Gertrud
Von Le Fort
La
mujer eterna
Ediciones Rialp, S. A.
Madrid – 1957
Título original alemán:
Die ewige frau
(Im Kösel- Verlag zu München)
Traducción de
María Cleofé Aguilera
PROLOGO
Este libro se propone
exponer la importancia de la mujer, no
partiendo de su posición psicológica o biológica, histórica o social, sino
simbólica. Esto representa cierta dificultad para el lector. El lenguaje simbólico,
expresión comprensible para todos de un pensamiento palpitante, ha sido
sustituido en gran parte por el lenguaje del pensamiento conceptual abstracto.
De ahí que este libro sienta la necesidad de exponer al lector la esencia del
símbolo.
Los símbolos son
signos o imágenes en los cuales las supremas realidades y determinaciones
metafísicas no se reconocen en abstracto, sino que se hacen gráficas
alegóricamente; los símbolos son, pues, la expresión perceptible de una
realidad invisible. Tienen por base el
convencimiento de que existe una ordenación racional de todos los seres y de
todas las cosas, la cual muestra su origen divino a través de los mismos seres y cosas, y precisamente por este medio del lenguaje de sus símbolos. Por ello éstos obligan al individuo que los acoge,
pero aún en el caso de que ya no
reconozca su significado o de que incluso los rechace, se encuentran intactos e
intangibles sobre él. El símbolo no expresa por tanto, el carácter empírico o
el estado de cada portador, sino su significado metafísico. El portador del símbolo
puede no estar a su nivel, pero por ello
no decae su símbolo.
De la misma manera que
el significado del símbolo no coincide sin más ni más con el carácter empírico
de su portador individual, tampoco se limita al portador del símbolo lo
esencial que con el se designa. Este libro afirma para la mujer una orientación
hacia lo religioso partiendo de su símbolo. Pero no afirmar una religiosidad especial de la mujer ni mucho menos su
primacía religiosa frente al hombre; esto sería la total incomprensión
de éste libro. Por el contrario, se trata de plasticidad de lo religioso, de su
exposición alegórica, que indudablemente- y esto se da en el símbolo- está
encomendada y confiada a la mujer en particular.
Lo que cabe decir de la importancia nuclear de
lo femenino puede decirse también de la importancia de sus distintas
irradiaciones. En este libro se hace referencia a la manifestación de lo real
por medio de la mujer; esta manifestación misma, en cuanto esencia metafísica,
nunca deberá ser usurpada por la mujer. Todo ser se manifiesta en la tierra
siempre bajo dos aspectos. Esto lo demuestran precisamente las dos formas de
vida masculina, que son las más elevadas por su significado simbólico. Así en
el aspecto realmente heroico del hombre aparece el gran rasgo de caridad propio
de la mujer, pero precisamente como manifestación femenina. Al hombre
caballeroso le corresponde la protección de los pequeños y los débiles. Tenemos, pues, que San Vicente
de Paúl, siendo sacerdote, adopta en su corazón a los niños abandonados como lo
haría una madre; en San Luis Gonzaga y en las figura de la órdenes religiosas
el significado de la virginidad se nos presenta también como una virtud
masculina. Cuando Santa Catalina de Siena exige precisamente las virtudes
masculinas considerándolas como las verdaderamente cristianas, se tata del
reconocimiento de esta doble manifestación, pero vista del otro lado; igualmente e tarta de
esta doble manifestación cuando la
oración dogmática de las Letanías Lauretanas invoca a maría como mater amabilis y como virgo potens, y
cuando equipara a la imagen femenina de la rosa mystica las imágenes masculinas de speculum
justitiae y turris Davidica. Al igual que toda la verdad sobre la
mujer, aquí, partiendo de la imagen de la Mujer Eterna, se llega también a la
comprensión del significado simbólico de lo femenino. María, como representante
de toda la creación, representa
igualmente al hombre y a la mujer.
I.
