Pablo Eugenio Charbonneau
Noviazgo
y
Felicidad
Pablo Eugenio Charbonneau
III
Tu novia
(Continuación de parte anterior. Ver aquí)
El culto del detalle
Esta formación del hombre en la delicadeza no será posible y eficaz más que si él sabe aprender a valorizar los detalles. Para él, naturalmente, los detalles adquieren poca importancia. Para el hombre, siente uno tentaciones de decir, los detalles son detalles y nada más. Pero la mujer está hecha de tal modo que para ella no hay detalles; todo es importante. Desigualmente, si se quiere, pero importante, sin embargo. Siempre. Ya se trate de un aniversario olvidado o del beso matinal distraído, para ella eso adquiere grandes proporciones. Proporciones dolorosas y alarmantes. Alarmantes, cuando ella las considera a través de la lente de aumento de su imaginación; dolorosas, cuando ella las sopesa en la balanza hipersensible de su corazón. Ahora bien, ocurre que esas dos operaciones se realizan poco más o menos siempre, de tal manera que el hombre que quiere hacer feliz a su mujer no lo conseguirá nunca si no puede despertar en él el sentido del detalle, para adaptarse así a su esposa. No hay para ella moneda más segura que los detalles para pagarle su amor, ni hay camino más verdadero para probarle que es amada.
El hombre sentirá a menudo la tentación de pensar que todo esto es tontería y de efectuar una poda en el universo de las «pequeñas cosas» en donde evoluciona su esposa. Debe recordar él entonces, para su vergüenza y corrección, la frase —más profunda de lo que parece que escribió Montherlant a este respecto: «Una mujer sin puerilidad es un monstruo espantoso» [1]. Y es que una mujer que careciese de esa preocupación por el detalle, renegaría de su propia feminidad. Es fácil imaginar lo que sería entonces el hogar; basta para ilustrar esta imagen visitar un apartamento en donde ninguna presencia femenina viniera a salvar el orden.
Por eso el hombre no sólo debe aceptar, sino adaptarse a este modo de ser de su esposa que juzga las cosas al detalle. Y así como no debe rechazar la sensibilidad de su compañera, no deberá tampoco intentar hacer caso omiso de ese culto del detalle. Que se forje, por el contrario, con él un arma poderosa para marcar de mil y una maneras inesperadas el amor con que rodea a su esposa. Los detalles serán para él el lenguaje de las cosas que dirán quizá más que oleadas de palabras pronunciadas por los labios, y que suplirán además ventajosamente lo que él no podrá expresar, como suele ocurrir en los hombres.
Añadamos, sin embargo, que esto no significa que él deje que su esposa se convierta en una de esas mujeres meticulosas que son la desdicha de su hogar y que destruyen su propia personalidad volviéndose, por ejemplo, maniáticas de la limpieza, reduciendo con ello a quienes las rodean a una esclavitud abrumadora y ridícula. Pero, aun cuidando de no incurrir en esos excesos, los hombres se esforzarán en vencer su natural falta de atención para descubrir el valor de las pequeñas cosas, forjando con esos detalles la felicidad de su esposa.
La función de la imaginación
Con objeto de proteger a la mujer contra esos excesos y de evitarle también el crearse penas sin un verdadero motivo, en suma, a fin de consagrarse a equilibrar a la mujer, el hombre debe ayudarla a adquirir el dominio de su imaginación.
Esta es, en efecto, la reina del alma femenina a la que puede trastornar hasta un punto «inimaginable»… para el hombre. Si no se tiene cuidado con ello, la «loca de la casa» puede invadir a la dueña del hogar e imperar realmente como la loca de la casa. De esta invasión nacerán a menudo los celos, las recriminaciones acres, las «crisis» de todo género.
La imaginación es con seguridad uno de los mayores peligros que acechan a la mujer; por eso el hombre debe preocuparse de preservarla contra ella. Lo conseguirá proporcionando a su esposa la ocasión de eliminar, en cierto modo, las sobrecargas imaginativas que perturban periódicamente su equilibrio. Para hacerlo, debe él saber escuchar a su mujer.
