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lunes, 10 de octubre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad








II
Tu novio





(Continuación. Ver Lectura anterior aqui.)

Su primer atributo: la fuerza
Por eso entra en la lógica de las cosas el que tenga mayor robustez que la mujer. El cuerpo del hombre se caracteriza, en efecto, por una fuerza claramente superior a la que posee su esposa. Por su misión debe realizar trabajos exteriores, que exigen de él con frecuencia una musculatura vigorosa, un potencial físico recio, una resistencia tenaz. Debe ganar el pan de los suyos «con el sudor de su frente»; e igualmente debe estabilizar su seguridad, porque él es no sólo su proveedor sino también su protector. En él buscará apoyo la mujer, cuando la amenace algún peligro. Gracias a esa robustez indispensable, la salud del hombre estará menos sometida a las fluctuaciones que hipotecan con frecuencia la de la mujer. Será menos vulnerable que ella y no conocerá esas pequeñas dolencias que la torturan a menudo y hacen penosos sus días. De igual modo, su humor será más estable, estará menos sujeto que ella a esos cambios súbitos que hacen pasar de repente a una persona de la alegría a la tristeza, de la calma a la impaciencia, de la serenidad a la acritud. En suma, el universo físico en que él se mueve está mucho menos expuesto a variaciones que el de la mujer.
En el plano psicológico, esto puede provocar una actitud general lindante con una especie de placidez. Mostrará, con frecuencia, una calma desarmante y sentirá la tentación de acusar a su compañera de excesiva tensión, de alterarse por cualquier motivo; por consiguiente, le devolverá la calma que ella no podría conseguir a causa de su fragilidad nerviosa, y puede suceder entonces que la mujer se exaspere e interprete la serenidad del hombre como indiferencia ante los acontecimientos. Sentirá entonces la tentación de acusarle de frialdad, de insensibilidad, y hasta tal vez… de brutalidad. Además, el comportamiento violento que el hombre adopta a veces inconscientemente, sobre todo en la unión carnal, no conduce más que a fortalecer ese juicio.

Sin duda alguna, puede ocurrir —y ocurre a menudo— que ese juicio sea, por desgracia, justificado. En este caso la mujer debe ayudar al hombre a adaptarse a ella, enseñándole a dominar su violencia y su fuerza para someterle a las exigencias de la delicadeza y de cierto refinamiento. Sin embargo, la mujer debe guardarse de acusarle con excesiva precipitación de brutalidad o de grosería malévola. Una explosión de violencia en el hombre —ya sea de orden sexual o de otro género— puede no ser más que la manifestación de una vida física demasiado intensa, o si se quiere, de una exaltación repentina.

En este orden de ideas, conviene subrayar que la práctica del deporte puede ser una necesidad para salvaguardar el equilibrio nervioso de un hombre que por su clase de trabajo no puede desplegar la suficiente energía física. El alto voltaje de energía que contiene el cuerpo masculino debe tener un escape, llegada la ocasión; por haber desconocido este imperativo biológico, algunas esposas han llevado a su marido a una irritabilidad constante y a trastornos nerviosos profundos.

Por tanto, es preciso que la mujer tenga en cuenta esta sobrecarga de vitalidad que posee todo hombre de buena salud y así podrá explicarse ciertas erupciones que no dejan de ser sorprendentes.

Esto explica también, al menos en parte, la necesidad de acción que sienten ciertos hombres, cuando multiplican las obligaciones exteriores. Ante esta sed de actividad, la esposa no siempre debe concluir que se trata de una necesidad de evasión. Como observa P. Dufoyer, debe comprender esa necesidad de acción «y no ponerle obstáculos, salvo en caso de exceso notorio. Respetará ella la personalidad de su cónyuge. Comprenderá que la expansión de él, la felicidad de él están, en gran parte, ligadas a esa actividad; debe, pues, aceptarla» [1].