LA
MUJER ETERNA
En
donde quiera que aparece la criatura
bajo la idea de lo eterno, no se manifiesta ya la criatura misma, sino la
eternidad de dios, como único eterno. Sólo una época profundamente desorientada
o mal dirigidas en sus instintos metafísicos puede atribuir a un ser creado la
idea de la eternidad – ya se comprenda como valor absoluto, ya como continuidad
absoluta-, sin percatarse de que, con ello, en vez de elevarla más bien la
aniquila instantáneamente. La criatura reconoce su propia relatividad en la
idea de la eternidad y sólo en esta confesión se le manifiesta también a ella
la eternidad. La criatura en su limitación temporal se abandona por completo,
sometiéndose a lo intemporal absoluto, y
dentro de ésta idea no aparece ya con su
propio valor, sino como idea y reflejo de lo eterno; o sea, como su símil o receptáculo. Este es el sentido de
toda purificación y de toda devoción; es tanto el sentido en el que puede uno arriesgarse a hablar de
la “Mujer Eterna”. En manera alguna se trata
de revelar ni aun cambiar de tono
ciertos rasgos relativamente invariables de la imagen femenina empírica, o sea
“eternos” en el sentido limitado terrenal, sino que se tata del aspecto cósmico
metafísico de la mujer, de lo femenino como misterio, de su categoría
religiosa, y en último término de su
imagen ideal y final en Dios.
Con
ello queda claro que aquí se rechaza la hipótesis personal arbitraria. Ya vimos
que lo religioso comienza donde termina lo subjetivo doctrinario. ¿Pero en qué
lenguaje debe hablarse más allá de este final? Nosotros sólo podemos captar lo metafísico
bajo el velo de la forma; o sea, sólo allí donde nos vemos otra vez empujados hacia el terreno de lo
relativo temporal. Sólo el arte sublime, en sus momentos más excelsos de
gracia, puede pregonar lo imperecedero dentro de la forma efímera. Pero tan
pronto como lo examinamos detenidamente nos enfrentamos con otra afirmación. El
gran arte occidental nunca podrá desligarse del dogma cristiano católico; en
sus manifestaciones supratemporales se convierte en su representante
sacerdotal. De la misma manera que la grandiosas Missa Solemnis de Beethoven reúne bajo el credo de la Iglesia que
la Iglesia misma no logra reunir hoy, así las artes plásticas y la pintura, a
través de los siglos, pregonan aún las figuras del drama de redención cristiano
a los modernos paganos. Considerar estas artes no sólo estéticamente, sino
religiosamente, significa entrar en plena conciencia en el terreno del dogma
católico, que el fundamento supratemporal que rebasa el carácter personal sobre
el que se funda toda la cultura de Occidente y al cual permanece adherida
inevitablemente, aún en su negación.
En
primer lugar debe observarse que el dogma católico ha hecho las más vigorosas
afirmaciones que jamás se hayan hecho sobre la mujer. Junto con estas afirmaciones
se desvaneces todos los ensayos de interpretación metafísica de lo femenino
como simple eco de la Teología o como carentes de contenido e importancia
religiosos. La Iglesia no sólo ha comparado a la mujer, a toda mujer, consigo
misma en la doctrina del Sacramento del matrimonio, sino que también ha
proclamado como Reina del Cielo a una mujer y la ha llamado la “Madre del
Redentor”, “Madre de la Divina Gracia. Es cierto que con estas afirmaciones no
se ha querido señalar en sí la encarnación de lo femenino y hemos de insistir
sobre ello, sino que ha querido señalar a la Única de la cual se dice: “
bendita Tú eres entre todas las mujeres” Sólo la Única, aunque es infinitamente
mucho más que el símbolo de lo
femenino, es también símbolo de lo
femenino; solo en Ella y por Ella que se ha hecho concebible
el misterio metafísico de la figura de la mujer.
Intentaremos resumir aquí brevemente el contenido del
Dogma. Si traemos a colación a los grandes maestros que representaron la vida
de María, como por ejemplo Fra Angélico, deberemos comenzar con la última
imagen, que es el fondo de la primera. El arte religioso del pasado refleja en
la ordenación de las imágenes, como un presentimiento, el desarrollo de la
constitución del Dogma. En la última imagen, María coronada, se vislumbra a la Inmaculada.
