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martes, 29 de noviembre de 2011

LA BELLEZA COMO TESTIMONIO DE LA EXISTENCIA DE DIOS...




Capitulo anterior: ver aquí

D.-  CUALIDADES DE LA COSA BELLA

            Santo Tomás enseña que «Ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem integritas, sive perfectio. Quæ enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio, sive consonantia. Et iterum claritas. Unde quæ habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur» (I, q. 39, a. 8: Tres cosas se requieren para la belleza. Primeramente la integridad o perfección; porque las cosas a las que algo falta son por eso mismo feas. En segundo lugar se requiere la debida proporción o concordancia de partes. Y finalmente es necesaria la claridad. Por lo que aquellas cosas que poseen un color nítido, dícense hermosas).

            Si la Belleza deleita a la inteligencia es porque ella es esencialmente una cierta excelencia o perfección en la proporción de las cosas a la inteligencia. De ahí las tres condiciones que le asigna Santo Tomás: integridad, porque la inteligencia ama al ser; proporción, porque la inteligencia ama el orden y la unidad; brillo o claridad, porque la inteligencia ama la luz y la inteligibilidad.

            Para que la forma, realizada y como sumergida en las entrañas potenciales de la materia, sea y se presente como bella es preciso que no le falte nada de su ser o perfección, que se manifieste y refleje en toda su unidad en la proporción y armonía de sus partes, de tal modo que su perfección aparezca claramente en todo su esplendor.

            Ahora bien, si se tiene en cuenta que es la forma quien, determinando la materia, la organiza y la ordena, se verá la coincidencia entre el splendor formæ de Santo Tomás con el splendor ordinis de San Agustín: la Belleza ha sido señalada en su esencia misma por Santo Tomás, y en su manifestación sensible por San Agustín.

            Por eso, las cualidades que siempre acompañan a la cosa bella son el orden, la integridad, la proporción y la nitidez.

            Cuando la forma substancial ha logrado influir con eficacia en la potencialidad del sujeto material que la recibe, dicha forma fulgura en el orden, integridad, proporción y nitidez.

            La materia, debidamente asumida por la forma, empapada por el ser que ella actualiza, se transfigura en orden, integridad, proporción y nitidez; estas cuatro dotes son el verbo, la palabra, la expresión pronunciada por el esplendor de la forma substancial en la materia; no constituyen el esplendor propiamente dicho, pero sí su signo inmediato, fiel y adecuado.

            En lo que atañe a la Belleza no habrá orden si no es a la vez íntegro y proporcionado; asimismo, la integridad tendrá que ser ordenada y proporcionada, y la proporción ordenada e íntegra. Estas tres dotes son en realidad la luz de una misma unidad irradiándose en la variedad.

            El orden tiene prioridad lógica sobre las otras dos cualidades. El orden sigue de inmediato al esplendor de la forma; las otras son, en cambio, diversos aspectos del orden.


1º) Orden

            La razón profunda de por qué la inteligencia se prenda tanto de una cosa en estado de belleza es que ella manifiesta el orden que más arrebata a dicha facultad.

            El orden de lo bello no es un orden accidental, dependiente de un principio ordenador extrínseco, sino que consiste en el resplandor de un orden ontológico, debido a un principio substancial interno.

            En el caso de los seres materiales el principio ordenador es la perfección de la forma. Cuando se trata del arte, dicho principio es la idea ejemplar (que supone la inspiración), la cual influye mediante el operar humano en una materia, pero de tal manera que la obra se juzga bella cuando ese influjo rige, constante, la distribución y el carácter del todo y de las partes.

            La relación entre el principio ordenador y las cosas ordenadas es necesaria, íntima, constante y universal.

            Necesaria, puesto que no proporciona a las cosas ordenadas una mera denominación extrínseca, sino que el ser mismo de ellas está dependiendo de dicha relación interna.

            Intima, pues la índole de la materia es embeberse en el ser de la forma substancial sin tener otro que el que ella le otorga.

            Constante, ya que en cuanto cesa, la cosa se corrompe y perece.

            Universal, porque influye en todo sentido, rigiendo la distribución de las partes, las proporciones, las intenciones y los acentos.

            De la comunicación entre la idea ejemplar y la materia resulta una doble amistad en la cosa bella: una, de la esencia con cada parte; otra, de las diversas partes entre sí. Por eso, cuando la esencia de las cosas naturales o la idea en las obras de arte asisten por igual a todas las partes, se entabla entre ellas una fluidez de afinidades que llama las unas hacia las otras.

            Además de este orden inmanente de las cosas bellas existe el orden trascendente: no basta que la causa formal realice su virtualidad entitativa en la materia en distribución de partes; es necesaria la realización de su potencialidad con respecto al fin que embellecerá por la plenitud de su perfección.

            Toda cosa tiene belleza inmanente por su propio ser; más éste, a su vez, dice capacidad trascendente para colmarse en algo superior que no posee por sí. Por aptitud la cosa concurre a la unidad del ser necesario y eterno, el cual es saciedad definitiva de todo.

