DECIMOCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Subió Jesús en una barquilla, atravesó el lago y llegó a la ciudad. Presentáronle aquí a un hombre paralítico postrado en una camilla. Y Jesús, viendo la fe de ellos, le dijo: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Entonces algunos de los fariseos dijeron en su interior: Este hombre blasfema. Y como viese Jesús los pensamientos de ellos, les dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué cosa es más fácil decir, te son perdonados tus pecados, o levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo entonces al paralítico: levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa. Y se levantó y se fue a su casa. Las turbas al ver este prodigio, se llenaron de temor y dieron gracias a Dios, que dio tal poder a los hombres.
Este hombre paralítico, postrado en su camilla, es la imagen de una vida muelle y sensual, contraria a la vida que tiende a la perfección.
La Imitación de Jesucristo dice: Esta es obra de varón perfecto, nunca aflojar la intención de las cosas celestiales, y entre muchos cuidados pasar casi sin cuidado, no de la manera que suelen descuidar algunos por remisión o flojedad; sino por la excelencia de una voluntad libre, sin ningún desordenado afecto, que tenga a criatura alguna.
¿En qué consiste, pues, la vida muelle y sensual?
Un gran filósofo cristiano nos dio la idea más elevada al par que más verdadera del hombre, al definirlo una inteligencia servida, por órganos.
En el estado primitivo de justicia en que Dios le había criado, el hombre, que era poco menos que los Ángeles, debía conservar sin violencia y sin esfuerzo la supremacía de su alma en todas las facultades de su cuerpo.
Hoy, que su rebeldía contra Dios ha introducido el desorden en la parte más íntima de su ser, no puede recobrar la autoridad que perdió sino humillando y teniendo bajo su yugo a su propia carne.
De ahí la definición del hombre sensual, que podemos oponer a la primera, un cuerpo que se hace servir por el alma; porque en efecto en la vida muelle y sensual, todo se refiere a las exigencias del cuerpo.
Diríase que todas las facultades del alma están empleadas en procurarle cuanto le piden los sentidos. Y ¿qué es lo que no piden?
Pasamos de lo necesario a lo útil, de lo útil a lo agradable, de lo agradable a lo superfino, y de lo superfino a cuanto conduce al lujo, a la magnificencia, a la profusión y, a menudo, al cuidado más voluptuoso.
Semejantes al mal rico de que habla el Evangelio, malgastamos nuestra existencia en una muelle ociosidad, empleando el tiempo en los cuidados más frívolos y más indignos de un alma que siente su grandeza.
Frivolidad, superfluidad, ociosidad, he aquí como pasamos los días.
Es tan fácil dejarse resbalar por la pendiente suave de la naturaleza corrompida que, la verdadera idiosincrasia humana, apenas se deja ver cuando se vive ya en la esclavitud de los sentidos.
Porque no sucede con la vida muelle y sensual lo que con ciertos desórdenes, contra los cuales la conciencia, por poco recta que sea, no deja de levantar la voz.
Si una persona de una conciencia delicada se deja arrastrar al mal por la fuerza de una inclinación, vuelta en sí y entrando de nuevo en su corazón, no tardará en experimentar una viva inquietud, consecuencia necesaria del remordimiento que sigue a una primera falta.
Mas ¿cómo echarse en cara el conjunto, la serie de actos de que se compone una vida sensual, cuando estos actos, tomados separadamente, no parecen criminales?
¿Qué mal hay, se preguntan estas personas del mundo?
¿Qué mal hay en ello? Consideremos cuáles son los peligrosos efectos de semejante vida.
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Consideremos los peligros y funestos efectos de una vida, muelle y sensual.
El primer efecto de la molicie es hacer que nuestra vida sea inútil y pobre de buenas obras.
Pues bien, esta vida es reprobable por el solo hecho de carecer de virtudes.
Recordemos al siervo del Evangelio con tanto rigor castigado, no por haber malgastado el talento que había recibido, sino por no haberlo hecho producir; y la higuera maldita porque no llevaba más que hojas y no frutos.
En segundo lugar, la vida muelle no sólo es una vida inútil y pobre de buenas obras, sino que está en oposición abierta con los principios del Evangelio y con los ejemplos de Jesucristo.