Considerado históricamente, su dogma fue proclamado muy tarde; considerado metafísicamente, se
encuentra al principio del misterio, completamente al principio. Por así decir,
se remonta a la aurora de la Creación. El Dogma de la Inmaculada significa la
proclamación de lo que era el hombre antes de su caída; significa el semblante
puro de la criatura, la viva imagen divina en el hombre. De aquí irradia una
luz extraordinaria sobre la época de su proclamación. Según el concepto
temporal de la Iglesia, esta época se encuentra pues, pocos decenios
inmediatamente antes del instante que el filósofo de la historia cristiano
Berdiaeff designa como caída de la “imagen humana”, relación que hoy podemos
reconocer en su pleno significado.
Ya
se ve aquí claramente la enorme importancia, en general, del Dogma de María. Si
la Inmaculada es la viva imagen divina de la humanidad, la Virgen de la escena
de la Anunciación es su representante. En el humilde fiat con que responde al Ángel, vemos que el misterio de la
Redención depende de la criatura. Pues para su Redención el hombre no tiene más
que ofrecer a Dios la disposición a la entrega incondicional. La receptividad
pasiva de la mujer, en la cual la
filosofía antigua veía lo puramente negativo, a parece en el orden de la
gracia cristiana como lo positivamente
decisivo. Formulado brevemente, el dogma mariano significa la doctrina de la
colaboración de la criatura en la obra de la Redención. El fiat de la Virgen es, pues, la manifestación de lo auténticamente
femenino, se convierte en manifestación del espíritu religioso en el hombre.
María es, pues, no solamente objeto de la veneración religiosa, sino que Ella
misma es lo religioso por medio de lo cual se adora a Dios; es la fuerza de entrega
del cosmos en la figura de la mujer virginal. Esto es a lo que alude la Letanía
Lauretana cuando alaba en María en una de sus invocaciones tan altamente
poéticas como dogmáticas, llamándola stella
matutina. La estrella matutina precede al Sol para sumirse en él. El Hijo
de Dios en el pecho de maría significa, referido a Ella misma, que el Hijo
resplandece sobre ella. Sólo en ésta excelencia es “madre de la Gracia”, pero también sólo en
éste sentido es “Madre de la Cruz y de
los Dolores”. De la misma manera que la gloria del Hijo resplandece sobre Ella,
en las angustias de la muerte la cubre con su sombra.
Tampoco
en el sufrimiento es Ella misma, sino la abnegada, la que sufre con su Hijo.
Pero al mismo tiempo que es Copaciente es
“Corredentora”. Esta palabra, que a menudo ha sido mal interpretada, en
el fondo sólo significa la madre, la Madre del Redentor, la Madre de la
Redención. Partiendo de aquí se comprende también la posición de María en la
historia del Cristianismo. Sus elevados dogmas, mencionados sólo pocas veces
por los evangelistas, pasados por altos en largos pasajes de la Historia de la
Iglesia, urgen siempre en los momentos de máximo peligro para la fe cristiana; su dogma
fundamental fue proclamado en el concilio de Éfeso y constituye una parte de la
impugnación de la doctrina herética nestoriana con referencia a la Cristología[1].
María en su propio dogma no se
eleva por Ella misma, sino por el Hijo.
Su imagen humana temporal en sus particularidades psicológicas no es accesible
a ningún método histórico crítico, ni a ningún ensayo, por muy sutil e
ingenioso que sea, ni a ningún amor por profundo que sea. Se halla velada, por
decirlo así, en el misterio de Dios para
mostrarse precisamente por ello en su significado religioso. El velo es
el símbolo de lo metafísico en el mundo. Pero también es el símbolo de lo
femenino. Todas las formas elevadas de la vida femenina presentan la figura de
la mujer velada. Así se ve claro por qué los grandes misterios del Cristianismo
se introdujeron en el mundo creado, no por medio del hombre, sino de la mujer.