De igual modo, deberá recordar que, a consecuencia de la estabilidad de salud de que goza el hombre, éste puede —casi siempre sin maldad alguna— no comprender las dolencias, las indisposiciones, las debilidades de las que puede ella quejarse. Ante estas incomprensiones eventuales de un marido cuya buena salud contrasta con la fragilidad de su esposa, ésta debe desconfiar de un juicio que lo achacaría todo a la brutalidad. El que goza de buena salud no siempre comprende los cuidados meticulosos de que se rodea un enfermo; de igual modo el hombre robusto no siempre puede comprender las atenciones que puede necesitar la fragilidad femenina. En este caso, no hay que acusarle de mala voluntad; esto no serviría más que para irritarle sin mejorar en nada la situación.

Debe más bien intentar explicarse sosteniendo la idea, y recordándoselo si fuese necesario, de que su fuerza le ha sido dada para amparar la debilidad de la mujer, y no para aplastarla.




Estructura característica del mundo interior masculino
Por distintos que sean los cónyuges en el plano que acabarnos de explicar, estas diferencias son, sin embargo, pequeñas comparadas con las propiamente interiores y psicológicas. La misma inteligencia es tan profundamente distinta en el uno y en la otra, que no debe causar asombro que choquen de vez en cuando.
A la mujer, intuitiva, directa, cordial, le cuesta trabajo orientarse ante el razonamiento frío, gradual, riguroso del hombre. Este deduce, encadena, forja una argumentación, distingue, y no acaba de llegar nunca a la conclusión. Durante ese tiempo, la mujer ha podido ver diez veces la verdad en cuestión y tiene además tiempo de exasperarse ante la lentitud de un razonamiento cuyo verdadero valor no siempre percibe.
Además, las más de las veces, el hombre elimina un montón de detalles para llegar al nudo de una cuestión o de un problema. Para él, las consideraciones que pueden desorientar a la mujer, tienen poca importancia cuando no influyen sobre el conjunto. Cuántas veces, ante esa falta de atención, la esposa se indigna insistiendo en unos detalles a los que el espíritu del marido no se digna siquiera conceder una observación. ¿Deberá ella declararle, en tal caso, desprovisto de agudeza? En modo alguno. Él se fija simplemente en lo esencial y se preocupa más de la síntesis que del análisis. Esto es lo que constituye la fuerza de sus posiciones. Sin dejarse acuciar por bagatelas o por consideraciones secundarias, se sitúa en el centro del problema y allí elabora, con arreglo a una lógica rigurosa, los juicios oportunos.

Estos juicios serán, evidentemente, más laboriosos de forjar, más lentos en dibujarse que en la mujer cuya rápida intuición le permite quemar etapas. Pero, en general, serán más seguros porque han sido elaborados teniendo en cuenta lo esencial y formulados con más serenidad. Porque así como la sensibilidad de la mujer influye en la intuición y en el juicio que de ésta emana, la sensibilidad del hombre, por el contrario, no interviene en el proceso del conocimiento.

La seguridad del juicio masculino podrá parecer, a veces, terquedad. Y es probable que lo sea. Pero antes de hacer este diagnóstico, la mujer debe procurar comprender, por un lado, que el punto de partida de su marido es diferente del suyo y, por otro, que el proceso subsiguiente es también completamente distinto. De este modo adquirirá confianza en el punto de vista masculino, o cuando, menos, ajustará sus intuiciones, con frecuencia vacilantes y apriorísticas, a las conclusiones más libres y más firmes de su esposo. Al mismo tiempo en contacto con el espíritu masculino podrá adquirir una óptica objetiva y dar a los detalles sus proporciones exactas sin convertirlos en gigantes cuando en realidad son enanos.

Hemos indicado de pasada, pero sin insistir en ello, el hecho de que numerosos detalles que toman para la mujer proporciones de extraordinaria importancia, son, sin embargo, considerados por el hombre como bagatelas. Insistir en este tema es necesario, porque constituye una fuente de abundantes conflictos. En efecto ¿no sucede con harta frecuencia que, por ambas partes, se exageran las tendencias peculiares de cada uno? La mujer se hace entonces meticulosa, se inquieta por cualquier cosa; el hombre se vuelve indiferente, inatento, olvidadizo.