En afecto, no se salvarán, según dice el Apóstol, sino los que se hubieren hecho conformes a la imagen de Jesucristo. Ahora bien, ¿cómo podríamos reconocerse a Jesús en esa vida regalada, inútil, ociosa, completamente consagrada al lujo, al orgullo, a todo lo que lisonjea en fin las inclinaciones de la naturaleza corrompida que el Apóstol quiere que crucifiquemos con sus concupiscencias?
En tercer lugar, la vida sensual conduce insensible y casi infaliblemente a los últimos excesos de las pasiones.
Hasta aquí hemos supuesto en las personas que se abandonan a la suave y fácil pendiente de sus sentidos muchos defectos; pero no hemos señalado aún el peligro inminente en que están de una caída próxima, y casi inevitable, cuando uno se entrega habitualmente, sin oposición ni resistencia, a las exigencias de la naturaleza.
¿Dónde, en efecto, encontraría la energía necesaria para combatir lo malo el alma débil y enervada que no sabe más que ceder?
Extenuado por los ayunos, abrumado de trabajos y buscando en las dificultades del estudio de las lenguas una distracción a los enojosos pensamientos que le importunaban, San Jerónimo, en el fondo del desierto, a donde fue huyendo de las imágenes voluptuosas de Roma, se golpeaba el pecho, como para apagar en su sangre el fuego de las concupiscencias que a pesar suyo le molestaban…
San Benito no encontraba otro medio que echarse en un estanque helado o revolcarse en los espinos…
Y alma paralítica, muelle y sensual, no toma ninguna precaución, no sabe hacerse la menor violencia, y que está casi vencida aun antes de comenzar el combate. No podrá permanecer firme y animosa en presencia de cuanto le puede seducir.
No tardará en ir pronto más allá…
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Meditemos en los ejemplos del Evangelio, los cuales no podemos tildar de exageración; y procuremos sobre todo, conformar a ellos nuestra vida; porque, fuerza es que lo reconozcamos, la sociedad en cuyo seno vivimos, extraviada y pervertida, ha trastornado en su delirio todas las ideas cristianas, y hasta las leyes más sagradas del derecho natural.
En otros tiempos, los de la Cristiandad, era posible que muchos abrazasen y llevasen una vida muelle y sensual, una vida inútil y llena de placeres; pero no que fuese legitimada y autorizada por nadie…
Se hacía acaso el mal, pero no se había llegado al extremo de dar el nombre de bien al mal que se hacía…
Este exceso de sacrílega audacia hubiera llenado de indignación a las almas menos fervorosas.
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Hagamos nuestras estas tres peticiones que encierran toda la vida cristiana, meditémoslas y pongámoslas en práctica:
1ª) Dadme fuerza para resistir,
2ª) Dadme paciencia para padecer,
3ª) Dadme constancia para perseverar.
En esto está la perfección aquí bajo, y la felicidad en la vida futura.
Es propio del corazón perfecto no apartar nunca la intención de las cosas celestiales y, entre muchos cuidados, pasar casi sin cuidado, no de la manera que suelen algunos, por remisión o flojedad, sino por la excelencia de una voluntad libre, sin desordenado afecto por criatura alguna.
Hay gran diferencia entre el corazón mundano disgustado de los falsos bienes del mundo, y el corazón cristiano desprendido de sus supuestas ventajas.
El corazón disgustado, después de haber probado todos los goces que prometen los sentidos para llenar la profundidad de sus abismos, ve con sorpresa y espanto el inmenso vacío que deja en él la posesión de lo que había deseado, permaneciendo a la vez culpable y desgraciado.
Por el contrario, el corazón desprendido, rechazando prudentemente lejos de él lo que sabe con certeza que no puede satisfacerlo ni llenarlo, se vuelve a Dios para hallar en Él la virtud y la dicha.
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Fiel retrato del paralítico del Evangelio es la confesión y oración que hace el alma en la Imitación de Jesucristo:
Confieso, Señor, contra mí mismo mi iniquidad; te confesaré mi flaqueza.
Muchas veces es una cosa bien pequeña la que me abate y entristece.
Propongo pelear varonilmente; mas en viniendo una pequeña tentación me lleno de angustia.
Algunas veces, de la cosa más despreciable me viene una grave tentación. Y cuando me creo algún tanto seguro, cuando no lo advierto, me hallo a veces casi vencido y derribado de un ligero soplo.