La Anunciación del mensaje de la Natividad a María se repite en el mensaje de
Pascua a Magdalena; el misterio del Pentecostés presenta al hombre en la
posición femenina de recibir. La misma Iglesia expresa esta relación señalando
a la mujer en los oficios divinos- y también en la ceremonia del Matrimonio- al
lado del Evangelio.
Entrega
como misterio metafísico, entrega como misterio de Redención según el dogma
católico, es el misterio de la mujer en una perfección infinitamente superior a
toda criatura, plasmado en la imagen de la Bienaventurada Virgen y Madre, pero
refractado como en una jerarquía de entrega, capaz de ser pre vivido o post vivido
en múltiple figura. Igual que la Sibila precede a María, el misterio cósmico
antecede al misterio de la Redención profetizado de la misma manera.
“Naturaleza,
animales,
Aguas,
plantas y piedras.
Vuestros
sencillos trabajos
Son
humildes plegarias.
Obedecéis.
Para
Dios esto es suficiente.”
El
motivo de lo femenino resuena a través de toda la creación. Flota como un
delicado y lejano preludio sobre el abierto regazo de la tierra virginal. Flota
sobre el tierno animal madre de la espesura, que en su maternidad casi rompe
los límites de su animalidad. Flota sobre la amante novia y esposa, y en gran
manera sobre toda madre humana. Todas son iluminadas por el hijo. Pero también
puede reconocerse en la amante que se prodiga sensualmente. Flota sobre la
mínima, la más fugaz donación, sobre la más pequeña, la más cándida bondad;
incluso sobre su simple intuición. Brota de la
esfera natural hacia la esfera espiritual y sobrenatural: allí donde la
mujer es ella misma en toda su profundidad no es ya ella misma, sino un ser que se entrega; pero
siempre que se ha entregado es también novia y madre. La religiosa consagrada a
la adoración, a la caridad, a las misiones, leva el titulo de madre; lo lleva
como virgo mater. También la Sibila,
que con la “boca espumante” anuncia el nuevo eón, es “madre del futuro”; toda profecía es sólo
una forma de maternidad. De la misma manera que la Sibila precede a María, le
sigue a ésta la Santa. En ella vuelve el
misterio primario a su origen. Por ello es profundamente comprensible que las más asombrosas obras
realizadas por la mujer estuvieran
ligadas a la esfera de lo religioso. Santa Catalina de Siena recibió la misión
de hacer regresar al Papa de Aviñón a Roma y la llevó a cabo; Santa Juana,
incluso recibió la bandera de la
batalla. Pero precisamente podemos decir de estas misiones extraordinarias que
la mujer solo las recibe virginalmente como la prueba de toda gran misión
femenina. Por ello Santa Catalina está presente a la entrada del Papa en Roma;
pero Santa Juana recibió su velo en las llamas de la hoguera.
Partiendo
del motivo del velo resulta que a la mujer le es propia sobre todo la
sencillez. Todo lo que pertenece a la jurisdicción del amor, la bondad, la
compasión, el cuidado y la protección, o sea, lo realmente escondido y casi
siempre traicionado en el mundo. Por eso también aquellas épocas que rechazan a
la mujer de la vida pública no son perjudiciales a su significado metafísico;
incluso es probable que, como suele
ocurrir muchas veces, sean precisamente
éstas las que ponen en el platillo de la balanza del mundo el inmenso peso de
lo femenino.
En
todas las partes en donde hay entrega encontramos también un rayo del misterio de la Mujer Eterna; pero en dónde la mujer se quiere a sí misma,
ahí se esfuma el misterio metafísico. Elevando su propia imagen, destruye la
imagen eterna. Partiendo de esto se comprende la caída de Eva. No atañe a
la esencia de esta caída el examinarla en la contraposición de
espiritual y sensual. La caída de la mujer no es en realidad la caída de la
criatura a la tierra, por cuanto ésta
también significa lo femenino, la disposición humilde. La caída en escena del
Paraíso. La caída en la escena del Paraíso no está motivada por la tentación del
dulce fruto, ni tampoco por una curiosidad
intelectual, sino por el “seréis iguales
a Dios”, en contra posición al fiat
de la Virgen. Por ello el autentico pecado cae dentro de la esfera de lo
religioso, por ello significa hasta lo más profundo la caída de la mujer; y la significa, no porque Eva fuera la
primera en tomar la manzana, sino porque siendo mujer la tomó. La creación cayó
en su sustancia femenina, pues cayó en lo religioso; por eso la Biblia atribuye
con razón la mayor culpa a Eva y no a Adán.
