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lunes, 5 de diciembre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad





IV
Vuestro amor




(Capitulo anterior, aquí)


6. Hacer intervenir la razón en el amor


De esas dos deformaciones que la mentalidad general ha infligido al amor, los novios se preservarán impregnando su amor de razón. Aunque la fórmula, pueda parecer seca a primera vista, no por ello deja de ser la única orientación a seguir. Dios sabe lo que cuesta introducir la razón en la esfera del amor. Con el pretexto de que el amor debe ser espontáneo, se ha adoptado como fórmula ideal, como regla superior, el falaz: Love at first sight (algo parecido al flechazo: «Ama a la primera mirada»), con el cual los propagandistas contemporáneos de un matrimonio tan frágil como un castillo de cristal, nos atruenan los oídos. Para legitimar esta ridícula teoría, intentan apoyarse en el pensamiento de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no conoce» [1]. Por otra parte, no se toman el trabajo de indagar qué sentido daba Pascal a esa afirmación. Infieren simplemente como conclusión, con una flagrante falta de Lógica, que la razón no tiene nada que ver con el amor. Lo cual está tan lejos del pensamiento de Pascal como el color negro está alejado del blanco. En prueba de esta afirmación citaremos lo que ese célebre genio escribió sobre el mismo tema, en otro pasaje de su obra: «Le han quitado desacertadamente el nombre de razón al amor, y los han opuesto sin un buen fundamento, porque el amor y la razón no son más que una misma cosa… No excluyamos, pues, la razón del amor, puesto que es inseparable de él» [2].

Decir que el corazón tiene razones que la razón ignora es afirmar simplemente lo que hay de imponderable en todo amor. Hay, en efecto, de modo innegable, unas preguntas a las cuales no puede responder el amor. Pero no por eso hay que suprimir toda parte de razón en el amor. Sería una excepción bastante singular la que sustrajera a la razón (siendo ésta lo peculiar del hombre) el fenómeno clave de su alma, y le prohibiese intervenir en el momento en que, en el matrimonio, va a empeñarse el porvenir entero del hombre.
Hay que convenir en que el matrimonio es una decisión cuya importancia primordial no ofrece duda. Ahora bien, esta decisión, no se adopta súbitamente al final del noviazgo en un momento en que el amor ha dispuesto ya de todo. Esta libre decisión que es el matrimonio forma cuerpo con el amor. El amor, por muy espontáneo que se muestre, debe ser libre para ser verdaderamente humano. Libre como la decisión en la cual encuentra su resultado y que imprime sobre él el ello de la indisolubilidad matrimonial. Ahora bien, de no estar el mundo al revés, la libertad va unida a la razón. Por consiguiente, sólo en la medida en que la razón sea admitida a juzgar el amor, o mejor dicho, a fecundarle, será éste realmente libre y plenamente humano. Kierkegaard lo comprendió al juzgar con lucidez el problema de las relaciones amor – razón - espontaneidad en estos términos, henchidos de tan hondo valor:

«La dificultad consiste en que el amor y la inclinación amorosa son completamente espontáneos, el matrimonio es una decisión; sin embargo, la inclinación amorosa debe ser recogida por el matrimonio o por la decisión: querer casarse quiere decir que lo que hay de más espontáneo debe al mismo tiempo ser la decisión más libre, y lo que origina la espontaneidad debe al mismo tiempo efectuarse en virtud de una reflexión, y de una reflexión tan agotadora que de ella provenga una decisión. Además, una de estas cosas no debe seguir a la otra, la decisión no debe llegar por detrás a paso de lobo, todo ello debe realizarse simultáneamente, las dos cosas deben encontrarse reunidas en el momento del desenlace» [3].

El amor debe, pues, acoger la razón, cuyo papel no consistirá aquí, como se teme con harta frecuencia, en estorbar la espontaneidad para conducir a un amor dirigido; la razón no interviene en el amor más que para comprobar la naturaleza de esta espontaneidad tan característica, tan inexplicable también, que lanza a dos seres el uno contra el otro, ligándoles con una fascinación recíproca. Si esta espontaneidad descansa sobre brillantes falsos, sobre imitaciones de riqueza, la razón ciertamente la reprobará negando el nombre de amor a lo que no es en realidad más que un capricho. Pero si esta espontaneidad tiene su origen en una riqueza interior auténtica, si ese impulso no es la expresión falaz de un egoísmo henchido de deseo explosivo, si aporta con ella la evidente generosidad que es su única garantía verdadera, entonces la razón no podrá sino reconocerla, y luego aprobarla con alegría y entusiasmo, En estas condiciones, la razón se convertirá, por lo demás, en la servidora, la guardiana y la protectora del amor.