Es éste, a nuestro entender, uno de los remedios más eficaces, por ser no sólo curativo, sino preventivo. Cuando una esposa puede liberarse, en un ambiente afectuoso y comprensivo, de todas esas ideas que se agitan en su cabeza y que sirven de materiales para hacer castillos en el aire, negros o rosas, cuando halla en su esposo unos oídos atentos, tiene todas las probabilidades de mantenerse dueña de sí misma. Porque extraerá del realismo masculino, de esa calma y de esa ponderación que son tal vez los signos más seguros de la virilidad, la parte de apaciguamiento que ella necesita. Así, al contacto con el alma masculina, volverá ella a encontrar su equilibrio y podrá recoger los elementos que servirán de contrapeso a los impulsos demasiado fogosos de una imaginación con frecuencia alborotada.
Pero para esto, es preciso —repitámoslo— que el hombre sepa escuchar sin burlarse. Harto numerosos son los que interrumpen bruscamente ante la necesidad de expansión de que da muestra, quizá con demasiada locuacidad, la esposa; con sonrisa burlona la invitan a callarse, lo cual cumplirá ella de tal modo, que llegará un momento en que no pensará ya en abrir su alma. Entonces, acumulará dentro de sí misma los rencores exacerbados, se construirá un universo interior del que estará excluido su esposo, de tal suerte que el día en que él quiera —a consecuencia de un conflicto más agudo, por ejemplo— reanudar el diálogo, será recibid como un intruso. Ella le opondrá un silencio obstinado del que no podrá él quejarse pues lo habrá querido y preparado.
Ayudar a su esposa a conservar el dominio de su imaginación es tanto más importante cuanto que ésta actúa con la complicidad terriblemente peligrosa de la sensibilidad y de ese culto del detalle que, como ya he mos dicho, constituyen dos de los reductos del alma femenina. Una combinación semejante puede resulta desastrosa porque, bajo la fogosidad de una imaginación abandonada a sí misma, los detalles adquirirán pro porciones gigantescas y repercutirán en la sensibilidad con un estruendo desproporcionado. Unos cuantos años de un régimen semejante bastan para destruir el equilibrio de muchas personalidades femeninas; el marido lo debe prevenir moderando, con la mesura característica de su juicio, las sacudidas demasiado violentas de este conjunto peligroso: imaginación - detalle - sensibilidad. Por no haberlo recordado, o por no haber intentado comprenderlo, más de un joven esposo se ha encontrado, al cabo de unos años, ante una mujer desgraciada y desequilibrada. La culpa no es quizá siempre toda de él, pero generalmente lo es en gran parte. Por tanto, el hombre debe aprender a enriquecer con su equilibrio el alma de su mujer y que la trate con fina ternura, más que acariciadora, comprensiva y receptora. De ésta extraerá la mujer el complemento que le es necesario para consumarse, haciéndose una mujer sana y sólidamente equilibrada.
En suma, y para compendiar en unas palabras el cuadro antes esbozado, se podría repetir el juicio de Sertillanges: «Intelectualmente, la mujer se caracteriza por la intuición, el sentido práctico, la atención a los detalles, el cuidado, la viveza imaginativa, el talento de lo concreto y la adivinación de las causas inmediatas» [2]. Todo esto se desarrolla en ella al ritmo de una delicadeza siempre alerta que viene a agregar su cálido colorido a todo cuanto hace la mujer.
5. La clave de la psicología femenina: la delicadeza
La mujer, delicada en su ser corporal y psíquico
Esta delicadeza característica de su alma se refleja, además, sensiblemente en su constitución física. Mientras que en ese nivel, la fuerza y la robustez son patrimonio del hombre, la delicadeza hecha de gracia y de fragilidad, es patrimonio de la mujer.
No insistiremos en esto más que para recordar al joven que debe tener siempre en cuenta los límites de su futura esposa. Este recuerdo no es superfluo, porque la experiencia revela que son muchos los que imponen a su esposa una carga demasiado pesada, sin mala voluntad, evidentemente y, además, de manera inconsciente. Pero no por ello deja de producirse el hecho y de ello se infiere entonces que la mujer se doblega bajo una carga demasiado pesada. Actuar en todos los frentes a la vez es abrumador para ella; y no sabría resistir a las exigencias de dueña de casa, cuando éstas se acrecen con trabajos exteriores regulares y con exigencias sexuales frecuentes. Entonces es cuando se prepara el derrumbamiento nervioso que al cabo de un tiempo se produce en realidad.