Pero
es falso decir que Eva cayó por ser la
más débil. La historia de la tentación de la Biblia muestra claramente que era
la más fuerte y aventajaba al hombre. El hombre es considerado en sentido
cósmico entra en primer término en cuanto a fuerza, la mujer reposa en su
profundidad. Siempre que la mujer fue oprimida, no ocurrió porque era débil, sino porque habiéndola reconocido
como fuerte se la temió; y con razón, pues en el instante en que el poder más
fuerte no quiere ser la abnegación, sino la soberanía, surge naturalmente la
catástrofe. En la oscura noticia de la
lucha por el declinante matriarcado aún vibra el miedo ante el poder de la
mujer; a la más profunda entrega responde la posibilidad de la máxima negación.
En ésta dirección el misterio metafísico de la mujer se inclina hacia el lado
negativo. Por todo su sentido y ser no sólo se halla determinada para la
abnegación, sino que es la misma fuerza de entrega del cosmos; por ello su
negación significa algo demoniaco y es sentida como tal. Nunca es ella lo malo
en sí – el ángel caído le precede en la caída, el demonio es masculino-, pero
comparte con él la fuerza de la
tentación. Tentación es la propia voluntad, lo contrario de entrega. El ángel
caído es más terrible que el hombre caído, e igualmente la mujer caída es más horrible que el hombre.
Se halla plasmado en forma arrebatadora y maravillosa en la Pentesilea de Kleist. También en la imagen de la Medusa y en las
Erinnias refleja la leyenda antigua el horror ante la mujer caída; incluso las
creencias en las brujas de los siglos cristianos, aunque erró terriblemente en
este caso particular, en su fondo significa la autenticidad de aquel horror
ante la mujer infiel a su determinación metafísica. Sólo la tremenda
trivialidad en la que hoy se expone empíricamente la caída de la mujer ya no
desprende un horror semejante. Pues la historia del pecado original se repite
continuamente, como es natural. En un sentido profundo la mujer es culpable de
toda caída y no porque es la madre en
cuyo regazo crecen los que caen, sino porque toda caída, también la del
hombre, tiene lugar dentro de la esfera
confiada a la mujer en sentido especial.
Así
como la mujer caída se encuentra al principio de la historia humana, de la
misma manera se encuentra al final de la historia. No es el hombre la autentica
figura apocalíptica de la humanidad, sino que la esencia de los “últimos tiempos” es precisamente el
decaimiento de la figura del hombre,
porque ella no puede dominar varonilmente las fuerzas desnudas de la destrucción. Por ello la Revelación
apocalíptica no designa al Anticristo como ser humano, sino como “fiera del Averno”. Como figura
apocalíptica de la humanidad se encuentra en el Apocalipsis a la mujer; sólo la
mujer infiel en su determinación puede representar la infecundidad del mundo que le traerá su muerte y u
destrucción.
Si
el signo de la mujer es el “hágase en
mí”, es decir, el querer concebir, o expresado en sentido religioso “el querer
ser bendita”, la desgracia siempre se hallará donde la mujer no quiera concebir,
no quiera ser bendita. Esto no sólo cabe decirlo en el sentido biológico. A la
línea ascendente de la jerarquía de entrega responde la línea descendente de la
negación egoísta. Entre la negación heroico-trágica de la amazona y la negación
apocalíptica de la mujer se abre un mundo. Al igual que el hombre pierde su
humanidad en el imperio de las fuerzas desencadenadas que debería dominar, la
mujer se pierde como prostituta. La
“gran prostituta” es la imagen apocalíptica de la época final. La
prostituta significa la terminación radical de la línea del fiat. En lugar de la entrega, aparece la
forma última del anegación interior, la prostitución. Esta palabra no significa
un juicio sobre la más desgraciada de las mujeres, sino que la misma prostituta
ya expone este juicio. La prostituta ya no sirve como “colaboradora” en el
espíritu del amor y la sumisión, sino que sirve como puro instrumento; el
instrumento se venga dominando. Sobre el hombre caído en el imperio de las
fuerzas se eleva triunfante la esclavizadora de sus instintos. De la misma
forma que la prostituta como infecundidad absoluta significa la imagen de la
muerte, como dominadora significa el dominio de la perdición.