Para evitar esos constantes choques será preciso que ambos cónyuges comprendan que tal orientación brota del fondo de su ser. La joven debe recordar que el hombre, no sólo su marido, sino todo hombre, si no se ha corregido, es ciego para las «pequeñas cosas». Afanoso de cumplir adecuadamente su deber de proveedor, acuciado por mil preocupaciones inherentes a su trabajo, puede parecer poco atento en ciertos momentos. 
Se le escapan muchas cosas: el vestido nuevo que ella se ha puesto para agradarle, el peinado modificado conforme a los deseos de él (tal vez ni siquiera recuerda ya haberlos indicado), los platos que él prefiere preparados en prueba de que no vive más que para él, y… hasta los aniversarios cuyo culto debería él mantener.

Ante la actitud de un marido que no se da cuenta de esos detalles, ¿va, por ello, a inferir la esposa que carece él de galantería, que muestra desapego hacia ella, que es indiferente a su persona? Sería un error llegar a esta conclusión y amargarse la vida a causa de ello. En este caso, la mujer ha de recordar que ello se debe simplemente a que el hombre es mucho más «disipado» que ella. La esposa que no se mueve de su hogar durante todo el día está en cierto modo concentrada sobre los seres que animan ese hogar: cualquier cosa se los recuerda; desde los pañuelos que está doblando, hasta las comidas que debe preparar. En el hombre no sucede así. Forzosamente, por sus propias obligaciones, está dispersado; dividido entre su hogar el mundo exterior en el que se abisma cada día desde por la mañana, cruzándose con innumerables individuos, preocupado por los distintos problemas que encuentra forzosamente en su camino, y que arrastran su pensamiento muy lejos de su esposa, acaba del modo más natural del mundo por no prestar atención a unos detalles. Estos tienen quizá cierta importancia, pero no por ello dejan de escapársele. No porque él no ame ya, no porque sea indiferente, sino porque se acumulan en su espíritu demasiados elementos dispares. 

Seguramente, no es por mala voluntad, ni porque se entibie su amor, por lo que se muestra él a veces poco atento. La esposa, en lugar de irritarse ante semejante estado de cosas y de hacer resaltar la menor inatención, el menor olvido, para recriminar después con aspereza al marido, que se esfuerce más bien en ayudarle a percibir, poco a poco, los detalles de la vida que pueden hacer la unión conyugal más grata. Hay que enseñarle desde el principio que las pequeñas cosas tienen su valor, y que con frecuencia su lenguaje conmueve más hondamente el alma que las palabras más sonoras. Una rosa, por sí sola, puede valer más a ciertas horas que los macizos más floridos. La mujer debe enseñar esto a su marido, con mucha paciencia y admitiendo que él necesita cierto tiempo para penetrarse de ello. No debe esperar que el hombre lo consiga solo; debe orientarle. Sentirá tanta alegría haciéndolo, y él también, que merece la pena de hacerle descubrir esta riqueza que desconoce: el gran valor de las «pequeñas casos».
Sensibilidad masculina
Aludíamos hace un instante a la sensibilidad del hombre. En ningún punto difiere quizá más radicalmente de su compañera. Ésta se halla dotada de una sensibilidad que el menor acontecimiento, la menor palabra, hacen vibrar. Es como una hoja que el menor soplo la arranca.

