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lunes, 5 de diciembre de 2011

DE LOS MOTIVOS DE SANTIFICAR EL ADVIENTO


Muévenos a santificar el Adviento las razones más poderosas, en primer lugar de nuestro más importante interés espiritual; en segundo de obligación y gratitud a nuestro Dios y Redentor; y en tercero de obediencia al precepto e intimaciones de la Iglesia. Menospreciar el tiempo de salvación es una insensibilidad supina de nuestro más ventajoso bien espiritual, el Misterio de la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios es origen y causa de todas las bendiciones celestiales y Gracias que podemos recibir y esperar. Por Él debemos ser levantados del pecado, y recibir fuerza con que domar las pasiones, y triunfar de todos nuestros enemigos por Él somos enriquecidos con las gracias más preciosas, y exaltados a la dignidad de hijos de Dios. El libertarnos de la esclavitud del Dominio, y de las inexplicables miserias y daños del pecado, en cuyo reato vamos cada vez sumergiéndonos más condenados a ser masa de corrupción eterna, el ser purificados de toda impureza y escoria, adornados de todas las gracias, y por la misericordiosa adopción de Dios ser hechos hijos de Él y herederos de su Reino son unas ventajas tan inmensas, que no podremos pararnos a considerar circunstancia alguna de ellas sin salir fuera de nosotros en raptos de admiración, adoración, y alabanza. Mucho menos podríamos pesar el precio inmenso de nuestra redención, ni contemplar el modo maravilloso con que fue hecha, sin sentirnos penetrados de los misterios más incomprensibles de la Divina misericordia. Aunque no somos capaces de hacer el justo aprecio del tesoro ilimitado de gracias tan sublimes como las que este misterio nos ha obtenido, y nos ofrece diariamente a lo menos no hemos de ser tan insensibles que no hayamos de arder en un deseo vivo de obtener tan preciosas y abundantes gracias como ha granjeado para nosotros, de muchas de las cuales podemos aposesionarnos en esta presente vida, y habilitarnos con justo título para otras mayores. “Dios que es rico en misericordias, por el grande amor con que nos amó cuando estábamos muertos en el pecado, nos ha despertado juntamente con Cristo, y nos ha resucitado a un tiempo, y nos hizo sentar en los sitios celestiales con Cristo Jesús.[1]

Las fuentes de estas gracias nos están francas en todos tiempos; pero las festividades en que hacemos especial conmemoración de los Misterios principales de nuestra Redención, son de un modo particular días felices de salvación, en que se prodigan con más liberalidad y abundancia todos sus tesoros. En estos días la Iglesia entera con un corazón y un espíritu presenta a Dios los homenajes y sacrificios más fervorosos de adoración y alabanza, y junta los sufragios, suspiros, y lágrimas para moverle a renovar en sus siervos las maravillas de sus misericordias. En estas festividades se muestra más propicio y favorable para recibir súplicas, y producir en nuestras almas los abundantes frutos de sus mayores misterios: Cristo vino con su nacimiento a comunicarnos en lo posible todo el tesoro de su Divinidad: pero no podemos esperar que nos haga partícipes de sus dones sin presentarnos dispuestos y preparados dignamente a recibirles. Para nosotros nació, y nos ofrece todas las gracias sin límite con que vino a enriquecernos; nos le debemos representar como nacido para nosotros visiblemente en Jerusalén, y como viniendo de una manera invisible, ó en espíritu a comunicarnos ahora todos los efectos gloriosos y frutos de su Encarnación y Nacimiento: las disposiciones que en nuestra alma encuentre serán la medida de la gracia, que nos comunicará su misericordia por los méritos de este Misterio. El Tesoro es infinito, y el Señor arde en deseos infinitos, y en un amor que lo es tanto como Él mismo, por comunicarnos con liberalidad ilimitada todas las riquezas de la gracia. No tenemos que temer que llegue a quedar exhausta su bondad, ni seca la fuente de donde dimanan, porque ambas son infinitas: cuanto más de ellas recibamos más dispuestos quedamos a recibir mayores porciones; y más agradables seremos a la vista del Señor que las reparte. ¿Qué incentivo no es este para prepararnos con fervor a recibir y granjear ventajas tan grandes? Cuanto más abramos nuestros corazones para recibirlas más se irá extendiendo el ardor de nuestros deseos. Estas gracias no son menos que todos los dones incomprensibles de la Divina Misericordia, Redención, Gracia, y Gloria. Aquella que cura las heridas más profundas, y es el complemento de todos los deseos de nuestra alma, que limpia las manchas de todos nuestros pecados, trastorna la sentencia de nuestra condenación, y nos rescata de la esclavitud del Demonio, y de los tormentos del Infierno: aquella gracia que nos trae el triunfo sobre todas nuestras pasiones y enemigos, forma en nuestras almas la Imagen santa y gloriosa de Jesucristo, y nos colma de las plenitudes de su Divino Espíritu: aquella gracia con que somos llamados, y hechos realmente hijos de Dios, compañeros de los Ángeles y bienaventurados, herederos de la gloria eterna, y coherederos con Cristo. ¿Podríamos levantar nuestros deseos a mayor altura que a las de tan inestimables privilegios? ¿Podemos ni aun formar una leve idea de las circunstancias de ellos? ¿Cuáles no deben ser los raptos de nuestra alegría y admiración al verlo, y al pensarlo: cuál el fervor de nuestra devoción en pedirles, y el ardor de nuestros deseos por obtenerles? Pero ¡ah! Que vino a nosotros, y nosotros no le recibimos, como sucedió cuando nació entre los ingratos de su pueblo[2]; aquella misma ceguedad e insensatez Judaica lamentamos en nuestros días entre los Cristianos.