A menudo el marido tendrá que intervenir, sagaz y diplomáticamente para proteger a su mujer contra ella misma. Sobre todo en lo referente al trabajo fuera del hogar. Se encuentran con mucha frecuencia novias que se empeñan tenazmente en no abandonar un puesto lucrativo, o simplemente interesante. Exigen, pues, el continuar haciendo un trabajo que se convertirá en una sobrecarga de las más onerosas después del matrimonio. No es éste el lugar para analizar las razones múltiples que se oponen al trabajo de la mujer fuera del hogar. Diremos que la sola conciencia de los límites de la resistencia física y nerviosa de la esposa son ya una clara indicación. Sobre esta cuestión, el hombre debe saber imponerse con una firmeza razonable, suave, pero inflexible. Pues de otro modo, tarde o temprano, «pagará los cristales rotos», y el precio será tal vez la paz del hogar.
Siempre dentro de la perspectiva de esta fragilidad nerviosa de la mujer, el hombre deberá esforzarse en emprender las súbitas variaciones de humor que su esposa sufrirá a veces. Esto se hará especialmente sensible al llegar el período de las menstruaciones. Cierta irritabilidad periódica, cierta melancolía, una indolencia extraña, son otras tantas manifestaciones que pueden acompañar ese fenómeno contra el cual ni la propia mujer puede hacer nada. Que el hombre se cuide sobre todo en ese momento de achacarlo a la imaginación, intentando provocar una reacción de la que es incapaz la mujer, con frecuencia. El hombre que cree que su esposa se abandona a su antojo, a unos cambios de humor que ella podría controlar como él controla los suyos, no ha comprendido en absoluto la profundidad del fenómeno que se realiza entonces en ella. Cada una de las veces, es para ella un retorno a un universo nuevo, siempre el mismo, henchido de ideas precisas, de tristezas fijas e invadido de ansiedades dolorosas.
Este fenómeno psicológico escapa al control de su voluntad, al menos en su parte más importante. Evocaremos aquí el testimonio prudente de Elena Deutsch cuya autoridad no ofrece duda y que subraya el efecto capital de ese fenómeno sobre el alma femenina, al decir: «La menstruación es importante no sólo por lo que la liga a la pubertad y a las dificultades de esa edad, no sólo por ser la expresión de la madurez sexual y estar muy especialmente vinculada a la reproducción, no sólo porque es el centro del derrumbamiento de la edad crítica y de la psicología de esta fase del desarrollo, sino también porque es una hemorragia que ocasiona impulsos agresivos, ideas de autodestrucción y angustias» [3].
Hemos subrayado los últimos elementos de esta cita a fin de que el hombre recuerde las consecuencias, inexplicables quizá, pero seguramente graves, que implica ese fenómeno en el comportamiento psicológico de su esposa. Él comprenderá entonces que en ese período más que en ningún otro, debe mostrarse conciliador, comprensivo, lleno de ternura y de delicadeza. Quizá nunca tanto como en esa circunstancia puede hacerse querer de su mujer. Menos que en cualquier otro momento deberá él dejarse arrastrar a la brusquedad, a la dureza, al autoritarismo. Estos pasos en falso, inadmisibles en toda ocasión, resultan entonces catastróficos. Por eso, nos parece oportuno recordar a este respecto el consejo de un alcance general que Pierre Dufoyer sitúa en el centro de las normas que deben regir el comportamiento masculino: «Por el bien de su esposa, el marido cuidará de poseer las cualidades de la verdadera virilidad sin sus deformaciones: se mostrará sereno, dueño de sí mismo, enérgico de carácter, firme y decidido, dando, por toda su actitud ante los acontecimientos y las dificultades de la vida, una impresión de entereza, de valentía y de seguridad. Pero esta fuerza no se transformará ni en violencia, ni en dureza, ni en frialdad, como tampoco se mostrará autoritaria, orgullosa o despótica» [4].
Necesidad en el hombre de cultivar la delicadeza
Ésta es además la actividad que el hombre debe adoptar en todo momento. Más todavía, como lo explicábamos hace un instante, en el período difícil en que la esposa sufre el choque psicológico que acompaña las menstruaciones, así como en todos los períodos del embarazo. En estas circunstancias, la mujer, menos dueña de sí misma, menos libre porque se halla en plena transformación fisiológica, requiere el auxilio de una gran bondad. El hombre debe entonces ser para ella un guía firme, un apoyo constante, un recurso de ternura.
