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viernes, 28 de octubre de 2011

LA GESTA DE LOS MÁRTIRES VIII.b


BAJO EL PODER DE SEPTIMIO SEVERO
En el año 203, en Cartago
DAMA Y ESCLAVA
PERPETUA Y FELÍCITAS
(segunda y última parte) 
para ver primera parte dar click aquí
 
 
***
La mártir, lucha contra el diablo

Hoy, víspera de nuestro combate, he aquí la visión que se me presentó. El diácono Pomponio había llegado a la puerta de la cárcel y llamaba en ella con violencia. Salí para abrirle la puerta.
Llevaba una vestidura blanca ondeante con muchos adornos. Me dijo: «Perpetua, te esperamos. Ven».

Me tomó de la mano y nos entramos en un camino áspero y tortuoso. Llegamos al fin dificultosamente al anfiteatro. Jadeábamos. Me llevó al medio de la arena y me dijo: «No temas. Estoy contigo. Te ayudaré». Y se marchó.

Vi entonces una gran muchedumbre de personas muy sorprendidas. Sabía que estaba condenada a las fieras, por eso estaba muy admirada de que no soltaran ninguna de ellas contra mí. Me salió entonces al encuentro un egipcio de aspecto repugnante. Junto con sus secuaces, se disponía para combatir contra mí. A un mismo tiempo, hermosos jóvenes se colocaron junto a mí. Eran mis ayudantes y mis partidarios. Me desnudaron, y he aquí yo era un hombre. Mis secuaces se pusieron a untarme con aceite, como se suele hacer para la lucha. En cambio el egipcio se revolcaba en la arena.

Sobrevino entonces un hombre de una estatura extraordinaria. Era tan alto que era más alto que la cumbre del anfiteatro. Tenía un ondeante manto de púrpura, prendido en la parte delantera con dos broches y recubierto de una cantidad de adornos de oro y de plata. Tenía en la mano una vara, cual un jefe de gladiadores, y una rama verde con pomos de oro. Pidió con instancia el silencio y dijo: «Si este egipcio vence a esta mujer, la matará con la espada. Si ella triunfa, recibirá la rama». Y se marchó. Caminamos el uno hacia el otro, mi adversario y yo, y comenzó el combate a puñetazos. Luego el egipcio trató de agarrarme de los pies. Yo le martillaba el rostro a golpes con el talón. De repente fui levantada en el aire, y pude pegarle sin pisar más el suelo. Mas cuando vi que eso duraba, junté las manos enlazando los dedos, y agarré la cabeza de mi adversario. Se cayó de bruces y le trituré la cabeza.

Entre las aclamaciones de la muchedumbre y el canto de mis amigos, me acerqué al jefe de los combates.

Me dio la rama, me abrazó y me dijo: «¡Hija mía, la paz sea contigo!» Orgullosa de mi triunfo me dirigí hacia la puerta de los Vivientes.

Cuando me desperté comprendí que iba a combatir, no contra las fieras, sino contra el Diablo, y estaba segura de la victoria.

He aquí que he relatado los acontecimientos hasta la víspera del combate. ¡Si alguien quiere describir el combate mismo, hágalo!


Visión de Saturo

El bienaventurado Saturo tuvo, también, una visión que ha narrado por escrito. Hela aquí:

Habíamos sufrido el martirio y habíamos dejado nuestro cuerpo. Cuatro ángeles nos llevaron hacia el Oriente, mas sus manos no nos tocaban. Ascendíamos, no cara al cielo y acostados de espaldas, sino como personas que trepan por una pendiente suave. Después de haber cruzado las primeras zonas del mundo, vimos torrentes de luz. Dije a Perpetua que estaba junto a mí: «He aquí lo que nos ha prometido el Señor. Lo hemos alcanzado».

Siempre llevados de los ángeles, hemos llegado a una gran llanura semejante a un jardín, con parques de rosas y flores de todas clases. Los árboles eran grandes como cipreses y sus hojas cantaban sin cesar.

En ese jardín, había cuatro ángeles más resplandecientes que los otros. No bien nos divisaron, nos recibieron con grandes homenajes y, llenos de admiración, dijeron a los otros ángeles: «¡Son ellos! ¡Son ellos!» Llenos de temor y de respeto, los cuatro ángeles que nos sostenían nos colocaron en el suelo.

Caminamos entonces a través del estadio por una gran calle de árboles y nos encontramos con Jocundo, Saturnino y Artajio, que habían sido quemados vivos en la misma persecución.