San Bernardo de Claraval
Nota San Bernardo[3], que debemos distinguir tres Venidas de Cristo: la primera por la que se nos manifestó en carne mortal; la segunda por la que entra invisiblemente en nuestras almas, a habitar en nosotros por su gracia y su espíritu, naciendo de este modo en nosotros espiritualmente; y la tercera cuando venga con todo su poder y majestad a juzgar perentoriamente al mundo. Las incomparables ventajas que sacamos, y esperamos sacar de su primera venida, y nuestra seguridad y dicha en la última de que hemos hablado, dependen del modo de recibirle en su segunda venida, con la que toma posesión, y habita en espíritu en nuestros corazones. Es pues, de la mayor importancia y necesidad que convidemos a nuestros pechos a Cristo, para que Él sujete nuestros afectos y potencias al Imperio de su amor santo. ¡Oh! Dichos aquel, exclama San Bernardo[4], en quien tu estableces tu morada. Oh Señor, feliz aquel en quien la Divina Sabiduría preparó su Tabernáculo. En estas almas destruye Él mismo el Imperio del pecado, se apodera de sus afectos, y reina soberanamente a ellos: no hay deseo, potencia, ni sentido que no se mueva por solo su Espíritu, y que no obedezca a su santa voluntad. Con que registremos nuestros corazones nos hallaremos a una distancia inmensa de este estado feliz, y podremos temer con razón que Cristo no haya nacido espiritualmente en nosotros; ó cuando mucho habrá sido en nuestros corazones muy débil a e imperfecto su espiritual nacimiento. Cristo viene a visitarnos, dice San Bernardo, pero si no le recibimos en nuestras almas, viene contra nosotros, y para nuestra condenación.[5] En vano es que naciese para nosotros si no ha nacido en nosotros espiritualmente: hacemos en este caso abortivos los efectos y designios de amor y misericordia que tuvo en su primer nacimiento, y vendrá en el último día, no a coronarnos, sino a condenarnos: temblemos pues a vista de nuestra pasada ingratitud. ¿Cuántas venidas no tenemos ya perdidas? Pues otros tantos llamamientos de su Misericordia están pidiendo justicia y venganza contra nosotros. Enmiende nuestro fervor en el Adviento las pasadas negligencias, y desechemos la pereza después de tanto tiempo perdido, después de menospreciados tantos llamamientos, tantas gracias abusadas, después de tan repetidas infidencias, podemos todavía reconciliarnos, y ser todavía del dichoso número de que se dijo: “a cuantos le recibieron les ha dado poder para hacerse hijos de Dios”.[6] Seremos enteramente insensibles sino aspiramos a esta elevada, tan necesaria gracia, y esencial felicidad, temiendo el riesgo más leve de perderla. El fervor de esta disposición se manifestará por el ahínco con que busquemos los medios de prepararnos en el tiempo santo del Advenimiento.  