Pues bien, junto a su mujer, el hombre no se siente completamente desprovisto de sensibilidad, sino menos sensible que ella. Su corazón, podría decirse, sigue el ritmo de su razón, mientras que en la mujer es más bien ella quien se adapta al ritmo del corazón. Par tanto, el hombre controla más sus reacciones, que son menos profundas que las de su esposa. Algunas veces, tendrá la impresión de que su marido se ha vuelto insensible, que es glacial, y quizás que carece de corazón. Y no hay nada de eso, sin embargo. Él también siente pena y alegría. Pero tiene mayor facilidad para no dejarse arrastrar por ellas. E incluso cuando experimenta una alegría o una pena realmente profundas se muestra a menudo incapaz de manifestarlo exteriormente. Sin querer, sus sentimientos se reabsorben, por decirlo así, en él; y no puede traducir su alma más que con mucha dificultad. No hay que interpretar su mutismo, como indiferencia; aunque no repita mañana y noche «te amo», no se le crea desdeñoso; no se le considere hastiado porque no sea exuberante. Su sensibilidad recuerda el agua que corre por las profundas gargantas de los fiordos noruegos: el ruido de una piedra que cae no se oye, pero el remolino se produce allí lo mismo que en el arroyo que corre por la superficie de la tierra. Por eso la pena del hombre, cuando estalla, es tan trastornadora. Pero no estalla a menudo, como tampoco la alegría. Ante esta insensibilidad que no puede explicarse, la mujer se encuentra desconcertada e inquieta.

En realidad, la mujer puede intentar activar esa sensibilidad para crear un clima más ligero. Pero que se consuele si sus esfuerzos no dan frutos muy abundantes, pensando que, gracias a la calma y a la mesura de la sensibilidad masculina, el hogar encuentra con frecuencia el equilibrio y conserva la paz. Si ambos, marido y mujer, tuvieran la misma sensibilidad, podrían chocar de una manera bastante dolorosa, con el riesgo de que se produjeran profundas heridas.

La mujer es fácilmente hiperemotiva. Todo se convierte para ella en alegría o pena o en ambas cosas a la vez. Por su parte, el marido a menudo no es emotivo, y presencia los acontecimientos sin alterarse. Es evidente que de este hecho pueden nacer conflictos. Según la observación de Jean Marie de Buck, «sin llegar a decir que el conflicto sea fatal, es probable que a la larga, el acuerdo resulte, cuando menos, difícil» [2]. En realidad, no es raro ver surgir los conflictos conyugales, a causa de esta disparidad entre la sensibilidad femenina y la sensibilidad masculina.

El hombre debe hacer un esfuerzo para adaptarse a la sensibilidad de su esposa, pero ésta, por su parte, cuidará de no exigir de él que se muestre siempre tan hondamente conmovido como ella. La esposa se aplicará sobre todo a hacerle comulgar en el tesoro de alegrías que su sensibilidad femenina le proporciona. Con una agudeza notable, Gina Lombroso recordaba a la mujer cómo, a través del juego tan delicado de su sensibilidad, puede ella transformar el universo de su esposo. Porque su capacidad de alegría es tan profunda como su capacidad de sufrimiento. El hombre espera de ella que le haga compartir ese don que no posee, que siembre en él la alegría. «El hombre cansado de la vida exterior, monótona, racional, fatigado del continuo esfuerzo defensivo y ofensivo que la razón le aconseja para mantenerse en equilibrio, bebe con avidez esta alegría pura que la mujer respira. Quiere que ella se la exprese, hasta cuando está triste, que vuelque sobre él el arco iris coloreado con las ilusiones cuyo secreto conoce ella sola. Desea verla alegre incluso cuando esta alegría es ficticia; quiere participar, aunque sólo sea por sugestión, de ese bien, y perdona a la mujer muchas cosas… si sabe ella estar alegre e infundirle esta alegría» [3].