Para hacerlo, cuidará de que no desaparezca jamás, envuelto en las circunstancias, ligado por la fuerza de las costumbres, o desgastado por los años, el deseo de hacer feliz, que es la expresión vital del amor.
La expresión «Te quiero bien» refleja admirablemente el estribillo de amor que la razón no cesará de murmurar al oído de los novios, y más adelante de los esposos: «Te quiero bien». Es la única forma de diálogo —sea cual fuere el tema que se trate— que debe escucharse entre dos personas que se aman. Como ya hemos subrayado, en este «amor del otro», activo y efectivo, es donde se realizará inmejorablemente el «amor de sí» de cada uno de los esposos.

Desde ese momento, ese amor de sí, legítimo y necesario, se traducirá por un triple proceso al que el amor servirá admirablemente: conocerse, dominarse, guiarse [4].

Conocerse a fin de saber lo que se ofrece al otro. Muchos de los que se figuran, en efecto, que ofrecen un Potosí, llegan con las manos casi vacías. Otros sufren creyendo que no tienen nada para dar porque desconocen su propia riqueza. Conocerse, a fin de valorizar en sí mismo los dones recibidos de Dios y de franquearse por completo al otro para que pueda éste extraer esos dones que enriquecerán su amor.
Nada nos desvía más fácilmente que el amor propio. Hasta el punto de que la mayoría de los hombres se aman demasiado a sí mismos, o se aman mal. De este modo caen en un amor de sí mismos que mina el amor conyugal en su base, porque ¿cómo se podrá conseguir conciliar un amor propio exorbitante, que acapara todos los sectores de la vida, con el amor del otro que exige el don y el olvido de sí mismo? Para evitar esta desviación es preciso que cada cual aprenda a conocerse a fin de moderar el amor que siente por sí mismo conforme a la cualidad de su ser. Cada uno tiende a considerarse como un pequeño fénix en el que abundan cualidades y virtudes, de tal manera que a priori se imagina digno de ser amado. La verdad está, sin embargo, muy alejada de eso: si en cada persona hay una indudable parte de virtudes y de cualidades, hay también en cada una lo que san Pablo llamaba el «hombre viejo». Un hombre viejo al que se puede y se debe amar, pero, sobre todo, al que se debe conocer… a fin de no amarle más allá de lo que conviene, y asimismo a fin de hacerle más amable a los otros. Podar el propio «yo» de lo que hay en él de desagradable, es trabajar para facilitar el amor del otro y asegurar su constancia. Pero una poda tal supone que cada uno haya llegado a ser seriamente consciente de las proporciones de su personaje, es decir, eso supone que cada uno se conozca. Descubrirse a sí mismo es, por tanto, indispensable; hay que hacerlo con cuidado recordando que ésta es una tarea mucho más difícil de lo que parece. En realidad, es una de las más difíciles que deba el hombre cumplir.

El doctor Allers, al estudiar este extraño fenómeno que es el desconocimiento de sí, dice: «Así pues, conocemos mal o superficialmente nuestro propio espíritu y nuestro yo; estamos lejos de conocernos a nosotros mismos tan bien como nos conoce el prójimo, puesto que comprobamos que existen en nuestra alma fuerzas ignoradas, móviles insospechados, deseos contra los cuales nos defendemos, y que, en un oscuro rincón de nuestro espíritu, duermen unas energías ocultas, que pueden servir tanto al mal como al bien…» [5]. Podría añadirse aplicando esta a nuestro tema: … que pueden servir para fortalecer o para destruir el amar. Por consiguiente, trabajar para conocer la fuerza misteriosa que puebla el alma y que será según los casos veneno o alimento para la vida conyugal es proteger el amor.
Así se reúnen y se coordinan estos elementos cuyo buen equilibrio asegura la victoria del amor conyugal: por parte de uno y de otro de los jóvenes esposos, un conocimiento de sí que conduce a un amor de sí legítimo y ponderado, que se abre y se expande en un amor del otro intenso y absoluto.