Aunque no se atendiese tanto, como se atiende, nuestra alegría espiritual, y nuestro único interés, y felicidad en hacer este tiempo de Adviento días de santificación, nos debería excitar a su fervor poderosísimamente la deuda, el amor, y la gratitud a Dios: motivos que pesan más que todos los demás en un alma generosa. El Dios omnipotente, cuya presencia no podría sufrir toda la creación, si se manifestase en la inmensa, e incomprensible gloria de su Majestad, ante quien según las expresiones del Profeta, temblarían los montes, el sol retiraría su luz, la tierra huiría, y la naturaleza se reduciría a la Nada: aquel Dios inmortal deja el Trono de su gloria, se reviste de nuestra flaqueza, y bajando infinitamente de su grandeza, se humilla, se anonada hasta el extremo de parecer como la más abatida de sus criaturas, solo por dar luz a nuestra obscuridad, librarnos de las garras de nuestra eterna muerte, sacarnos del abismo de nuestras miserias, exaltarnos al Trono de su gloria, y enriquecernos con los dones de su Divinidad. ¿Y podremos todavía permanecer sumergidos en las escorias de la tierra, tan insensibles y tan ingratos que no prestemos la más leve atención a tanta Misericordia, ni a la presencia de Majestad tan adorable? ¿No rebosan nuestros corazones amor, gratitud, y pasmo a vista de misterio tan portentoso, y de una condescendencia y bondad tan inefables de un Dios tan grande y misericordioso? No arden nuestras almas en el fuego de unos deseos vivos de salir a recibirle, de hacerle centro de nuestros homenajes, de ofrecernos a Él en recompensa de haberse ofrecido a nosotros, y de prepararle en nuestros corazones el mejor hospedaje de que seamos capaces, que es el que el Señor viene a buscar? Si un Rey de la tierra viniese a honrarnos con su visita, ¿qué medios, qué artes, que esmeros no emplearíamos por limpiar de toda hediondez, e indecencia nuestras casas, corrigiendo cualquier deformidad, y adornando con toda especie de primores su hospedaje, o habitación: qué cuidado no pondríamos en que no hubiese en nuestro hogar cosa que pudiera ofenderle, ni disgustarle, en que nada faltase que pudiera deleitarle y darle gusto, y que manifestase el aprecio que hacíamos de favor tan grande? ¿Y qué ofensa tan irremisible no sería descuidar en esta preparación? Con razón perderíamos toda su gracia y valimiento, y cuanto podíamos prometernos de su presencia, y con nuestro menosprecio incurriríamos justamente en su grande indignación. El pecado, el apego mundano de nuestro corazón, y la esclavitud a nuestras pasiones desordenadas, son una abominación a la vista del Señor, e incompatibles con su Divina presencia: los ornatos de las virtudes son los atractivos que le convidan a nuestras almas, y quien hace que habite en ellas: si somos negligentes en remover los impedimentos, y en prepararle bien el hospedaje para recibirle, le cerramos nuestros corazones; y una insensibilidad, e indiferencia tan criminales helarán un corazón como el suyo que se abrasa en amor por nosotros, que arde en compasión por nuestras miserias, y que se exhala en deseos ardientes de darse a sí mismo, todo entero, por coronarnos de las infinitas misericordias de su gloria. Por esta razón envió el Señor al Bautista (San Juan Bautista) delante de sí, para que anunciase la necesidad y obligación que teníamos de preparar un augusto hospedaje espiritual a su Persona.
Aquellas esmeradas intimaciones que el Bautista hizo a los Judíos hablaban igualmente con los Hombres de todos los siglos, y corresponden a nosotros tanto como a los Judíos que en aquella era vivían. Cristo nació para todos: pues todos estaremos también obligados a prepararle el recibimiento, y a utilizar con su gracia los frutos y efectos de su venida. Para que no nos engañemos sobre este punto, ni abandonemos una obligación tan esencial, nuestra Santa Madre la Iglesia, siempre tierna y solícita del interés de sus hijos, y fiel depositaria, e intérprete de los Oráculos sagrados, nos suplica las intimaciones del Bautista todo este tiempo de Adviento, del modo más expresivo y solemne. Aquella misma exhortación patética, aquella voz misma, que resonó entonces en las orillas del Jordán, y en el Desierto de Jericó, hace repetir sus ecos a nuestros oídos desde el altar, y por la misma divina autoridad y comisión. Los ministros de Dios nos gritan ahora con las voces y clamores del Profeta: tocad vuestras trompetas, anunciad a todas las Naciones; que vendrá el Dios Salvador: el Señor está muy cerca: el día le tenemos encima, preparadle el camino”.  La Iglesia en este tiempo no cesa de clamar diariamente en voz alta, e inteligible, y repetir la exhortación del Bautista, gran Mensajero del Cielo, enviado para esto únicamente: de quien se encuentra escrito: “mirad, yo envío mi Ángel ante vuestra cara, que preparará tu camino delante de ti[7]preparad vosotros el camino del Señor, haced que se adornen y allanen sus pasos, y toda la carne verá la salvación de Dios”.[8] También nos señala este divino Precursor en lo que principalmente consiste la preparación de nuestra alma, y cuales son las condiciones que requiere, compunción, es a saber, penitencia, y continuos e inflamados suspiros y oraciones.


