia, hermanándola maravillosamente con la justicia, porque no pudo ser mayor misericordia que venir personalmente Dios a remediar nuestras miserias.

Ni pudo ser mayor Justicia que pagar el mismo Dios Humanado nuestra propia, deuda, pasando por la pena de muerte que mereció nuestra culpa; ni pudo ser mayor hermandad que aplicar a los demás hombres por misericordia la paga que Dios hombre mereció de justicia.

Mostró su inmensa Sabiduría en inventar la manera de juntar cosas tan distintas como son Dios y hombre, eterno y temporal, impasible y pasible, y en dar traza para desatar el nudo dificilísimo de nuestras culpas, perdonándolas la divina misericordia sin perjuicio de la justicia.

La Omnipotencia mostró en hacer por el hombre lo sumo que podía.

Mostró, finalmente, su Santidad y todas sus virtudes, imprimiéndolas en Dios Humanado para que fuese dechado visible de todas, animándonos con su ejemplo a imitarlas, y ayudándonos con su gracia a procurarlas, sin que haya quien pueda excusarse de ello.

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Debemos ir más lejos, y hemos de elevarnos a considerar la infinita grandeza del don que Dios dio al mundo, que fue su Hijo unigénito.

El amor de Dios no es amor de solas palabras y buenas razones, sino amor de obras, haciendo bien a los que ama; y cuanto más ama, tantos mayores bienes da al amado.

De aquí que, para mostrar la infinita grandeza de su amor, nos dio la cosa más preciosa que podía darnos, que es su mismo Hijo; queriendo se hiciese hombre con nosotros, para que dentro de un hombre morase la plenitud de Dios, de la cual todos participasen.

Por eso, Cristo Nuestro Señor, queriendo engrandecer la grandeza del divino amor, dijo: Así amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo unigénito, como quien dice: No pudo amarle más que en darle a su Hijo, y no cualquiera, sino el Hijo natural, el unigénito y solo.

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¿Y con qué fin Dios dio al mundo este Hijo unigénito? El Hijo de Dios vino al mundo para salvarlo con una perfectísima salvación, la cual consiste en dos cosas:

La primera, en quitarle todas las cosas que son causa de que perezca y se condene, perdonándole los pecados, librándole de la esclavitud del demonio y de la cárcel eterna del infierno, así como de todas las demás miserias que andan anejas con la culpa y son causa de volver a ella.

La segunda, en darle la vida de la gracia, con todas las virtudes sobrenaturales que la acompañan, y después la vida eterna bienaventurada.

De todo esto se desprende que las causas y motivos de la Encarnación pueden reducirse a tres órdenes, encadenados entre sí: uno de parte de las divinas perfecciones, para manifestarlas; otro de parte de nuestras miserias, para remediarlas, y el tercero de parte de las riquezas sobrenaturales de gracia y gloria, para comunicarlas.

De estas tres cosas hemos de tejer una fortísima cuerda de tres cordeles, con que atarnos fuertemente con el Verbo divino Encarnado, uniéndonos con Él con perfecto amor, pues tantos motivos tenemos para amarle cuantas son las divinas perfecciones que nos descubrió, y las miserias de que nos libró, y las gracias y virtudes que nos mereció.

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Consideremos, finalmente, un punto muy instructivo.

Tres tiempos pudo escoger Dios Nuestro Señor para ejecutar el decreto de su Encarnación:

El primero fue al principio del mundo, luego que Adán pecó.

El segundo, al medio de su duración, que el Profeta Habacuc llama en medio de los años.

El tercero, cerca del fin.

Pero la divina Sabiduría escogió el primer tiempo para prometer este misterio en cuanto remedio del pecado; el segundo, para ejecutarle, y todo lo restante, para recoger los copiosos frutos que de él habían de nacer, ordenándolo así para nuestro bien por las causas que hemos de meditar.

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Luego que Adán y Eva pecaron, quiso Dios revelarles el misterio de su Encarnación en remedio de su pecado y de las penas que por él habían merecido, para mostrar en esto la grandeza de su caridad y misericordia con los hombres.

