LA MUJER EN LA IGLESIA
PRIMERA PARTE
ICONO DE SANTA MARÍA MAGDALENA |
El tema de la mujer en la Iglesia
ocupa un amplio espacio. Ella no solamente sigue teniendo funciones que la
naturaleza le ha dado, madre, esposa, preocupada por las cosas de la casa, sino
que, además, de sus actividades públicas, está ocupando un lugar importante en
la Iglesia: catequista, evangelizadora, lectora, etc. Funciones que las
autoridades eclesiásticas le van confiriendo y pidiendo, para su mayor
participación en la sociedad civil y en la Iglesia. Surge la pregunta sobre qué
lugar ocupaba el tema de la mujer evangelizadora en la época de los Padres de
la Iglesia. No se pueden exigir de ellos los mismos conceptos que actualmente
la mujer ha llegado a merecer, pero encontraríamos muchos elementos en su
favor, mediante una detenida lectura de los escritos de los pastores de la
Iglesia en los primeros siete siglos.
LA MUJER EVANGELIZADA
Los padres no condenaron a la
mujer, pero han tratado de evangelizarla, desde su supuesto estado de débil,
arrogante, pérfida, y dominada por una sociedad machista, para llevarla a la
dignidad que le dio el Creador. Condenada a pasar toda la vida en su casa, por
desconfianza, comienza a ser considerada igual al hombre en el plano moral y en
el espiritual. Los Padres empiezan a enseñar que tiene derecho al estudio y a
la meditación de la Sagrada Escritura. La exhortan al estudio, lectura y
oración (Constitución Apostólica, 1,5,6; san Gregorio de Nisa, Orígenes). Ellos
enseñan a las mujeres el canto de los Salmos y otras melodías religiosas. El
estudio y la meditación de los Libros Santos permiten a las mujeres aprender
las grandes verdades dogmaticas (en Roma las mujeres generalmente eran más
preparadas que los hombres). San Agustín evangeliza a Paula, escribiéndole un
tratado sobre la oración y la visión de Dios. San Jerónimo, por deseo de las
mujeres devotas y oyentes, explicaba la Sagrada Escritura en Jerusalén. Estas
mujeres estudiaban griego, arameo y hebreo para comprender mejor la Biblia. San
Agustín se admiraba de la profundidad espiritual de las devotas, llamándolas “fuente de sabiduría”. Los Padres
tuvieron una gran preocupación pastoral por evangelizar a la mujer, sabiendo la
gran obra que ella podía realizar en la familia o en su entrega total a Dios.
Si bien los Padres dejaban a un
lado la posición jurídica y civil de la mujer de su tiempo, dieron gran
importancia a su vida interior, sabiendo que, convirtiéndose ella, era capaz de
lograr grandes cosas en la sociedad y en el bien. Enseñaban la búsqueda de
belleza interior, sobriedad, modestia, discreción. Los ojos demasiado curiosos
son siempre ocasión de pecado: “Evitad
las miradas” (san Agustín, Carm. I, II, 29, 312). La mujer tiene que ser
grave, modesta, de poco hablar, discreta en la sonrisa (Metodio de Olimpo, El
banquete de las vírgenes, 5 discurso, 4, 226). La prostituta, en cambio, se
conoce enseguida por su modo de caminar desordenado, por su manera de vestir,
su hablar ligero, superficial. La mujer cristiana transmite paz, serenidad,
firmeza, humildad, sencillez en los vestidos. “Las mujeres tengan por gloria hablar lo menos posible de sí mismas o de
otras, en bien o en mal” (san Gregorio Nacianceno, Carm. I, 2, 29, 4). La
mujer es el signo de la interioridad espiritual y la vivencia de la verdadera
humanidad, y no del revestirse de la máscara de cosas mundanas. La mujer es
toda seducción y tiene armas poderosas para hacer caer al hombre, mediante la
coquetería (Pseudo clementinas, homilía 3, 27). La seducción hizo caer a Adán.
La belleza de la mujer es para hacer caer en el pecado al imprudente. La mujer
que luce la belleza física, vistiéndose lujosamente, maquillándose, es la que
ofende la obra creadora de Dios, creyéndose imperfecta (san Cipriano).
La mujer que busca la belleza
física hace una ostentación de orgullo y vanidad para dominar al hombre. No se
debe hacer la belleza física, sino la interior: bondad, amor, sacrificio,
moderación, dulzura, misericordia, etc. (san Juan Crisóstomo).
La mujer se arma de la trampa de
la arrogancia para seducir. El orgullo es común en todos los hombres, pero muy
fuerte en la mujer, a causa de la debilidad y fragilidad de su sexo. Busca
elevarse con todos los medios pérfidos, aun contra la armonía natural, buscando
dominar al marido, ejercer el poder tiránico y de terror en la familia y en la
sociedad. La vez que la mujer quiso mandar sobre el hombre, cometió un grave
pecado, transgrediendo la ley de Dios (san Juan Crisóstomo , 17 homilía sobre
el Génesis, 4). Al contrario, la mujer humilde, libremente sumisa, encuentra la
armonía, la igualdad matrimonial y humana. Ella convierte la arrogancia en
dulzura, alegría, armonía y fortaleza en la familia (san Juan Crisóstomo, 20 homilía
sobre los Efesios, 2).
