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jueves, 15 de diciembre de 2011

DE LA DIALECTICA A LA FELICIDAD- San Agustín bajo la lupa.


Por Antonio Socci

Estaba harto de enseñar en Cartago porque los estudiantes eran verdaderos gamberros, San Agustín, joven profesor de retórica, no soportaba su” impudencia alocada” ni sus “vejaciones” (habían sido capaces de entrar en el aula gritando mientras él daba clases). Así que en el año 383 decide irse a la capital, Roma. Los amigos les habían hablado de “mayores ganancias y consideración”. Y además, San Agustín tenía  ganas de cambar de aires: “Por lo que oía decir, los estudiantes de Roma estudiaban con tranquilidad y había mayor disciplina”. En los primeros meses San Agustín se dedica con entusiasmo a las lecciones. Cómo eran los estudiantes de Roma lo descubrirá sólo al terminar el año. “A menudo los jóvenes, para  no pagar los honorarios al docente, se ponen de acuerdo y cambian de profesor, desatendiendo el compromiso contraído”. San Agustín está enojado y disgustado. En Roma sigue frecuentando a los  maniqueos, una secta en buenas relaciones con el  poder. Una especie de masonería de aquel tiempo (idéntica es la filosofía gnóstica) a la que San Agustín se dirige para pedir un “enchufe”.

EL ENCUENTRO

En el año 384 había quedado vacante en Milán la cátedra de Retórica, por mediación de los maniqueos, el prefecto Símaco da este puesto a San Agustín: el hombre político pagano les hace un favor a los maniqueos, y aprovecha la ocasión para desairar al obispo de Milán, el gran y enérgico San Ambrosio, con el cual- a pesar de ser su primo- se enfrenta violentamente. Símaco y los maniqueos esperan resquebrajar el prestigio de San Ambrosio llevando a Milán a un joven anticlerical, con ideas heréticas, y además amancebado (no estaba casado con la mujer que le acompaña) y con un hijo ilegítimo. En realidad, San Agustín está lleno de dudas, de  preguntas sobre sí mismo y sobre su vida; su cara  no es precisamente el espejo de la felicidad. Llega a Milán a finales del verano del 384, y –como autoridad del aparato escolástico- se presenta ante Ambrosio (pocos  años  mayor que él), quien le recibe quizás con cierta frialdad, aunque dentro de lo correcto, en resumen: un encuentro formal.

San Ambrosio había sido bautizado sólo diez años antes y deprisa. Cuando la comunidad cristiana lo aclamó como obispo era un joven funcionario imperial, aún catecúmeno. Pero su carisma ya había conquistado  a la cristiandad. A pesar del empacho de los dos, san Agustín se queda enseguida admirado en aquel encuentro. Al principio lo u ele atrae es el encanto de su manera de hablar: “La dulzura de su decir me daba placer”. San Agustín, que es docente de Retórica, empieza a ir a Misa sólo para oírle hablar. No le interesa lo que die, pues considera  al cristianismo una doctrina basta, sino el carisma y la elocuencia de San Ambrosio. Poco a poco algo hace brecha en su ánimo: “Tomé, pues la decisión de seguir siendo catecúmeno en la Iglesia Católica, que mis padres me habían recomendado”. Una decisión sorprendente.

NI ALIVIO NI RESPIRO

San agustín lee con Alipio
 las Epístolas de San Pablo
(B. Gozoli, Iglesia de San Agustin, San Gimignano)
San Agustín nos ha dejado en las Confesiones un diario exhaustivo y conmovedor de su conversión, sobre la cual, por tratarse del más santo de los Padres de la Iglesia, se ha escrito mucho, Adolf von Harnack, por ejemplo, junto con otros muchos, sostiene  que la conversión de San Agustín fue una evolución lenta y gradual, el resultado de su camino intelectual; como si el cristianismo fuera fruto de su propio ingenio o de una reflexión personal. San Agustín –siempre según Harnack – contó su conversión, por  motivos teológicos, como una ruptura imprevista. Es decir, falseó los hechos. En realidad San Agustín explicó claramente que de las reflexiones y de las capacidades personales no nace el cristianismo, sino sólo la desesperación: “Todo lo que veía era muerte…Era infeliz”- es la confesión de aquel joven  y brillante intelectual- “un profundo tedio de la vida y el miedo a la muerte…yo era para mí mismo un lugar desolado, en el que no podía quedarme pero  del que no me podía escapar”, “me servía como escudo mi testarudez”, pero, “no había alivio ni respiro en ningún lugar”. Este era el callejón sin salida al que había llegado. Lo contrario a una evolución intelectual. Por otra parte se ha querido  reducir la conversión de San Agustín a una pequeña anécdota, al que las Confesiones dedican pocas líneas: San Agustín, al escuchar a un niño cantar un estribillo que dice:”Toma y lee”, se acuerda de un episodio sucedido al monje egipcio Antonio. Así pues, abre el volumen de la Epístolas de San Pablo y lee un fragmento que parece dirigido a él (Rom 13,13). Pero este pequeño, aunque significativo, episodio está inserto en una narración mucho más dramática y humana. Sin embargo, si uno no tiene ante sus ojos la razón y la dinámica por las que un hombre de carne y hueso (no un maniático de problemáticas religiosas) pide hoy en día hacerse cristiano, difícilmente puede comprender las páginas en las que san Agustín narra la historia de su conversión. E inevitablemente reducirá el acontecimiento real de la conversión o a una evolución intelectual (racionalismo), o a una imprevista y solitaria iluminación interior (protestantismo).

