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lunes, 19 de diciembre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad


V
El acuerdo entre los jóvenes esposos

Capitulo anterior, aquí

2. El papel del amor


Tienen, además, a su disposición la mayor riqueza: su amor. En efecto, es evidente que ese difícil acuerdo de las personalidades, esa función interior de dos seres que van a esforzarse por encontrar un ritmo común en su manera de pensar, de sentir y de vivir, no puede realizarse más que por la fuerza del amor. Este, se ha dicho, «es el camino que lleva al descubrimiento del secreto de un rostro, de la comprensión de la persona hasta la profundidad de su ser» [1]. Realmente, sólo puede comprenderse lo que se ama. Es más, no se comprende sino en la medida en que se ama. ¿No es, además, la mejor prueba del amor esta delicada adaptación de los comienzos? Prueba reveladora de la calidad de un amor serio, capaz de renuncia, de paciencia, de dulzura, ante un ser imperfecto y al que debe amarse a pesar de sus imperfecciones.

Sólo un gran amor puede alcanzar esta altura. El sentimentalismo no es el amor; éste es un propósito firme de hacer feliz a quien es su objeto. No es cierto sino en la medida en que es efectivo, y no es efectivo más que cuando los jóvenes esposos, apoyándose en él, llegan a comprenderse, a corregirse, a unirse más estrechamente con el pensamiento y el corazón, eliminando ambos los elementos de desunión.

Solamente un amor semejante hará posible el acuerdo de las personalidades, porque únicamente él aportará a los cónyuges las bases mismas de ese acuerdo: la delicadeza y la perseverancia. Son inútiles, en efecto, todas las tentativas de acuerdo y de unión que no se basen sobre esas dos cualidades indispensables.
Primero, la delicadeza. Más concretamente, con la perspectiva del tema tratado aquí, habría que decir: el tacto. Este es un arte de los más preciados, absolutamente indispensable entre los esposos. Rige todos los intercambios entre ellos, delimitando lo que conviene decir u omitir, proponiendo el modo con que conviene hablar u obrar, determinando el momento mejor para hacer una confidencia o para dirigir un reproche. El tacto no sigue reglas rígidas y fijas; es esencialmente un arte de adaptación. Es, en suma, la expresión concreta de la delicadeza, que debe presidir las relaciones entre marido y mujer.

Es preciso, al entrar en la vida conyugal, aprender a suprimir toda brutalidad, incluso esa a la cual, a menudo se llama, franqueza. «Ser muy franco» no es siempre el modo más acertado de entenderse con su cónyuge. Toda verdad puede decirse, pero no debe decirse toda verdad, en cualquier momento y de cualquier manera.

Constituirá el primer paso en el camino del acuerdo el aprender a proceder siempre con tacto. Esta es tanto más importante de observar, y hay que insistir en ello aún más, cuanto que tenemos todos la tendencia a dejarnos dominar por el temperamento o a perder la paciencia ante las imperfecciones de otra persona. En estas circunstancias, hablar es exponerse a decir tonterías o a ofender con un lenguaje apasionado a aquel o a aquella a quien se pretende invitar a reformarse. ¿Será preciso repetir aquí que en la época de los primeros años de vida en común, a fortiori en la época de los primeros meses, se deberá repetir la antigua fórmula: «Hay que morderse la lengua antes de hablar»?

Digamos, en otros términos, que el tacto indispensable para la buena armonía conyugal impondrá a ambos cónyuges la necesidad de emplear las formas precisas para exponer sus agravios, para expresar su descontenta. La preocupación por proceder con tacto conducirá, además, a no hablar nunca bajo el efecto de la emoción violenta que acompaña habitualmente la primera reacción. Le sucede a nuestro espíritu lo que al agua: cuando ésta se enturbia ya no se ve nada en ella; no hay más que dejarla reposar para que recobre su limpidez. De igual modo después de un rapto de malhumor subsiguiente a una torpeza del cónyuge debe uno esperar a recuperar la calma, y al propio tiempo la aptitud para juzgar objetivamente, antes de levantar la voz. Esta manera de proceder es, con seguridad, la regla de oro de que debe proveerse toda pareja juvenil cuando inicie su vida en común. Por no haberla seguido ¡cuántos han visto transformarse su hogar en una palestra cerrada en donde la pareja llegó a zamarrearse recíprocamente a la primera ocasión!

En toda observación, evitar las palabras agrias; en toda crítica; evitar las palabras ultrajantes; en todo reproche, evitar la aspereza; tales son las condiciones que se requieren previamente para el acuerdo conyugal. Éste no puede realizarse más que en un clima en que el afán de comprensión recíproco sea evidente; este ambiente se creará si de una parte y de otra se emplea la destreza necesaria para hablarse con provecho.

A este elemento primordial, habrá que agregar también un segundo: la perseverancia. Unos esposos pueden tener la mejor voluntad del mundo, pueden sentir un deseo vivísimo de adaptarse el uno a la personalidad del otro y pueden estar dispuestos a sujetarse a los más duros esfuerzos para conseguirlo. Perdura, sin embargo, el hecho de que, cuando un joven o una muchacha ingresan en el matrimonio, llegan a él con ciertas costumbres adquiridas y que han tardado una veintena de años en desarrollarse. Por tanto, resulta evidente que, pese a la buena voluntad, es imposible suprimirlas en unos meses. El cónyuge que sufre por una deformación cualquiera del carácter del otro, no podrá exigir de éste que realice un cambio completo y repentino. Deberá soportar con paciencia unas imperfecciones que el otro tardará forzosamente cierto tiempo en superar.

