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martes, 27 de septiembre de 2011

LA GESTA DE LOS MARTIRES V.a

En el año 177, en Lyon

CARTA DE FRANCIA
LOS MÁRTIRES DE LYON
 (PRIMERA PARTE)


En su «Histoire ecclésiastique», Eusebio nos ha conservado citándolo, uno de los más preciosos documentos de la literatura hagiográfica. Redactada al día siguiente de las ejecuciones, en forma de carta, esta Pasión es un modelo del género en cuanto al realismo psicológico y a la exactitud del relato. En ella se realza el heroísmo de los mártires sin disimular los estremecimientos de humanidad en presencia de los suplicios. De condiciones muy distintas, esos cristianos, cada uno a su modo, rinden homenaje a Cristo, y Blandina, la más humilde de todos, no es la menos interesante.

***

Los siervos de Cristo que habitan en Viena y Lyon, en las Galias, a sus hermanos del Asia y de la Frigia que tienen la misma fe y la misma esperanza en la redención: paz, gracia y gloria de por Dios, padre, y por Cristo Jesús, nuestro Señor.

La persecución fue de tal violencia en nuestro país, y tan grande la rabia de los paganos contra los santos, y tanto han sufrido nuestros bienaventurados mártires, que no podríamos hallar las palabras necesarias para haceros de ello un relato completo. Pues con todas sus fuerzas se abalanzó el adversario, el Diablo. Preparaba así su futuro reinado en los infiernos, donde se desenfrenará su violencia. Pasó por todas partes para arrastrar a sus gentes y ejercitarlas en el combate contra los siervos de Dios. No solamente se nos echó de las casas, de los baños y de la plaza pública, sino que aún se nos prohibió a todos nos hiciéramos ver en cualquier parte que fuese.

Sin embargo la gracia de Dios organizó la resistencia; alejó del peligro a los tímidos y opuso al adversario sólidos pilares de la fe, capaces de mantenerse sin moverse y que desviarían hacia sí el choque del malo. Los defensores marcharon al martirio y hubieron de soportar muchos ultrajes y suplicios. Mas no se detuvieron por tan poca cosa, apresuraron el paso hacia Cristo y revelaron al mundo que los sufrimientos de aquí abajo nada son en comparación de la gloria que nos espera allá.


Actitud de la muchedumbre

Soportaron valientemente en primer lugar las brutalidades de la muchedumbre. Fueron golpeados, insultados, zamarreados. Saquearon sus bienes, les arrojaron piedras, les encerraron juntos. Soportaron todo cuanto un populacho desenfrenado se complace en hacer sufrir a odiosos enemigos. Luego los hicieron subir al foro. Allí, el tribuno y los magistrados de la ciudad los interrogaron en presencia de todos. Confesaron su religión y fueron encarcelados, esperando la llegada del gobernador.


Un cristiano valiente

El gobernador luego que hubo llegado, los hizo comparecer y se ensañó con ellos en las crueldades acostumbradas contra los cristianos. Uno de nuestros hermanos, Vetio Epágato, estaba presente. Era un hombre tan compenetrado de amor divino y de caridad, era tan perfecto en todo que, a pesar de su juventud, merecía el elogio dirigido al sacerdote Zacarías: «Caminaba de acuerdo con las órdenes y los preceptos del Señor, y su vida era sin mancha». Siempre preparado a sacrificarse por los demás; lleno de celo en el servicio de Dios, hervía en los ardores del Espíritu. Un hombre de ese temple no pudo soportar tantas ilegalidades en el proceso contra los cristianos. Lleno de indignación, reclamó el derecho de tomar la palabra, él también, para defender a sus hermanos y para probar que no hay en nosotros impiedad ni negación de Dios. Mas los que rodeaban al tribunal profirieron alaridos contra él −era un hombre muy conocido−, y el gobernador no hizo lugar a su petición sin embargo tan legítima. El gobernador le preguntó únicamente si él también era cristiano. Aquél, con voz estrepitosa, proclamó que era cristiano; el gobernador lo adjuntó al número de los mártires. Se había dedicado a ser el sostén, el paráclito de los cristianos; mas llevaba en sí el Paráclito, el espíritu de Zacarías. Bien lo había manifestado en ese exceso de caridad que le había hecho exponer su propia vida para salvar a sus hermanos. Era y es aún un verdadero discípulo de Cristo y sigue al Cordero doquiera Él va.



