En el año 177, en Lyon
CARTA DE FRANCIA
LOS MÁRTIRES DE LYON
(SEGUNDA PARTE)
Para ver la PRIMERA PARTE. AQUÍ
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San
Fotino, obispo de Lyon
El
bienaventurado Fotino, a la sazón obispo de Lyon, tenía más de noventa años de
edad. De salud muy quebrantada, apenas si podía respirar, tan consumido estaba
su cuerpo. Mas el ardor del espíritu le devolvió las fuerzas, pues deseaba el
martirio. Le arrastraron a él también al tribunal, con el cuerpo quebrantado por
la vejez y la enfermedad, mas con el alma intacta. Por ella debía triunfar
Cristo. Fotino fue llevado al tribunal por los soldados. Los magistrados de la
ciudad lo acompañaban así como toda una muchedumbre, que profería contra él
clamores de todo género, como si hubiese sido Cristo en persona. Su testimonio de
fe fue espléndido. El gobernador le preguntó cuál era el Dios de los
cristianos. «Si sois digno de Él −dijo−
lo sabréis». Le arrastraron entonces
con brutalidad y le maltrataron muchísimo. Los que estaban más cerca de él le
daban puntapiés o puñetazos, sin respeto siquiera a su edad avanzada. Los que
estaban más lejos de él le arrojaban todo cuanto estaba al alcance de sus
manos. Cada uno hubiera creído cometer un pecado grave y una impiedad, al no
ultrajarle. Pues se figuraban vengar de ese modo a sus dioses. El mártir
respiraba apenas cuando lo arrojaron a la cárcel. Murió en ella dos días
después. Se realizaron entonces los grandiosos designios de Dios, y los hombres
conocieron la misericordia infinita de Jesús. Nuestra comunidad de fieles ha
visto raras veces semejante triunfo, mas él era muy según el espíritu de
Cristo.
He aquí:
Los
mártires, los apóstatas
Los que habían
renegado su fe no bien los prendieron, no por eso dejaban de estar detenidos
junto con los mártires y compartían sus sufrimientos, pues en la circunstancia
la apostasía no podía salvarlos. Los verdaderos confesores de la fe estaban
encarcelados como cristianos sin que se les hiciere otra acusación principal; los
renegados eran encarcelados por homicidas e impúdicos. Su castigo era dos veces
más duro que el de sus compañeros. Éstos, en efecto, hallaban confortación en
la alegría del martirio, en la esperanza de las promesas, en el amor de Cristo
y en el espíritu del Padre. Los apóstatas, en cambio, estaban atormentados por
los remordimientos hasta el punto de que, al pasar entre los demás, se les
reconocía, sólo al verles. Los confesores caminaban llenos de alegría, el
rostro resplandeciente de gloria y de gracia. Sus mismas cadenas se
transformaban en un noble atavío, así como los flecos bordados de oro en el
vestido de una novia. Esparcían el buen olor de Cristo tan bien que muchos se
preguntaban si no se habían perfumado. Los apóstatas pasaban, los ojos bajos, humillados,
repugnantes y feos. Más aún, los mismos paganos los insultaban y los llamaban
pillos y cobardes. Se les acusaba de homicidio y habían perdido aún el nombre
que constituía su honra, su gloria y su vida. Ese espectáculo afirmó a los
demás y los que prendían aún confesaban la fe sin vacilación, sin pensar más en
un cálculo diabólico.
Los
atletas de Cristo
Luego de tantos
sufrimientos su martirio final presenta una variedad muy hermosa. Con flores de
todas las especies y de todos los colores, tejieron una corona y la ofrecieron
al Padre. En recompensa, los valientes atletas, vencedores en innumerables
combates, bien merecían la magnífica corona de la inmortalidad.
Entonces, Maturo, Sancio, Blandina y Atalo,
fueron conducidos a las fieras en el anfiteatro, para solazar los ojos de los
desalmados paganos. Era un día de combates contra las fieras, que se ofrecía
expresamente con motivo de los nuestros.
Maturo y Sancio soportaron nuevamente en el
anfiteatro toda clase de tormentos hasta el punto de creerse que jamás los
habían torturado antes. Mas ellos eran más bien atletas, ya vencedores del
adversario en varias luchas, que libraban entonces el combate decisivo por la
corona misma. Hubo todavía azotes, según las costumbres del país, heridas
ocasionadas por las fieras y todo cuanto el pueblo delirante reclamaba a voces
por todos lados; finalmente, la parrilla en la que los cuerpos al asarse
exhalaban un olor de grasa. Mas los paganos no estaban saciados. Redoblaban su
rabia contra los mártires; querían vencer su resistencia.
A pesar de todo,
nada pudieron conseguir de Sancio,
sino la confesión de fe que repetía desde el principio. Para terminar, ya que
la vida de los mártires resistía aun después de semejante lucha, los
degollaron. Ese día, mártires ofrecidos como espectáculo al mundo bastaron para
reemplazar los duelos de gladiadores y sus peripecias.
Blandina, colgada de un poste debía servir de
presa a las fieras desenfrenadas. Al verla así, como crucificada y orando en
alta voz, los combatientes se sentían más valerosos. En plena lucha miraban a
su hermana y creían ver en ella, con los ojos del cuerpo, a Cristo crucificado
por ellos, con el fin de asegurar a los creyentes que los que sufren por su
gloria vivirán para siempre con el Dios viviente.