Quinto que murió mártir en la cárcel estaba allí también. Preguntamos por los demás, pero los ángeles nos dijeron: «Venid primero. Entrad y saludad al Amo».

Llegamos junto a un palacio cuyas paredes parecían construidas con luz. En el umbral del palacio había cuatro ángeles. Al entrar nosotros, nos revistieron con vestidos blancos. Penetramos y oímos un coro que repetía sin cesar: «¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!» Un hombre vestido de blanco estaba sentado en esa sala. Su rostro era joven y sus cabellos blancos como la nieve. No se le veían los pies. Junto a él estaban cuatro ancianos. Detrás de ellos estaban de pie, muchos otros ancianos más. Nos adelantamos admirados y nos detuvimos ante el trono. Cuatro ángeles nos levantaron y besamos al Señor que nos acarició. Luego los demás ancianos nos dijeron: «¡Poneos de pie!» Obedecimos y cambiamos el beso de paz. Finalmente los ancianos nos dijeron: «Id, divertíos».

Y dije a Perpetua: «Tienes lo que quieres».

Me respondió: «Sí, ¡gracias a Dios! Estaba alegre en el mundo, aquí lo estaré mucho más».

Al salir, divisamos junto al umbral a la derecha, al obispo Optato, a la izquierda, el sacerdote y apóstol Aspasio.

Estaban tristes y parecían que no andaban de acuerdo. Se arrojaron a nuestros pies diciendo: «Restableced la paz entre nosotros. He allí que partís dejándonos de este modo». Les dijimos: «¿No sois vos por ventura nuestro obispo, y vos nuestro sacerdote? ¿Por qué os arrojáis a nuestros pies?». Y muy conmovidos los abrazamos. Perpetua comenzó a conversar en griego con ellos y los llevamos al jardín, debajo de un rosal.

Hablábamos con ellos, cuando sobrevinieron los ángeles: «Dejad a éstos descansar», nos dijeron. «Si hay dificultades entre vosotros, perdonaos mutuamente». Ambos se turbaron mucho. Y los ángeles prosiguieron: «Corrige a tus gentes», dijeron a Optato. «Cuando se reúnen en tu casa, se diría, ¡que regresan del circo! Riñen como sediciosos». Y nos pareció que los ángeles querían cerrarles a esos hombres las puertas del Paraíso. Reconocimos luego a muchos hermanos, más tan sólo mártires. Nuestro alimento era un perfume inefable que nos saciaba.

Entonces, enteramente alegre, me desperté.


Narración del cronista

He allí las visiones más notables de nuestros bienaventurados mártires Saturo y Perpetua, tales cuales ellos las escribieron.

Dios, por una muerte prematura, había llamado a sí a Secúndulo, durante su estadía en la cárcel. Por la gracia divina, evitó la lucha contra las fieras. Mas si su alma no conoció la espada, su cuerpo a lo menos había conocido la amenaza de ésta.

Felícitas obtuvo también del Señor un gran favor. Estaba en cinta hacía ocho meses, por lo tanto mucho antes de que la arrestaran. Cuanto más se acercaba el día de las fiestas, tanto más se desconsolaba. Temía en efecto se postergara su suplicio a causa de su embarazo; pues la ley prohíbe matar a las mujeres en cinta. Por eso temía mucho derramar su sangre pura y sin mancha en compañía de malvados. Sus compañeros de martirio se afligían ellos también por dejar enteramente sola a tan buena compañera, a una amiga que marchaba junto con ellos hacia una misma esperanza.

Por eso, tres días antes de los juegos, todos juntos imploraron al Señor y le dirigieron fervorosas oraciones. No bien concluían su súplica los dolores acometieron a Felícitas. Sufría mucho a causa de las dificultades comunes en un parto en el octavo mes. Entonces uno de los carceleros, al oírla gemir, le dijo: «Si ya te quejas de esa manera ahora, ¿qué harás frente a las fieras que has desafiado negándote a sacrificar

—«El sufrimiento actual, soy yo que lo soporto», respondió
Felícitas. «Mas allá otro estará en mí, que sufrirá por mí, ya que por él padeceré».

Felícitas dio a luz una niñita a la que adoptó una cristiana.

Ya que el Espíritu Santo ha permitido y de ese modo, ordenado escribir la narración del combate mismo, a pesar de nuestra indignidad, para completar una historia tan gloriosa, cumplimos ese deseo, mucho más, esa misión que la muy santa Felícitas tuvo por bien confiarnos.