El martirio es un gran combate

A partir de ese momento se produjo una desunión entre los cristianos. Unos se manifestaron enteramente dispuestos al martirio; llenos de ardor, confesaron su fe hasta el fin. Mas se vio a otros que no estaban preparados ni ejercitados: débiles aún, no podían resistir el esfuerzo de un gran combate. Diez de ellos desfallecieron. Nos ocasionaron una profunda tristeza, un gran dolor y quebrantaron el arrojo de los demás que no estaban aún detenidos y que, a costa de mil peligros, socorrían a los mártires sin alejarse de ellos. Fuimos acometidos entonces por una viva angustia, en la incertidumbre que se cernía acerca de la confesión de los adherentes. Los suplicios que infligían no nos infundían terror, mas enteramente a la espera de su término temíamos las defecciones.

Sin embargo las detenciones seguían todos los días, y los que eran dignos de ellas venían a llenar el vacío que dejaran los apóstatas. De este modo se hallaron reunidos en la cárcel todos los cristianos fervorosos de ambas Iglesias, principal apoyo de la religión en nuestros países. Detuvieron también a algunos paganos, criados de los nuestros, pues el gobernador había dado orden oficial de buscarnos con cuidado a todos.


Calumnias paganas

Esos paganos, debido a una perfidia de Satanás, se asustaron en presencia de los tormentos que se infligía a los santos. Incitados por los soldados, nos calumniaron: hacíamos festines dignos de Tieste; éramos incestuosos como Edipo. Nos acusaban de horrores tan monstruosos que no podemos repetirlos, ni siquiera pensar en ellos, ni creer que seres humanos hayan podido cometerlos jamás.

Esos rumores se propalaron y todos se enfurecieron contra nosotros. Paganos que hasta ahora se habían manifestado muy moderados para con nosotros por razones de parentesco, empezaron a odiarnos y rechinaron los dientes contra nosotros. Esta era la realización de la palabra del Señor: «Llegará un tiempo en que quienquiera os mate creerá servir a Dios».

Los santos mártires tuvieron que soportar desde entonces suplicios indescriptibles. Satanás ambicionaba hacerles proferir a ellos también alguna blasfemia.


Los héroes de Cristo

Llevada al extremo toda la cólera del populacho, del gobernador y de los soldados se ensañó con el diácono Sancio de Viena, con Maturo, simple neófito aún, mas valiente atleta, con Atalo, oriundo de Pérgamo, que siempre había sido la columna y el apoyo de los cristianos de aquí, y finalmente con Blandina. Por medio de ella Cristo nos enseña que lo que es vil a los ojos de los hombres y sin hermosura y de poca estimación, es juzgado digno de grande gloria ante Dios, a causa del amor que se le tiene, amor que no se contenta con vanas fórmulas, sino que se prueba con los actos.


Santa Blandina, heroína de Cristo

SANTA BLANDINA
Todos temíamos por Blandina; y, su ama según la carne, que combatía en las filas de los mártires, temía mucho por su criada debido a su débil complexión y temía también que le faltara la firmeza al confesar su fe. Ahora bien, Blandina se manifestó tan valiente, que cansó y desanimó a sus verdugos.


Éstos debieron relevarse ya desde la mañana para torturarla mucho. De noche se declaraban vencidos, pues ya nada tenían que hacer. Se admiraban de que conservara aún un hálito de vida, tan destrozado y traspasado estaba su cuerpo; y afirmaban que bastaba uno solo de sus suplicios para ocasionar la muerte cuando de hecho, no habían logrado ocasionársela tal variedad y tan gran número de suplicios. Mas la bienaventurada, cual un valiente atleta, recobraba un nuevo vigor al confesar su fe. Era para ella un confortante en sus sufrimientos, un descanso y un alivio, decir: «Soy cristiana y en nosotros nada malo sucede».