En la calma ponderada del alma masculina, la sensibilidad femenina encontrará una protección contra el atosigamiento demasiado vivo del sufrimiento; pero el hombre, por su parte, encontrará en la sensibilidad femenina toda la alegría que su alma necesita, pero que no puede conseguir por sí misma. ¡Qué enriquecimiento para un hombre poder apoyarse de este modo en la sensibilidad de su mujer para salir de sí mismo, de su monotonía congénita, de su apatía crónica, sumiéndose en una alegría plena! Pero es preciso que la esposa le permita alcanzar esa riqueza, no replegándose sobre una sensibilidad entregada a la sola tristeza. Ante el hombre, por quien ella habrá aprendido a dominar sus sentimientos, la mujer no debe renunciar a su propia sensibilidad. ¡Todo lo contrario! Pero tampoco debe exigir del hombre que renuncie a ser lo que es para realzar en él una sensibilidad que no le sienta bien. «El campo afectivo es el reino de la mujer —escribió una esposa perspicaz—. A condición de que descubra ella por el hombre que ese dominio no es el único que hace progresar la humanidad, le enseñará que es necesario para su enriquecimiento total y que despreciándole se disminuye a sí mismo y no realiza todo lo que ella y los demás esperaban de él. La mujer debe introducir al hombre en el universo sentimental no para suprimir el universo de él, sino para aportarle una dimensión suplementaria que el hombre difícilmente podía imaginar» [4].

Ésta es, por tanto, la actitud, muy matizada pero también muy inteligente, que debe adoptar la mujer, a fin de acordar su sensibilidad a la de su esposo.
Imaginación masculina
Lo que acabamos de decir a propósito de la sensibilidad podría casi repetirse al hablar de la imaginación. Mientras que en la mujer corre con un ritmo desenfrenado, alimentándose del menor detalle, aumentando los indicios, creando situaciones, embelleciendo cosas ya bellas y acentuando las cosas ya negras, en el hombre funciona más lentamente. La imaginación de éste no está, o apenas está, despierta. Sólo se pondrá en acción bajo el efecto de un violento choque y volverá a recaer en seguida en su apatía natural. De la imaginación masculina podría decirse que es la más perezosa de las potencias de que dispone el hombre. Cualesquiera que sean los acontecimientos no sale prácticamente de su somnolencia habitual, lo cual explica además, por una parte, la imposibilidad en que se encuentra apresado el hombre cuando quiere traducir sus sentimientos. 

Mientras que la imaginación femenina sabe entonces inventar mil y una maneras de repetir la misma cosa, de rehacer el mismo gesto, la del hombre se busca. Por eso éste puede llegar a ser fácilmente esclavo de la costumbre. Su material de expresión es limitado; ayudado por la rutina, reduce pronto sus modos de comunicación a unas pocas maneras de hablar que son, más o menos, invariables. Para expresar su amor, no dispone más que de la palabra «amar», ante la gran desesperación de su esposa… y para su propio fastidio. El inconveniente de semejante estado de cosas es que la vida junto al esposo, puede llegar a parecer gris. La mujer, siempre en disposición de renovarse, sentirá la tentación de rebelarse contra la monotonía que hace que todo sea siempre idéntico. Con su imaginación, ansía ritmos nuevos, y la defrauda ver que su esposo es incapaz de redescubrir el amor.

Quizá esta falta de imaginación del cabeza de familia puede parecer un inconveniente desagradable; pero en realidad es una gran ventaja. Porque domina esta peligrosa potencia interior, es por lo que el hombre se mantiene generalmente realista, ve las cosas tal como son, sin excesos, sin exageración. Esto le permite con frecuencia evitar el pánico ante situaciones difíciles, el miedo excesivo ante ciertos riesgos necesarios.
Porque es responsable de su hogar, el jefe de familia tiene que ser prudente; para ser prudente tiene que ser realista; y sólo será realista en la medida en que la imaginación intervenga con medida en los juicios que él emite.


[1] P. DufoyerL’intimité conjugale (Le livre de la jeune épouse), Castermann, París 1951, p. 423.
[2] J. M. de BuckErreurs sur la personne, Desclée de Brouwer, Brujas 1951, p. 215.
[3] Gina LombrosoLa femme aux prises avec la vie, Payot, París 1927, p. 157-158.
[4] Claire SouvenanceConstruire un foyer (Le livre de la fiancée et la jeune épouse), Mappus, Le Puy 1950, p. 47.

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