Mira, pues, Señor, mi bajeza y fragilidad, que te es bien conocida. Compadécete, y sácame del lodo, porque no sea atollado, y quede desamparado del todo.
Esto es lo que continuamente me acobarda y confunde delante de Ti; ver que tan deleznable y flaco soy para resistir a las pasiones. Y aunque no me induzcan enteramente al consentimiento, sin embargo me es molesto y pesado el domarlas, y muy tedioso el vivir así siempre en combate.
En esto conozco yo mi flaqueza, en que tan abominables imaginaciones más fácilmente vienen sobre mí que se van.
¡Ojalá, fortísimo Dios de Israel, celador de las almas fieles, mires el trabajo y dolor de tu siervo, y le asistas en todo lo que emprendiere!
Fortifícame con fortaleza especial, de modo que ni el hombre viejo, ni la carne miserable, aún no bien sujeta al espíritu, puedan señorearme; contra los cuales conviene pelear en tanto que vivimos en este miserabilísimo mundo.
La vida muelle y sensual es un grave peligro; ya lo hemos considerado. Pero no menos funesto para las almas es el desaliento, que las postra y paraliza espiritualmente.
¿Cuál es el principio la causa de tan peligrosa tentación?
Podemos indicar cuatro principales causas de desaliento:
1ª) El retiro de las gracias o la privación de las consolaciones sensibles;
2ª) La violencia y duración de las tentaciones;
3ª) La inconstancia de las resoluciones a consecuencia de la poca fijeza de la voluntad;
4ª) La facilidad de las caídas o la frecuencia de las faltas a que se encuentra el hombre como arrastrado por la debilidad de la naturaleza y la violencia de las inclinaciones.
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1ª)
Falta de las gracias o privación de las consolaciones sensibles.
Falta de las gracias o privación de las consolaciones sensibles.
Debemos saber que el camino de la vida no siempre será llano y suave. Al principio fue preciso llevarnos, porque no podíamos sostenernos solos; mas la Providencia, que tan amorosamente nos sostuvo, nos dejará en el camino.
El viaje será largo, y no solamente sentiremos la fatiga del camino, sino que tendremos además que gemir a causa de la incertidumbre en que nos dejará la ausencia del Señor. Nos creeremos haber perdido para siempre.
Mas ¿para qué recordar esto? Preciso es que esto sea así. Resignémonos y tengamos valor.
Llamemos a Dios, si lo deseamos, y a la manera del niño que también llama a su madre, lloremos; mas guardémonos de quejarnos y de desconfiar.
No digamos: Dios me ha rechazado; sino más bien: Dios ha querido probarme. No añadamos: Lo perdí sin esperanza; sino: Se alejó por un instante y pronto le volveré a ver.
Por lo demás, y aunque no debiésemos verle hasta el día en que se manifestará sin nubes, hágase su voluntad y santificado sea su nombre.
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2ª)
La violencia y la duración de las tentaciones.
La violencia y la duración de las tentaciones.
Aunque Dios no hiciese más que retirarse, la prueba sería ya ruda y penosa; pero las más de las veces no se retira sino para permitir que se acerque el enemigo: y de ahí las crueles angustias del alma que, temiendo sobretodo desagradar a Dios, se encuentra llevada, sin que lo quiera y por la fuerza de sus inclinaciones, hacia lo que sabe que debe desagradarle, con la incertidumbre, no pocas veces, de si realmente le ha desagradado o no…
Si las pruebas cesasen, cesaría también la vida; porque ¿a qué fin se la prolongaría, puesto que ella misma no es más que una gran prueba?
No se conceden los momentos de reposo sino a fin de dar tiempo al alma para prepararse a resistir nuevos ataques.
La causa ordinaria de nuestras inquietudes nace de nuestras impaciencias y de nuestra falta de valor.
¿Cuál es el soldado que, en el campo de batalla, se admira de verse expuesto a los tiros del enemigo? ¿Por ventura la vida no es un combate a muerte entre la naturaleza y la gracia, entre el bien y el mal, entre el hombre espiritual y el carnal?
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3ª)
La inconstancia del corazón, o poca fijeza de los sentimientos y de las disposiciones.
La inconstancia del corazón, o poca fijeza de los sentimientos y de las disposiciones.