La paciencia y la perseverancia deben aliarse para crear el ambiente favorable a la armonía. Si no es fácil soportar las costumbres de gentes extrañas que, sin embargo, viven lejos de nosotros, con mucha mayor razón será difícil soportar las costumbres de una persona con quien se comparte la vida entera.

Saber repetir una corrección, repetirla sin dejar traslucir que está uno harto y a punto de estallar. Repetirla, por el contrario, con incansable afabilidad, con una pizca de buen humor incluso, pero nunca fuera de tiempo. Por ejemplo, nunca delante de extraños. No se reprende a la esposa o al esposo como se reprende a los niños. Vale la pena tenerlo en cuenta porque no hay medio más seguro de llegar a un desacuerdo completo como amonestando al cónyuge delante de amigos, inoportuna e intempestivamente. Una actitud semejante procede casi siempre de un egoísmo bien cultivado que quisiera que el otro fuera instantáneamente perfecto, de tal modo que no hubiera más que placer en su compañía.

Domeñar esta impaciencia, esta precipitación, e imponerse contar con el tiempo esperando que poco a poco se efectúe la evolución requerida, éste es el comienzo de la cordura conyugal. «El tiempo destruye siempre lo que se hace sin él», enseña el proverbio. En esta verdad se basa todo el secreto del acuerdo conyugal. La precipitación es en esta cuestión un enemigo muy peligroso que hay que vencer desde la época del noviazgo. Exigir del otro que se adapte, que procure mejorar su personalidad, querer que luche contra sus defectos y consolide sus cualidades, bien está. Nada más sensato ni más legítimo. Pero exigir que eso se realice en seguida, y que la transformación sea inmediata o poco menos, sería nefasto. Se obligaría entonces al cónyuge a contentarse con cambiar las apariencias, se le induciría a adoptar unas «actitudes» que serían forzosamente superficiales; el resultado no tardaría en manifestarse con un retorno a las costumbres antiguas y un mutuo desengaño. Si hay algo que debe evitarse, es eso. Más vale proceder gradualmente, contar con el tiempo y obtener resultados ciertos. Esta paciencia será, sin discusión, una de las formas superiores del amor y un testimonio irrecusable de desinterés. Saber esperar a que el cónyuge logre superar sus defectos, animándole sin, hostigarle, ayudándole sin desquiciarle, éste es uno de los primeros pasos en el camino del acuerdo de las personalidades. Este acuerdo se efectuará con tanta mayor seguridad cuanto con más calma se proceda. Excitarse no servirá de nada; lo más que se conseguirá es exasperarse uno mismo y por ende exasperar al otro. En tal ambiente, el acuerdo, en vez de progresar, retrocedería multiplicando los roces y exacerbando los choques. Todo esto no quiere decir que se encierre uno en la pasividad esperando que el cónyuge se decida, de una vez, a realizar un esfuerzo para adaptarse, sino que significa que al exigir de él unas manifestaciones de buena voluntad, se impondrá uno a sí mismo una paciencia a toda prueba, respetando el curso del tiempo y contando con la lentitud normal de toda evolución humana.

La aplicación de esta doble regla: «tacto y perseverancia» proporcionará el clima necesario para un trabajo gradual de perfeccionamiento y de adaptación, que llevará a los esposos a una feliz fusión de sus personalidades.

Digamos ahora que es preciso que el uno y el otro tengan empeño en conseguirlo. Se dirá que mencionar esto es superfluo. Todo lo contrario. Porque no es raro encontrar este extraño e ilógico fenómeno por el cual los esposos se niegan a evolucionar en el sentido que exige su unión. Es el caso de todos los que se aferran a sus manías, a su manera de ver, de hablar, de obrar, con el pretexto de que seria debilitar su personalidad el hacerla cambiar en lo que fuera. Sin tomarnos el trabajo de refutar todo lo que puede haber de sofisma necio y de reacción enfermiza en semejante razonamiento, diremos que la actitud que define hace radicalmente imposible la vida en común de una pareja. Quienquiera que la sostenga se condena a la discordia constante e impone a su cónyuge un verdadero suplicio. La vida conyugal es esencialmente una marcha de dos seres emparejados: es preciso que de una parte y de otra, sepan obligarse a adoptar el paso que se necesita. En caso contrario, la unión será sólo exterior, y la felicidad se verá comprometida sistemáticamente.

Imposible vivir juntos si los cónyuges no tienden a la armonía interior procurando eliminar en ellos lo que pueda desagradar al otro. Se trata, en suma, de intentar hacer que desaparezcan los obstáculos que traen el riesgo de impedir al marido y a la mujer «unirse», es decir agradarse.


[1] Nicolas Berdiaef, Le sens chrétien de la création, Desclée de Brouwer, París 1955, p. 277.

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