Mencionemos en primer lugar un rasgo de su firmeza y de su grandeza de alma. El tribuno trataba a los presos con bastante dureza. Engañado por los consejos de individuos extravagantes, temía que los cautivos pudieran evadirse de la cárcel, gracias a sortilegios mágicos. Perpetua se lo echó en cara: «¿Por qué no nos permites suavizar algo el régimen? ¿Por ventura no somos condenados elegidos que hemos de combatir en el aniversario del César? ¿No va en ello tu honor el exhibir ante el público prisioneros bien gordos?»

El tribuno, desconcertado, se avergonzó y dio orden de tratar mejor a los mártires. Desde entonces, los fieles tuvieron permiso para visitarlos y ofrecerles confortación. Porque, el jefe de la cárcel acababa de convertirse.

La víspera de los juegos, en la última comida de los condenados, los mártires, tanto como pudieron, transformaron en ágapes esa orgía que se llama comida libre. Con su acostumbrado valor interpelaban a la muchedumbre, amenazaban a los paganos con el juicio de Dios, divulgando la felicidad de morir mártires y burlándose de la curiosidad de los espectadores. «¿No os basta el día de mañana −les decía Saturo− para contemplar a gusto los que odiáis? ¿Hoy amigos, mañana enemigos? Recordad sin embargo nuestras facciones, con el fin de reconocernos en el gran día del juicio». Y todos los paganos se marchaban heridos de estupor; muchos de ellos se convirtieron.

Finalmente llegó el día de la victoria. El séquito de los mártires salió de la prisión y se encaminó hacia el anfiteatro: se hubiera dicho que entraban en el cielo. Estaban radiantes y, en sus rostros, muy hermosos, la emoción temblorosa provenía de la alegría, y no del temor. Perpetua seguía al grupo con paso sosegado, como una gran dama de Cristo, como la pequeña muy amada de Dios; y su mirada tenía tanto brillo, que intimidaba a los curiosos. Felícitas seguía luego, alegre por su feliz alumbramiento que le proporcionaba combatir con las fieras, ávida de ir de la sangre a la sangre, de la partera al reciario, para purificarse en un segundo bautismo.

Cuando hubieron llegado a la puerta del anfiteatro, se los quiso poner vestidos impíos: a los hombres, la toga de los sacerdotes de Saturno, a las mujeres, el vestido de las sacerdotisas de Ceres. Mas Perpetua, valiente hasta el final, rehusó con tenacidad en nombre de los demás. «De por nuestra libre elección, hemos venido hasta aquí −decía− con el fin de salvar nuestra libertad y sacrificamos nuestra misma vida para no hacer semejantes cosas. Precisamente acerca de ese punto hemos formalizado un contrato con vosotros». La injusticia no resistió a la justicia y el tribuno los dejó entrar con sus vestiduras de costumbre.

Perpetua cantaba. Trituraba ya la cabeza del egipcio. Revocato, Saturnino y Saturo amenazaban al pueblo con la cólera divina. Llegados a la altura del palco de Hilariano, le dijeron con ademanes y señales: «Nos hieres, mas Dios te herirá». El pueblo exasperado pidió se les hiciera azotar por los criados colocados en fila. Los mártires se regocijaron de ello: participarían de ese modo en la Pasión del Salvador.

Aquél que ha dicho: «Pedid y recibiréis», concedió a cada uno el género de muerte que deseaba. Cuando hablaban de esto entre sí, Saturnino había declarado que él quería ser expuesto a todas las fieras, para ganar de ese modo una corona más gloriosa. Ahora bien, desde el principio de los juegos, Revocato y él fueron acometidos por un leopardo. En el estrado, fueron luego presa de un oso.

A Saturo, le horrorizaban muchísimo los osos: prefería ser muerto de un golpe por un leopardo, de una dentellada. Ahora bien, quisieron lanzar sobre él un jabalí, mas el cazador que había desatado la bestia, fue pisoteado él mismo y murió a los pocos días. Saturo fue únicamente arrastrado por el suelo. Luego le ataron en el estrado para ser entregado a un oso, mas el oso no quiso salir de su jaula. Saturo, salvado por segunda vez, fue traído de nuevo sin herida.

Inspirados por el Diablo, los verdugos habían reservado para las jóvenes casadas una vaca furiosa, cosa del todo inusitada. Era sin duda para agraviar mejor su sexo. Les quitaron sus vestiduras, las colocaron en una red y las exhibieron en ese estado, en la arena. La muchedumbre no soportó el espectáculo de esas jóvenes casadas, de las cuales una era tan frágil y la otra recién salida de cuidado y cuya leche se derramaba. Las hicieron volver entonces y les pusieron vestidos sin faja.