Es en él un deber de justicia tanto como un imperativo de caridad. Su autoridad sobre la mujer es ante todo, con arreglo a las indicaciones explícitas que la revelación misma nos da, una responsabilidad [5]. En este sentido, se debe decir que él es responsable del equilibrio psicológico de su esposa, y que si no le ofrece ese auxilio tiernamente comprensivo a que nos referimos, falta radicalmente a su papel de hombre y de cristiano. En este orden de ideas, conviene recordar el verdadero sentido de la autoridad que la Iglesia siguiendo a san Pablo, ha reconocido siempre en el hombre.
Desde los comienzos de la Iglesia, y en términos de una claridad fulgurante, el gran san Ambrosio aportando, sin duda, un correctivo a desviaciones semejantes a las que somos testigos hoy, advertía enérgicamente a los esposos, en una amonestación llena de sana crudeza:
«Tú, el marido, debes prescindir de tu orgullo y de la dureza de tus maneras cuando tu esposa se acerque a ti con solicitud; debes suprimir toda irritación cuando, insinuante, te invite ella al amar. Tú no eres un amo, sino un esposo; no has adquirido una sirvienta, sino una esposa. Dios ha querido que seas para el sexo débil un guía, pero no un déspota. Paga su ternura con la tuya, responde de buen grado a su amor. Conviene que moderes tu rigidez natural por consideración a tu matrimonio. y que despojes tu alma de su dureza por respeto a tu unión» [6].
Esta exhortación imperativa revela de modo suficiente la urgencia que tiene el esposo en cultivar la delicadeza. Será para él, el arma por excelencia para conquistar su prometida, hoy, y para conquistar a su esposa, mañana. Por ella, y sólo por ella, sabrá merecer la estimación de su esposa. Ahora bien, ya se conoce lo suficiente el papel primordial que desempeña la estimación en el amor que siente una mujer por un hombre. De ella, podría afirmarse sin exageración, que es el alimento del amor femenino. A una mujer le es imposible amar a alguien a quien no estima. Esto significa que puede llegar a no amar ya al hombre que ha aprendido a desestimar. Esto es lo que sucede cuando, después de unos cuantos meses de matrimonio, una joven comienza a sufrir con la indelicadeza de su esposo. Éste se precipita entonces por la rápida pendiente del fracaso. Cuanto más cómodamente se instale él en el interior de esa indelicadeza tan corriente en el hombre, más contribuirá él mismo a disgregar el lazo de amor que le une con su esposa. Y cuando el amor muere… el hogar llega a ser imposible de defender.
Consciente de esta necesidad en que se encuentra su esposa de estimarle hondamente a fin de poder amarle hondamente, el hombre se esforzará ante todo en proceder con mucho tacto y una delicadeza hábil y constante. Será el primer paso hacia una estimación tan preciada como el amor, porque es la garantía de éste.
El segundo paso será la calidad de su vida moral. Porque esa delicadeza, sobre la cual hemos insistido tanto para que el novio se percate de su importancia, no actúa más que desde el punto de vista estricto de la estructura de su alma y de su cuerpo. Sirve también para calificar su actitud moral.
Sin duda por el empleo de su intuición, la mujer siente de una manera mucho más violenta que el hombre la realidad y el valor superior del universo espiritual. Dios, el alma, la gracia, el bien, el mal, son para ella otras tantas realidades familiares, y cuanto más se consuma su madurez de mujer, más importancia toman esas realidades. ¡Cuántos conflictos nacen en torno a ese problema, desde la etapa del noviazgo! Conflictos cuya agudeza y cuyo alcance no siempre comprende el novio.
Ante un prometido que trata los valores espirituales a la ligera, la novia se siente indecisa con frecuencia; y ante un marido en quien descubre ella gradualmente una indiferencia negligente, o lo que es más comprometedor aún, el simple desprecio, la mujer, a menudo, se cierra y aísla. Pascal decía que «el primer efecto del amor es inspirar un gran respeto» [7]. El respeto resulta imposible, a consecuencia de la calidad inferior del ser amado; e inmediatamente el amor mismo sufre la repercusión y se atenúa proporcionalmente.