[1] Ephes. Cap. II . v. 5.
[2] Ioannes. Cap. I.
[3] S. Bern. Serm. 3. y 5.
[4] S. Bern. Serm. I.
[5] Nota del Transcriptor: Ante el error modernista que invade las inteligencias con relativismo, me tomo la tarea de ampliar esto basado en las enseñanzas del Divino Maestro:
Qui non est mecum, contra me est: et qui non colligit mecum, dispergit. (Quien no está conmigo, está contra Mí; y quien no acumula conmigo, desparrama) [Luc. Cap XI. v. 23]
Contendite intrare per angustam portam: quia multi, dico vobis, quærent intrare, et non poterunt. Cum autem intraverit paterfamilias, et clauserit ostium, incipietis foris stare, et pulsare ostium, dicentes: Domine, aperi nobis: et respondens dicet vobis. (“Pelead para entrar por la puerta angosta, porque muchos os lo declare, tratarán de entrar y no podrán. En seguida que el dueño de casa se haya despertado y haya cerrado la puerta, vosotros, estando fuera, os pondréis a llamar a la puerta diciendo: “¡Señor, ábrenos!” Mas Él respondiendo os dirá: “No os conozco (ni sé) de dónde sois.”) [Luc. Cap XIII v. 24 et 25]
Tunc dicet et his qui a sinistris erunt: Discedite a me maledicti in ignem æternum, qui paratus est diabolo et Angelis eius. (Entonces dirá también a los que estarán a la izquierda: Apartaos de mí malditos al fuego eterno, que está aparejado para el diablo y para sus Ángeles). [Math. Cap XXV, v. 41]
Et nolite timere eos, qui occidunt corpus, animam autem non possunt occidere: sed potius timete eum, qui potest et animam et corpus perderé in gehennam. (Y no temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed antes al que puede echar el alma y el cuerpo en el infierno) [Math. Cap X, v. 28]
Serpentes, genimina viperarum, ¿quomodo fugietis a iudicio gehennæ. (¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podréis escapar a la condenación de la gehenna?) [Math. Cap. XXIII, v. 33]
Y así podríamos continuar citando tan terribles advertencias que nos hace el Evangelio sobre la condena eterna del alma. Hoy en día se opta por no darle importancia al Infierno, incluso hay jerarcas católicos que niegan su existencia. Debemos recordar que el Infierno es Dogma de Fe, los dogmas –si bien vale hacer esta aclaración debido a la carencia doctrinal de nuestros tiempos- son inmutables, es decir: no cambian, NO EVOLUCIONAN. ¿Qué objeto tendría el creer algo que va cambiando o mutando con el tiempo, o qué va siendo acomodado por los “gurús” de contemporaneidad? Dios es perfecto, NO EVOLUCIONA, así como toda su grandeza y enseñanza. Un católico no puede dejarse engañar por innovaciones que no tienen ningún fundamento en la enseñanza magisterial ni en la Escritura. La Iglesia Católica, instruida por la Cátedra de San Pedro, es fiel guardiana del Depósito de Fe y todo aquel que reniegue de los dogmas se vuelve por miseria propia un HEREJE, y así comienza a privarse de la inefable Misericordia Divina para someterse -por su propia necedad y soberbia- a la TERRIBLE JUSTICIA DIVINA.
¡Grandes son las recompensas que esperan por los Justos!  ¡Tan inimaginables a la mente limitada del hombre! Pero también así de grandes e inimaginables son los suplicios y el llanto terrible en el infierno para aquellos que se hagan sordos al mensaje y obstinados a preparar una morada en su interior para el Redentor del mundo.
[6] Ioannes. Cap. I.
[7] Math. Cap XI. v. 10.
[8] Luc. Cap III. v. 6.

FUENTE:  R. P. Alban Butler "Fiestas movibles, ayunos y otras observancias, y Ritos anuales de la Iglesia Católica". Valladolid, España. Año MDCCXCI

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