Perpetua fue lanzada al aire la primera. Se volvió a caer de espaldas. Su vestido se había rajado a un costado. No bien se repuso de su caída, la santa estiró el vestido sobre sus piernas, más atenta al pudor que al dolor.1 Luego buscó una horquilla y volvió a atar sus cabellos. Pues una mártir no puede morir con los cabellos desgreñados; no debe tener aire triste, cuando está en plena gloria. Después de esos arreglos, se levantó de nuevo y divisó a Felícitas agobiada en el suelo. Se acercó a ella, le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Y ambas se quedaron allí de pie. La crueldad de la muchedumbre fue vencida; las hicieron salir por la puerta de los Vivientes.

Allí, Perpetua halló a un catecúmeno, Rústico, muy apegado a ella. Pareció que se despertaba de un profundo sueño, a tal punto había estado arrebatada en éxtasis por el Espíritu Divino. Miró en torno a sí, y todos los presentes estupefactos la oyeron preguntar: «¿Cuándo estaremos pues expuestas a esa vaca, a ese animal no sé cuál?». Le aseguraron que estaba terminado, mas no pudo creerlo y no se convenció sino al comprobar en su cuerpo y en su vestido las huellas del suplicio.


El testamento de los mártires

Luego llamó a su hermano y a ese catecúmeno y les dijo: «Seguid siendo firmes en la fe. Amaos los unos a los otros que nuestros sufrimientos no os intimiden».

Durante ese tiempo, en otra puerta, Saturo animaba al soldado Pudencio. Le hizo esta advertencia: «Hasta aquí −dijo−, como yo lo había presentido y predicho, no he sido tocado de bestia alguna. Mas ahora, créeme con toda confianza: llegó el momento en que voy a avanzar en la arena y un leopardo me matará de una sola dentellada».

En el mismo instante, los juegos iban a terminar y lanzaron contra Saturo un leopardo que, lo bañó en sangre de una sola dentellada. Al ver ese raudal de sangre, la muchedumbre gritó: «¡Está bien lavado! ¡Helo allí salvado! ¡Está bien lavado! ¡Helo allí salvado!». Esas personas veían en ese espectáculo un segundo bautismo, y verdaderamente estaba salvado, el que de este modo estaba lavado en su sangre.

Saturo dijo entonces a Pudencio:

«Adiós. Recuerda mi fe. ¡Que esto no te conmueva, mas te fortalezca!» A un mismo tiempo, le pidió el anillo que llevaba en el dedo, lo empapó en la sangre de su herida y se lo devolvió como una herencia, cual una prenda de fidelidad y un recuerdo de su Pasión. Luego se desvaneció.

Lo depositaron allí donde estaban los demás, en la sala donde degüellan a las víctimas. Mas el pueblo pidió volvieran a traer a los mártires a la arena con el fin de saborear con los ojos el placer homicida de ver espadas hundirse en cuerpos vivientes. Los mártires se levantaron por sí mismos y fueron adonde quería la muchedumbre. Acababan de darse el beso de paz para consumar su martirio según el rito consagrado. Todos esperaron inmóviles y, sin una queja, recibieron el golpe fatal.

Saturo, que en la visión ascendía el primero, expiró el primero, pues debía ayudar a Perpetua. En efecto Perpetua tuvo tiempo de saborear el dolor. Herida entre las costillas, profirió un grito, luego asió la torpe mano del gladiador novicio y enderezó ella misma la espada hacia su cuello. Sin duda semejante mujer
no podía morir de otro modo que por su propia voluntad, hasta tal punto el Demonio la temía.

¡Oh, valientes y bienaventurados mártires! ¡Oh, mártires verdaderamente llamados y elegidos para ser gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que quiere alabar esta gloria, honrarla y adorarla debe leer estos ejemplos recientes tan hermosos como los antiguos ejemplos, con el fin de edificar a la Iglesia.

De ese modo esas nuevas maravillas atestiguaron que es siempre el mismo Espíritu Santo que obra aún hoy junto con el Padre Todopoderoso y junto con su hijo, Jesucristo nuestro Señor, al que sea gloria y poder supremo en los siglos de los siglos. Amén.


Fuente: "La Gesta de los Mártires". Pierre Hanozin, S.J. Editorial Éxodo. 1era Edición.

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