Además, si a causa de la influencia del marido, la mujer derroca su escala de valores para acomodarse a una vida moral que no responde a sus aspiraciones profundas, puede ésta llegar a ser destruida. El marido habrá preparado entonces su propia desgracia y no podrá culpar a nadie más que a sí mismo de las consecuencias —tal vez imprevistas, pero no sorprendentes— que se originarán. Porque la mujer, capaz de mucho bien y susceptible de llegar al ápice, cuando se la apoya, puede igualmente precipitarse en unos abismos cuya profundidad no sospecha siquiera el hombre. En este sentido, y para recordar al hombre las consecuencias eventuales de una relajación moral que él sugeriría a su esposa, conviene citar esta otra advertencia bastante explícita de san Francisco de Sales:
«Si queréis, ¡oh maridos!, que vuestras mujeres os sean fieles, hacedles ver la lección con vuestro ejemplo. “¿Con qué cara —dice san Gregorio Nazianceno— queréis exigir la pudicia de vuestras mujeres, si vosotros mismos vivís en la impudicia? ¿Cómo vais a pedirles lo que no les dais? ¿Queréis que sean castas? Comportaos castamente con ellas… Pues si, por el contrario, vosotros mismos les enseñáis las picardías, no es nada sorprendente que tengáis deshonor en su pérdida”» [8].
En cualquier caso, el hombre que quiere conservar el amor de su mujer debe, pues, vivir en un ambiente espiritual elevado, sin falso misticismo ciertamente, pero con una sana preocupación por las cosas de Dios y del alma. Si ayuda a su mujer a acercarse al, Señor, la habrá ayudado al mismo tiempo a acercarse a él mismo, y ella le amará aún más.
6. Aprender a hablar a su novia
Terminaremos estas consideraciones destinadas a facilitar a los novios la comprensión de su futura esposa, recordándoles que les es necesario aprender a hablar a su novia. Puede parecer extraño dar semejante consejo, pero la experiencia revela que hay muchos que no saben encontrar el lenguaje que conviene a una novia y a una esposa. La recíproca es, además, cierta y el consejo puede valer lo mismo para la mujer. Con frecuencia, como ya se ha escrito, las mayores dificultades del matrimonio provienen de que cada uno de los cónyuges pide cosas que no desea, y desea cosas que no pide. Puede imaginarse la confusión que origina semejante situación. Ser capaz de explicarse con su novia y ser capaz de recibir las explicaciones de ella, es realmente indispensable para la armonía. Indispensable en el sentido más riguroso de la palabra.
Desde el período del noviazgo, y más aún cuando haya entrado en la vida matrimonial, el hombre debe desarrollar esa voluntad de intercambio con su compañera. No negarse nunca a explicarse, pues una negativa tal es uno de los más graves pecados contra el amor [9]. Sería una puerta cerrada al único camino que puede conducir a la felicidad. Que emplee en ello paciencia y que aprenda el lenguaje de la mujer, de «su» mujer. Pues así como debe uno adaptar su lenguaje al de los niños, a quienes no siempre se sabe hablar de primera intención, así debe uno adaptarse al modo de pensar y de hablar apropiado a la mujer. Este esfuerzo será la condición necesaria para la comprensión entre esposo y esposa, y esta comprensión será la prenda del amor. Porque, como se ha dicho, éste es «el camino que lleva al descubrimiento del secreto de un rostro, a la comprensión de la persona hasta la profundidad de su ser» [10]. Amar así a su mujer hasta lo más profundo de su ser, penetrando el secreto de su rostro, es comprenderla y aceptarla tal como ella es.
[1] H. de Montherlant, Les jeunes filles, t. II: Pitié pour les femmes, Grasset, París 1946, p. 192.
[2] Sertillanges, o.c., p. 94.
[3] Helène Deutsch, La psychologie des femmes, (Étude psychanalytique), t. I: Enfance et adolescence (traducción Hubert Benoit), Presses Universitaires de France, París 1949, p. 159.
[4] Dufoyer, o.c., p. 45.
[5] Hemos expuesto esta idea en el capítulo anterior.
[6] San Ambrosio, Hexameron, V, 19.
[7] Blas Pascal, Discours sur les passions de l’amour, en L’Œuvre de Pascal, Gallimard (Pléiade), París 1950, p. 320.
[8] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte tercera, capítulo XXXVIII.
[9] Henri Caffarel, Propos sur l’amour et la grâce, Éd. du Feu Nouveau, París 1956, p. 134.
[10] Berdiaef, o.c., p. 277.
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