Según San Agustín, lo que le hace entrever una salida a su desesperación es, sobre todo, la irrupción en su vida  de un encuentro. Todo empieza en aquel septiembre del 384 cuando se encuentra en Milán con San Ambrosio: “Tu me llevabas sin que yo supiera a él (San Ambrosio), para que él me condujera consciente de ello a Ti”. Personas reales, de carne y hueso, encuentros que son el rostro histórico de la Misericordia de Dios, invocada incesantemente por su madre Mónica.

En De vera religione recuerda que todo sucedió “gradualmente y por orden”, por medio de las “formas carnales que a todos nos atraen…es decir, mediante la vista, el oído y los otros sentidos corporales” Al principio, en efecto, vive la fascinación de un encuentro humanamente sugestivo, que no borra milagrosamente los limites, fatigas y dificultades que lleva consigo la comprensión verdadera y la adhesión.


LA CLARIDAD DE LA VERDAD NO ES AÚN FELICIDAD

A finales del 384, San Agustín decide volver a la Santa Iglesia como catecúmeno. Asiste a todos los encuentros de la comunidad, le encanta escuchar las palabras  de San Ambrosio. Sigue siendo un intelectual destacado. El 1 de enero de 385, por ejemplo, lee la alocución oficial por la inauguración del consulado de Bautone. Pero ya no es la carrera lo que absorbe sus pensamientos. Su corazón está en otra parte: “Frecuentaba tu Iglesia apenas terminaba mis ocupaciones, cuyo peso me hacía gemir”. San Agustín trata durante meses de hablar con San Ambrosio, que parece que nunca tiene tiempo para él. Quisiera discutir todas sus tribulaciones interiores, sus dudas teológicas, pero “no podía interrogarlo sobre lo que quería y como lo quería. Una multitud  de gente atareada, ala que él socorría en sus angustias, se interponían entre sus oídos y yo, entre su boca y yo”.

Al llegar, en las confesiones, a este punto de su historia el tono de la narración es casi cómico. Está claro que San Ambrosio no tiene ganas de perder tiempo con las elucubración es de ese joven profesor, al que probablemente ya conoce a través de Mónica. Sabe que no son las divagaciones las que dan felicidad: “(la dialéctica) no tiene la capacidad de construir, pero sí de demoler”, había escrito en su tratado De fide. “No se complació Dios en salvar a su pueblo con la dialéctica, porque el reino de Dios está en la sencillez de la fe y no en la violencia de la discusión”. Y cuando san Ambrosio se lo encuentra por la calle, para salir de apuros, se las arregla pidiendo noticias de Mónica y alabando su fe. Además, san Ambrosio tiene que atender sus quehaceres. Debe atender las necesidades de la comunidad, y a tanta gente a la que hay que ayudar y socorrer. Asimismo, en los primeros meses del 385 los arrianos, que durante años habían tenido en sus manos la Iglesia de Milán, gobernada por el obispo hereje Ausencio, vuelven a la carga con el apoyo imperial. Primero el secuestro de una basílica, luego un decreto imperial a su favor. San Ambrosio defiende la fe católica con gran energía, expulsa a los herejes de sus iglesias, reúne a los obispos ortodoxos contra el poder imperial.

Bautismo de San Agustin


En la Iglesia de aquellos años es él la autoridad que todos respetan.

¿Pero cuáles eran los problemas de San Agustín? Varios estudiosos afirman que, en realidad, San Agustín se convierte al neoplatonismo en Milán, y que sólo gracias a esta evolución llegará, años  más tarde, al cristianismo. Falso. San Agustín sabe muy bien donde está la verdad: “Ya había hallado yo la margarita preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo que tenía. Pero vacilaba”. El hecho es que la claridad todavía no había disipado la tristeza ni vencido las angustias: “Uno empieza a descubrir lo que ha de hacer y adonde ha de ir, pero si esto no consigue hacer lo que deseemos ni nos da felicidad, tampoco entonces  se actúa, ni se pone en práctica, ni se vive bien”, escribe en De gratia et libero arbitrio. No es suficiente la doctrina verdadera; sólo la realidad del acontecimiento presente que corresponde a la esperanza del corazón puede hacer al hombre feliz. También Jesús hizo lo mismo durante su vida, explica san Agustín en De utilitate credendi; no pretendió que uno “comprenderá”, antes que se adhiriera primero a una doctrina, sino que dejara que su soledad se llenara y su espera se colmara con la compañía del Hijo de Dios: “Jesucristo no quiso nada más, ni con más fuerza, que la fe en Él: los que le seguían aún no eran capaces de entender los secretos divinos. ¿Qué suscitan sus grandes y numerosos milagros, sino la fe?...No habría transformado el agua en vino si los hombres hubieran podido seguirlo por sus enseñanzas y no porque realizaba milagros” También hoy Jesucristo, explica san Agustín,”nos mueve de dos modos: en parte con los milagros, en parte con la multitud de fieles”. ¿Qué le sucedió, pues, a  San Agustín?


Continuara el próximo jueves..

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