Los
apocalipsis de las diferentes edades y culturas preceden al apocalipsis final.
Esto significa para el presente que la caída religiosa de nuestros días,
inaudita en sus dimensiones, se percibe ya claramente en la aparición empírica
de lo femenino. Como el velo, también la caída del velo es un profundo
simbolismo. Hemos dicho de todas las formas de la vida de la mujer la presentan
velada; la novia, la viuda, la monja. Todas llevan el mismo símbolo. El porte
exterior nunca es vano, sino que tal como sobresale el objeto, representa a
éste. Visto así, muchas modas se convierten en terribles traidores, en sentido
autentico de la palabra, comprometen a la mujer. El quitar el velo a la mujer
significa la caída de su misterio. Sin duda la mujer que ni tan siquiera se
entrega en la esfera sensual, sino que se da al más desgraciado de todos los
cultos, esto es, al de su propio cuerpo – y esto en medo de una inaudita miseria entre sus semejantes-
representa una degeneración que ha roto
hasta la última unión con su determinación metafísica. Aquí ya no nos contempla
el rostro infantil ingenuo, de la vanidad
femenina, sino que aquí se eleva, banal y fantasmagórico, el rostro que
representa la plena oposición a la imagen divina. La máscara sin rostro de lo
femenino. Ésta y no el rostro desfigurado por el hambre y el odio del
proletariado bolchevique, es la autentica expresión del ateísmo moderno. Con
ello vuelve nuestra consideración al punto de partida, a la proclamación de la
sagrada imagen divina en el dogma de la Inmaculada.
La
proclamación de un dogma responde siempre a un determinado peligro religioso.
El dogma mariano llevado a su formulación más general indica – ya lo vimos- la
cooperación de la criatura en la obra de la Redención. Partiendo de aquí se nos
enclarece su inmenso significado en relación con nuestros tiempos, pues la
Gracia divina no se transforma; pero lo
que hoy aparece transformado en medida creciente es la cooperación de la
criatura.
Reside
en la consecuencia de la doctrina de la cooperación el que María aparezca como la más poderosa ayuda cuando
peligra la fe, y como triunfadora sobre la caída religiosa; no es casual el que
los sanos de nuestros días se perfeccionen tan a menudo dentro de una unión
especial con maría; no es casual si hoy la Teología va ahondando para
poner más profundamente en relieve su
invocación de “Mediadora de todas las Gracias”. Esto es o que significa la
Letanía Lauretana cuando ensalza a María diciendo Regina Angelorum, o sea, Reina del invicto San Miguel. Es lo que
señala cuando la eleva como Regina
apostolorum. Es aquella sin la cual tampoco puede obrara la predicación
apostólica. Es lo que quiere decir con la invocación Regina
Sacratissimi Rosarii. Tampoco surgiría la oración sin la buena voluntad y
disposición del corazón humano: el dogma de María no apela sólo al concurso de
la criatura en María, sino en Ella al mismo tiempo reconoce la cooperación de
todas las criaturas.
Pero
toda precaria situación religiosa es siempre sólo la antesala de otra más
general. La profunda relación entre ateísmo y juicio, es decir, la sencilla
razón de que un disturbio en el centro debe desequilibrar todos los ámbitos de
la vida externa se ha perdido en nuestra
época como convencimiento general; pero en cambio posee la interpretación más
maravillosa y provechosa de esta verdad que jamás se dio en ninguna época. Por
ello la fe en maría como triunfadora sobre la caída religiosa es el comienzo de
la fe en Maria como “Perpetuo Socorro”.