Mediante los mártires Cristo vence a Satanás

Sancio que se sobreponía a todo, soportaba, él también, con valentía sobrehumana, todas las torturas de los verdugos. Los impíos esperaban que tormentos prolongados y crueles le arrancarían la confesión de algún crimen. Los resistió con inquebrantable valor. Ni siquiera les dijo su nombre ni de qué país procedía, ni su ciudad de origen, ni si era esclavo o libre; a todas las preguntas respondía en latín: «Soy cristiano». Fue la única respuesta que repitió cada vez en lugar del nombre de la ciudad, de la estirpe o de lo demás. Y los paganos nada más pudieron conseguir de él.

El gobernador y los verdugos rivalizaron entonces en crueldad contra él. Y cuando hubieron agotado las torturas acostumbradas, hicieron calentar hojas de bronce y se las aplicaron del todo candentes en las partes más sensibles del cuerpo. Esas partes de su cuerpo ardían, mas él, sin vacilar, seguía inquebrantable y firme en la confesión de su fe. Y la fuente celestial de agua viva que brota del pecho de Cristo era para él fortaleza y refrigerio. Su pobre cuerpo era prueba de los tormentos soportados; no era sino llaga y magulladura y de tal manera descoyuntado que ya no tenía forma humana. Mas Cristo que padecía en él, conquistaba magníficos títulos de gloria, aplastando a Satanás, el adversario, y mostrando con provecho a los demás que nada temible hay allí donde reina el amor del Padre, nada doloroso allí donde se halla la gloria de Cristo.

A los pocos días, los impíos empezaron de nuevo a torturar al mártir. Sus carnes estaban hinchadas e inflamadas y los verdugos contaban con que al volver a comenzar las torturas, triunfarían de él −ya que no podía soportar ni siquiera el contacto de las manos− o bien que expiraría en medio de los tormentos, lo que atemorizaría a los demás. No sólo nada semejante le sucedió a Sancio, sino que a despecho de lo que se esperaba su cuerpo estropeado se repuso y se enderezó en esos nuevos suplicios; recobró el aspecto de un hombre y el uso de sus miembros. Por eso, por la gracia de Dios, esa segunda tortura no fue para Sanctus un tormento, sino una curación.

Biblides, unas de las que habían renegado su fe, parecía ya presa del Diablo. Este último, con el fin de posesionarse mejor de ella por condena por infamia, la hizo conducir a la tortura, con la esperanza de hacerle repetir las impiedades con que nos agobiaban.
¡Era efectivamente tan débil y tan poco valiente! Mas he aquí que en medio de los tormentos, recobró el conocimiento y se despertó como de un profundo sueño. Esa pena temporal le recordó el castigo eterno del infierno. Entonces osó desmentir cara a cara a los calumniadores. «¿Cómo −dijo− comerían a los niños gentes como esas que ni siquiera pueden alimentarse con la sangre de animales irracionales?». No cesó desde entonces de confesarse cristiana y la colocaron en el grupo de los mártires.

Esos tormentos no surtían por lo tanto efecto alguno, gracias a Cristo que fortalecía a sus amigos. El Diablo imaginó nuevas astucias: amontonar a los mártires en una infecta mazmorra y en la oscuridad, con los pies separados violentamente por una viga −hasta el quinto agujero−; agréguese a eso las maldades de furiosos carceleros. Poseídos por el Diablo, eran más feroces que nunca. Por eso los cristianos, la mayoría de ellos, pereció asfixiada en la cárcel. El Señor había querido que desaparecieran de ese modo, para hacer resplandecer mejor su poder. Efectivamente, algunos estaban tan cruelmente heridos en los suplicios, que debían, al parecer, morir de resultas de ellos a pesar de los mayores cuidados, resistieron en la cárcel. Sin ningún auxilio humano, mas confortados por el Señor, recobraban el vigor del cuerpo y del alma, fortalecían a los demás y los animaban. Otros en cambio, nuevos, que acababan de prender, mas que no había recibido aún la consagración de los suplicios, no podían soportar el horror de estar amontonados de este modo y morían en la cárcel.

 CONTINUARÁ.....



Fuente: "La Gesta de los Mártires". Pierre Hanozin, S.J. Editorial Éxodo. 1era Edición.


PRÓXIMO VIERNES: LOS MÁRTIRES DE LYON. SEGUNDA PARTE 

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