Las almas flacas y sin experiencia, que no saben que todo reside, no en la imaginación, sino en la voluntad, se desconsuelan y se lamentan de los continuos cambios que sobrevienen y se suceden en su interior.
No acertando a explicarse por qué se sienten hoy inclinadas a abrazar el bien con ardor, y le ven al día siguiente con indiferencia, se turban, se entristecen y se reputan culpables de una falta que no puede serles imputada como a tal.
A menudo acaban por desalentarse y por abandonarlo todo como imposible. Y en efecto, lo sería su trabajo, si, como se figuran, Dios exigiese de ellas una fijeza completa en sus afectos y en sus sensaciones.
Pero no es así: lo que Dios quiere es que la voluntad subsista.
¿Es el hombre menos fervoroso porque sienta menos ardor en la oración, si, aun cuando éste disminuya, no deja entonces de orar? ¿Es menos caritativo porque experimenta alguna repugnancia en perdonar, si por experimentarla, no deja sin embargo de perdonar de buena voluntad y generosamente?
Es, pues, una tentación peligrosa la que debilita nuestro valor haciéndonos ver en la movilidad de nuestra fantasía o en la inestabilidad de nuestras disposiciones un mal que únicamente lo sería si cambiase nuestra voluntad.
No lo creamos ganado todo porque nos sentimos hoy más fervorosos; ni todo perdido porque al día siguiente todo nos cansa y da hastío. Caminemos siempre con paso igual, y a la manera del piloto que se sirve de los vientos contrarios para llegar al puerto, ayudémonos de lo que parece alejarnos del fin a que tendemos.
Nada resiste a la gracia y a la buena voluntad; recordemos que para llegar al fin basta que Dios lo quiera y que no nosotros lo queramos con Él.
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4ª)
La facilidad de las caídas y la frecuencia de las faltas a que nos encontrarnos arrastrados por la debilidad de la naturaleza y la violencia de las inclinaciones.
La facilidad de las caídas y la frecuencia de las faltas a que nos encontrarnos arrastrados por la debilidad de la naturaleza y la violencia de las inclinaciones.
He aquí uno de los motivos que parecen, si no justificar, al menos excusar el desaliento del alma; y es cuando, después de haber tomado muchas veces la resolución de permanecer fiel, se deja arrastrar de nuevo por la fuerza, la costumbre, o la violencia de las tentaciones.
El alma que se lamenta de su inconstancia y movilidad, no osa renovar delante de Dios promesas que tantas veces reiteró, y violó otras tantas.
Se lamenta: ¿Qué os diré, Señor, en vista de esta nueva caída, acaecida casi un momento después de las protestas que os hice de morir antes que ofenderos? Es, pues, inútil que las renueve para olvidarlas tan pronto y para violarlas con tan desconsoladora facilidad.
¡No!, no es inútil, y he aquí por qué.
Este propósito que formamos sinceramente en presencia de Dios de permanecer fiel, aun cuando no fuese duradero, es, sin embargo, bueno en el instante en que nos determinamos a él.
Además, a fuerza de renovar los piadosos designios, la flor de los deseos acabará por convertirse en fruto de virtud.
Así mismo, estas protestas, de tal suerte renovadas, tienen la ventaja de impedir, en cierta manera, la prescripción del mal contra el que, no sea más que por un momento, nos levantamos con toda la energía de nuestra voluntad.
Finalmente, entrando de esta suerte en nosotros mismos, nos será imposible considerar nuestras miserias sin humillarnos profundamente ante Dios y sin suplicarle que venga en nuestro auxilio; y esta santa confusión, unida a la esperanza en la divina misericordia, podrá procurarnos la gracia de la perseverancia.
Alguno dirá: es burlarse de Dios, es cansar su paciencia, prometer lo que jamás se cumple.
Respondemos que sería, en efecto, burlarse de Dios hacer promesas sin tener la intención, al menos actual, de realizarlas. Pero del hecho de que olvidemos tan pronto las promesas que de buena fe hubiésemos hecho, ¿se sigue que no debamos renovarlas jamás delante de Dios?
Temamos, en buena hora, abusar de su longanimidad y paciencia en aguardarnos; sea también este temor un preventivo de otras caídas.
Mas, una vez cometida la falta, no temamos levantarnos de nuevo. No añadamos a nuestras ofensas la de dudar de la bondad que nos acoge y desea perdonarnos.
Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. … levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa…
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