La
mujer “trajo” la salvación en el sentido supremo de la palabra; esto no sólo puede deducirse de la esfera
religiosa, sino que al atribuirlo a ésta tiene validez absoluta. La idea de que
los pueblos y los estados necesitan madres buenas para prosperar, junto con una
verdad biológica inmediata expresa, a la
vez, la verdad más profunda de que también el mundo espiritual no sólo necesita
al hombre que debe dirigirlo, sino también a la madre. Aquí se cruzan las
líneas. Si la criatura por un lado niega su concurso a la Redención, por otro
lado resulta que ha usurpado la
Redención. La fe en la Redención por los
propios medios, como fe creadora, es la locura masculina de nuestro
tiempo secularizado y al mismo tiempo la explicación de todos sus fracasos. La
criatura no es redentora en parte alguna
sino que debe ser corredentora. Lo realmente creador puede sólo ser recibido.
También el hombre recibe el genio creador en el signo de María con humildad y
entrega, o no lo recibe en absoluto sino que sólo recibe el espíritu “que el comprende” y al que en el
fondo no es capaz de comprender. Pues si bien el mundo puede ser movido por la
fuerza del hombre, en el verdadero sentido de la palabra sólo es bendito en el
signo de la mujer. La entrega a Dios es el único poder absoluto que posee la
criatura: sólo la Ancilla Domini es
la Regina coeli. Siempre que coopera
la criatura con pureza aparece también la mater
Creatoris, la mater consilii;
siempre que la criatura se desprende de sí misma, allí se encuentra con el
mundo torturado la mater amabilis, la
“ Madre del Amor Hermoso”; siempre que los pueblos son de buena voluntad, ruega
por ellos la Regina pacis.
Perola
redención interna de este mundo es sólo una imagen del más allá. Otra vez la
naturaleza constituye el preludio de lo sobrenatural, otra vez resuena este
preludio por todas las esferas de la existencia. La tierra que recibe virginalmente la semilla, recibe también a lo
que muere para darle su último reposo. De la misma manera que toda vida surge
de la entrega, también encuentra su fin en ella. Pero la tierra que recibe a lo que muere no
es la Eternidad, sino lo que devuelve a la Eternidad; pero lo mismo que muere
es ya germen de resurrección. María es la protectora de los que mueren, la mater
misericordiae. Su figura es doble; como patrona del que muere
individualmente representa también a la protectora de los que morirán cuando
desaparezca el mundo; es decir, es también
Madonna apocalíptica; la Asunción representa sólo su anticipación.
El
Greco ha representado a la Madonna apocalíptica bajo la imagen de la Inmaculada. La característica belleza
amenazada e inquietante del paisaje que pone a sus pies refleja el ambiente del
mundo antes de la aparición de Jesucristo y predica al mismo tiempo el ambiente
del fin del mundo antes de su vuelta; expresa aquel suspirar y aquella
expectación de la criatura que , según las palabras de San Pablo, está “en
dolores de parto”. Apocalipsis no es sólo el fin, sino también principio.
Jesucristo, que vuelve a juzgar al mundo, viene con la fuerza del creador del
mundo; la Madonna apocalíptica como Inmaculada Concepción significa la promesa
de un nuevo cielo y una nueva tierra. María, protectora de los que mueren, la mater misericordiae, es la mater divinae gratiae. Aquí surge otra vez el
motivo de la Estrella Matutina, la estrella que anuncia al Sol pero que
palidece ante él. Al igual que la Letanía Lauretana de pronto irrumpe sus
invocaciones ante el Agnus Dei, así el “eterno femenino”, después de
“elevarlo”, se arrodilla ante el “eterno
divino”. El misterio supremo de la Inmaculada es el Creador, el misterio
supremo de la Corredentora es el Redentor. La gloria del Espíritu Santo, del
mismo Amor increado, es la corona y el velo eterno sobre la frente de la virgo mater.
(continuará..)
(continuará..)
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