Además de este conocimiento de sí inicial, es preciso —como hemos dicho antes— preparar el amor por medio del dominio de sí. Dominarse: es decir conservar el control de sí, a fin de contener las erupciones de todo género, las violencias de todo calibre, que amenazarían con atacar la firmeza del amor. Se ha hablado ya de la urgencia que hay para el hombre y la mujer en comprenderse bien, a fin de que de esta mutua comprensión nazca un amor más profundo y total. Ahora bien, ningún esfuerzo de comprensión y de adaptación es posible más que en la medida en que cada uno pueda conservar el dominio de sí y jugar las cartas precisas en el momento en que sea necesario, para reforzar la unidad del amor.

El matrimonio para ser viable, requiere, en efecto, el ajuste de las dos personalidades que han aceptado el fundirse en la unidad. Si ese ajuste se efectúa mal, la unidad resultará evidentemente muy precaria, amenazada siempre por explosiones de egoísmo y sacudida sin cesar por crisis internas a causa de las cuales la armonía quedará cada vez más comprometida. No hay más que un solo camino que permita no envenenar nunca la vida conyugal por unos desacuerdos que son infaliblemente una semilla de discordia: y es el dominio de sí. Mantener sujeto su carácter sin dejarle correr a rienda suelta por el camino de las recriminaciones ásperas, a fin de que conserve el hogar la serenidad requerida para el florecimiento del amor; controlar, también, lo más perfectamente posible todos los impulsos del universo pasional propio a fin de no herir al cónyuge con arrebatos desordenados y ofensivos; por último, domeñar en sí los apetitos de todo género: los del espíritu y los de la carne, a fin de instaurar un clima de equilibrio que favorezca la paz; éstos serán los frutos del dominio de sí. ¿Quién no ve, en esta sola enumeración, hasta qué punto será un poderoso auxilio para los que quieren realmente disponerse a entrar en la vida conyugal consagrándose a un amor definitivo? Éste no adquirirá todo su peso más que en la medida en que esté servido por un enérgico dominio de sí que permitirá a cada uno de los cónyuges ofrecerse al otro, conforme a las exigencias de las circunstancias.


Conocerse, dominarse. Y, luego, conducirse. Es decir, fijarse una finalidad de la que no habrá que desviarse después de haberla establecido con la más clara lucidez y el más ardiente amor. No salirse de este camino, evitar los resbalones peligrosos o los vuelcos súbitos, mantenerse en plena tensión hacia el fin asignado. Sin detenerse, sin retozar, sin desandar lo andado.

No les faltarán tentaciones a la pareja, que vendrán a batir en brecha las resoluciones más firmes y a volver a plantear las opciones más decisivas. Seguramente es más fácil decirse, a los veinte años, que se seguirá tal orientación, que se sujetará uno a tales reglas, que adaptarse fielmente a esos propósitos cuando los años se han acumulado, y, con ellos, las dificultades. Conducirse con arreglo a las normas preestablecidas teniendo en cuenta que se trata ante todo de salvar el amor: esto es lo esencial. Nadie debe dejar intervenir aquí al amor de sí hasta el punto de trastornar las orientaciones necesarias para la felicidad de la pareja. El amor tiene exigencias imperativas que no toleran ni los retrocesos, ni las desviaciones. Una vez fijados, en el fervor del comienzo, los fines que quieren conseguir conjuntamente, una vez definidas las actitudes que quieran imponerse a fin de que conserve el amor su fuerza y su juventud, una vez trazada la Línea que se compromete uno a seguir, no debe haber ya dilaciones. Hay que seguir su camino en derechura, sin permitirse contrariar las ocasiones, solicitar excepciones, tolerar debilidades. Ir rectamente al objetivo, obligándose a respetar las normas fijadas por las exigencias de un amor compartido, todo esto será, tal vez, coactivo para el yo. Esta dura disciplina es, sin embargo, necesaria, porque de lo contrario el amor se vendría abajo, hundiéndose en los abismos de egoísmo que se abren en todo individuo, no bien tolera en él el impulso siempre violento del yo invasor. Conducirse, es para cada uno de los cónyuges tener domeñado su yo a fin de dirigirle en derechura hacia la unidad conyugal.

He aquí, pues, lo que debe entenderse por «hacer intervenir la razón en el amor». Haciéndolo, se garantiza la calidad del amor y al mismo tiempo se asienta la base inquebrantable de la felicidad humana. Esta ¿podría lograr de otra manera su perfecta realización?