Los Padres han buscado
evangelizar a la mujer, fundamentándose en la Sagrada Escritura, haciendo comprender
que su grandeza, dentro de su debilidad, está en su dignidad de creatura de
Dios. La grandeza de la debilidad se encuentra en la dialéctica continua de
vivir el espíritu evangélico y la dignidad humana, sin necesidad de la
diabólica degradación humana, para reafirmar su ser, liberarse continuamente
del pecado para caminar hacia el misterio de la salvación. Comienza entonces el
desarrollo de la inteligencia, de la fe y del amor, de la vida interior. Del
orgullo a la ternura; del pesimismo feminista y seductor a la fortaleza y el
coraje interior. La mujer es un ser capaz de redención, de conseguir grandes
victorias interiores (Orígenes, 13 homilía sobre el Génesis, 3). La debilidad
de la mujer no está en su esencia, sino en su existencia, indefensa y explotada
por el hombre. Ella está llamada a grandes cosas; “Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia” (Rm 5, 20). Eva es
la figura del pecado; María, la figura de la gracia (san Ireneo de Lyon, San
Justino, etc).
Los Padres han meditado
abundantemente sobre el tema del paralelismo entre Eva y María, y las
consecuencias que trajo sobre la humanidad. La mujer es presentada como el sexo
débil, pecador, en su contextura existencial, pero capaz de transformarse en el
sexo fuerte, con la vivencia de la virtud.
Las mujeres fueron las primeras
en participar del misterio de la salvación: “El Señor primero apareció a las mujeres y ellas fueron a anunciar a los
Apóstoles” (san Jerónimo, Comentario sobre el profeta Sofonías, 1). Ellas
fueron evangelizadas primero por el Señor, para luego cumplir la misión del
misterio de la salvación. La mujer, por
su dignidad maternal, es comparada con la paternidad de Dios. El amor de
Dios hacia los hombres es el de la madre hacia su hijo, débil, pequeño: con
amor lo abraza, lo acaricia, lo alimenta, lo viste, lo socorre, para que el
hijo se sienta tranquilo y feliz al lado de su madre. Eva es la madre de los
hombres y María es la Madre de Dios. El Señor no puede amar sin donarse; así,
la madre no puede ver sufrir sin donarse. La maternidad se mide por el amor
hacia los demás (san Clemente de Alejandría, Qui dives salvetur?, 27). El amor
verdadero de la mujer no está fundamentado en el apetito sexual, sino en la
necesidad de donarse a los demás, en olvidarse de sí misma; así vive y siente
su maternidad. La Madre de Dios es entonces el ejemplo para la mujer
evangelizada en los Padres. Buscar la plenitud de “madre-virgen” (san Agustin).
En el plano espiritual, la mujer
es igual al hombre; “la virtud de la
mujer y la del hombre son la misma virtud, una misma naturaleza de conducta”
(san Clemente de Alejandría, 8, 260). Muchas mujeres han luchado tanto como los
hombres y han demostrado la misma decisión de los hombres. Los textos nos dicen:
“La mujer está ligada ontológicamente al
misterio del Espíritu Santo”, “el
diacono toma el lugar de Cristo, y la diaconisa, el lugar del Espíritu Santo”
(Didascalia). Ella es la fuente de la caridad divina. El paralelismo entre Eva
y María se refleja en la debilidad del amor (san Justino, Dialogo con Trifon;
san Ireneo, Contra los Herejes, 3, 224). La mujer que anuncia la salvación al
hombre cumple una misión especial en la historia de la salvación de la
humanidad (san Gregorio de Nisa, san Agustín, san Juan Crisóstomo). Ella no se
cambia de sexo ni se viste de machismo, sino de virtudes, y pasa de la
condición del débil a ser igual que el hombre y preludiar el estado de los ángeles,
condición futura de la humanidad entera (san Clemente, Stromata, 4, 4).
El sexo pertenece a un orden
provisorio, temporal, tiene que ser superado en el camino peregrinante hacia la
eternidad, viviendo la plenitud de la inteligencia de la fe. La armonía entre
el hombre y la mujer se rompe a causa del pecado; tiene que volver a realizarse
la unidad de una sola carne: “Ella, se
quede en la casa o salga a trabajar, lucha espiritualmente, trabaja a favor de
la Iglesia; ella vigila, cuida al marido y lo ayuda cuando tiene que librar
luchas y fatigas” (san Juan Crisóstomo, Carta 170).
Continuará...
Fuente: Luis Glinka, ofm. "Volver a las fuentes. Introducción al pensamiento de los Padres de la Iglesia". LUMEN 1era Edición. 2008.
Hermano, su blog esta em la Hermandad de Blogs Católicos
ResponderEliminarhttp://hermandaddeblogscatolicos.blogspot.com/
Gratias