Esta resplandeció en que, viniendo como juez a tomar cuenta a Adán y Eva de su desobediencia y a declararles la sentencia de muerte en que habían incurrido por ella, juntamente, como Padre misericordioso, les promete, no sólo hacerse hombre por ellos, sino morir por librarles de la muerte.

Por este medio pretendió que, con la fe de este Remediador, no desconfiasen de la divina misericordia ni del perdón de su pecado, sino que luego le procurasen con la penitencia, doliéndose de haber ofendido a quien tanto amor les mostraba.

De suerte que, cuando Dios echaba a nuestros primeros padres y a todos sus descendientes del Paraíso Terrenal, entonces les promete quien les abriría las puertas del Paraíso Celestial; y cuando les carga de maldiciones por la culpa, les ofrece el Autor de todas las bendiciones celestiales; y cuando están vencidos del demonio, les asegura que nacerá de ellos un hombre que les librará de su tiranía.

Hemos de ponderar la infinita misericordia de Dios en no dilatar esta promesa de nuestro remedio muchos días, ni aun horas, sino en el mismo día que pecó Adán vino a darle aviso de su yerro y de su remedio, porque desea grandemente que el pecador no se detenga ni un solo día en su pecado, por el grande daño que de ello le resulta, sino que luego se convierta y haga penitencia.

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Digno es de considerar la conveniencia del tiempo que Dios escogió para ejecutar el decreto de su Encarnación, a fin de que campease más su infinita misericordia.

Para esto hemos de mirar el estado en que estaba el mundo cuando Dios vino a remediarle… ¡Cómo había llegado al abismo de las maldades!

Los gentiles habían crecido tanto en las idolatrías, que se hacían adorar como dioses. Los judíos estaban llenos de hipocresía, avaricias, ambiciones y otros innumerables pecados. La tierra toda estaba anegada en un diluvio de inmundicias y carnalidades, alcanzándose, como dice Oseas, una ola de sangre a otra.

Todo esto estaba mirando Dios desde su Cielo, sin que se le encubriese nada; y aunque tanta muchedumbre de pecados le provocaba a grande saña, no fueron parte para que dilatase su determinación.

Antes bien, este Dios misericordiosísimo, cuando había de mostrar más la ira, se acordó de hacernos mayor misericordia, y en lugar de anegar otra vez el mundo con otro diluvio, o abrasarle con fuego, como a Sodoma, quiere anegarle con abundancia de misericordias, y abrasarle con el fuego de su amor, dándole su propio Hijo para que le remedie.

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Finalmente, debemos preguntarnos por qué Nuestro Señor dilató tantos millares de años su venida al mundo.

La primera es para que en este tiempo los hombres, por la experiencia de sus innumerables y gravísimos pecados, conociesen la extrema necesidad que tenían de su Remediador. El cual, como venía del Cielo para médico de nuestras dolencias, aguardó a que creciesen y se manifestasen para que también se manifestase su infinita sabiduría y omnipotencia en curar tan graves enfermedades con tan proporcionados remedios.

Por esta causa, cuando la soberbia creció tanto en el mundo que el hombre quería usurpar la grandeza de Dios, quiso Dios tomar forma de hombre para curar tan abominable soberbia con tan profunda humildad.

Y cuando hervía la codicia de riquezas, honras y regalos, entonces quiere Dios vestirse de pobreza, desprecios y dolores para curar tan encendida codicia de bienes temporales con tan encendido despreció de ellos.

La segunda causa de esta dilación fue porque quiere Nuestro Señor que sus dones, especialmente cuando son muy grandes, sean estimados, pedidos y solicitados con oraciones y gemidos, como lo hicieron todo este tiempo los Padres que estaban en el limbo y los justos que vivían en la tierra.

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En este Santo Tiempo de Adviento, apliquemos todas estas enseñanzas a la Segunda Venida de Jesucristo, a su Parusía, a la cual nos prepara la Santa Iglesia por medio de su Liturgia.

¡Oh Médico Soberano!, gracias te damos por haber venido en tales coyunturas a curar nuestras enfermedades con tan preciosas medicinas. Mira, Señor, que han crecido mucho nuestras llagas; no dilates más el remediarlas, para que se descubra en nosotros la grandeza de tus misericordias.

Como dice San Pablo: todo cuanto fue escrito por Dios en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra; para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.


P. Ceriani

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