7. Perspectiva de eternidad

Pero cómo no recordar aquí que no puede haber más que un doble objetivo en el amor: hacer la felicidad del otro, en la tierra y más allá de la tierra. En la tierra: esto no requiere explicación, y nadie que pretenda amar podría olvidar este objetivo importante. Pero más allá de la tierra también, es decir en la eternidad. Porque el amor humano llega hasta allí. No hay que olvidar nunca esta verdad esencial: «El fin del amor es infinitamente elevado y su punto de partida, infinitamente bajo. ¡Entre la nada y Dios! Tal es el itinerario inconmensurable del amor humano» [6]. Olvidar esta última resultante del amor, sería no comprender su grandeza. Hay en él un peso absoluto que no permite apartarse de la faz de Dios. Cuando por desgracia el hombre se aparta de ella el amor retrocede y está a punto de extinguirse. Todo amor desemboca en la eternidad; la prueba perentoria de esta verdad fulgurante (y, sin embargo, tan olvidada) es la muerte misma que viene a separar los esposos para devolverlos a Dios. Es preciso que en el desenvolvimiento del amor en el curso del tiempo, los esposos recuerden esa finalidad hacia la cual caminan. Los novios, por su parte, deben verlo con claridad antes de iniciar su partida. Acuérdense de que deben juzgar su amor con esa perspectiva, pues no podrán decir jamás que se aman en tanto en cuanto no se acerquen a Dios en y por ese amor. El amor, en efecto, «ese relámpago de un instante que ha brillado entre dos seres, es el signo de otra luz. La llama del hogar perpetúa ese ardor hasta el día en que los velos de la carne se apartan y el instante fugaz se convierta en eternidad» [7].

Esta presencia de Dios en el amor ¿no es por lo demás la sola razón de su duración? Porque no se puede hablar de lo eterno sino en relación con el Eterno. La regla es absoluta, y su lógica lo engloba todo, hasta el amor mismo. El amor humano no será, pues, eterno más que por haberse elaborado ante el Eterno. Lo cual quiere decir que es precisa una cierta dosis de espiritualidad en todo amor para que resista al tiempo y se fije realmente en el corazón de los que él anima. Sólo por estar basado en ese espíritu religioso que da a las cosas su verdadero alcance es por lo que «la palabra “siempre”, pronunciada con tanta imprudencia en la aurora de todo amor, deja de ser la traducción engañosa del éxtasis de un instante» [8].

En estas condiciones, no hay que temer ligarse audazmente por la fe en el amor, pues las palabras «siempre», «nunca», que estallarán como promesas de felicidad, gozarán de la verdad misma de Dios. Los que se aman, si se aman de verdad, no deben temer arriesgar el porvenir; y unos novios pueden llegar a ser esposos alegres, animados de esperanza y henchidos de una gran confianza, si, en la época de su noviazgo, han sabido tomar así la medida de su amor.

No hay manera más segura de amarse en la tierra que armarse en Dios. No hay manera más cierta de asegurar la duración del amor a lo largo del tiempo que vivirlo en función de la eternidad. La cordura soberana de los que tengan que iluminar su vida entera por el amor humano, estará en recurrir a la luz de Dios. Entonces, las tinieblas serán vencidas y con ellas las tristezas tan pesadas de los amores que decaen. La alegría y la paz se heredan siempre de Dios. No pueden florecer en el amor humano sino en la medida en que los novios, y después los esposos, abran su vida al Señor. Y Él es también quien podrá velar con mayor seguridad por los que ha llamado en la tierra a vivir de amor, puesto que Él es Amor.



[1] Ibíd., p. 963.
[2] Pascal, Discours sur les passions de l’amour, en L’Œuvre de Pascal, Gallimard (Pléiade), París 1950, p. 903.
[3] Soeren Keirkegaard, Étapes sur le chemin de la vie, Gallimard, París 1948, p. 88.
[4] Paul Scortesco, Amour qui es-tu?, La Colombe, París 1955, p. 121.
[5] Dr. R. Allers, Handicap psychologiques de l’existence (trad. E. Marmy), Vitte (col. «Animus et Anima»), París 1954, p. 38.
[6] Ibíd., p. 24.
[7] Madaule, l.c., p. 50.
[8] Thibon, o.c., p. 69.

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