            La belleza en el orden inmanente se fundamenta en la Verdad; la que se debe al orden trascendente se asienta en el Bien.

            Lo normal sería que la belleza inmanente fuera una disposición para la trascendente.

            La naturaleza, las criaturas irracionales, cumplen el doble orden y la doble belleza.

            La criatura libre puede quebrar la relación entre uno y otro orden: al ostentarse como centro definitivo, como fin en sí de sí mismo y de las demás cosas, intenta imponer una gran mentira = cuando se cae en la contemplación de la propia belleza, se la pierde; el arte no hace excepción.

            En cambio, el orden y la belleza trascendente se puede dar sin la belleza inmanente: criaturas humanas destruidas, miserables, devastadas o perversas pueden estar encendidas en aspiraciones que exceden en mucho a su estado.


            Entre todas las cualidades que distinguen a la cosa bella, el orden sigue de manera inmediata al constitutivo formal de la belleza, es decir, al esplendor de la forma substancial. Tanto, que muchos filósofos le dan categoría de constitutivo y la describen diciendo que la Belleza consiste en el esplendor del orden.

            Esto es un error pues existen muchos órdenes eventuales, algunos de los cuales no carecen de brillo, motivados por principios externos a las cosas, que está lejos de engendrar belleza.

            El Rococó y el Barroco se fundamentan precisamente en este error: dieron importancia esencial al adorno; confundieron belleza con ornato; se volcaron en lo superfluo, en la decoración; consideraron a la elegancia como el mayor grado posible de belleza; se quedaron en un orden superficial, brillante y externo... Quedarse en lo bonito es lo común...


2º) Integridad

            Llamamos integridad al aspecto numérico material del orden. Es difícil precisar la integridad exigida por lo bello, especialmente tratándose de arte, en el cual desaparece por completo hasta el menor asomo de norma material.

            Lo que los antiguos decían de la belleza debe tomarse en el sentido más formal, cuidando de no materializar su pensamiento en alguna especificación demasiado estrecha.

            No hay una sola manera, sino muchísimas por las cuales puede realizarse la noción de integridad: la carencia de cabeza o de brazos es una falta muy apreciable en una mujer, y muy poco apreciable en una estatua; sólo se exige que eso sea justamente lo que hace falta en el caso dado.

            Sin embargo, la integridad es necesaria. Llegamos a la conclusión que la integridad rechaza los módulos extraídos de la anatomía y la física; los manifiesta arbitrarios y advenedizos. En cambio, revela la grande y ardua solución de que la belleza es siempre dinámica.

            Por eso, la integridad de lo bello no consiste en la presencia numérica de determinados elementos materiales, sino que ella estriba en la compensación de fuerzas intencionales que broten necesariamente de tal esencia o tal inspiración.

            Una línea, una mancha de color, no valen en un cuadro como presencias materiales, sino por la intencionalidad que entrañan; lo mismo en la escultura, tal volumen y tal hueco.

            Es difícil concebir esta cualidad de lo sensible. Para ello debemos evitar un exceso y un defecto: o pensar a la materia artística como una pura energía; o confundir la intencionalidad con la intención expresa del artista.

            Hay que tratar de distinguir entre materia e intención de la materia artística: las materias artísticas (línea, óleo, arpa) valen en arte por el caudal de belleza propia, en potencia con respecto a los propósitos y operar del hombre; el artista deberá compenetrarse del sentido propio de la materia para poder realizar una obra de arte acertada; ella sugiere al verdadero artista la mitad de la obra. Un gran artista no usa la materia, la actualiza.

            No importa la integridad física; lo que importa es que se dé una plenitud de intenciones equilibradas y conmensuradas por la esencia o la inspiración que se manifiesta.

            La Belleza no es, pues, la conformidad con un cierto tipo ideal e inmutable, en el sentido de que para percibir la belleza se deba descubrir por la visión de las ideas, a través de la envoltura material, la invisible esencia de las cosas y su tipo necesario.

            Para Santo Tomás hay Belleza en todos los casos en que la irradiación de una forma cualquiera sobre una materia convenientemente proporcionada viene a causar el bienestar de la inteligencia. Y tiene el cuidado de advertirnos que, en cierta manera, la Belleza es relativa: no con respecto a las disposiciones del sujeto, en el sentido en que entienden los modernos el término relatividad, sino con respecto a la naturaleza propia y al fin de la cosa, así como a las condiciones formales bajo las cuales se la toma.

            Santo Tomás dice: «La belleza, la salud y otras cosas así, se dicen en cierto modo respecto a algo; pues un determinado equilibrio de los humores, que hace la salud en el niño, no la hace en el anciano; y otra es la salud del león, que es muerte para el hombre. Por lo cual la salud consiste en la proporción de los humores con respecto a una determinada naturaleza. Y lo mismo la hermosura consiste en la proporción de los miembros y de los colores. Y por eso una es la hermosura de uno, y otra la de otro» (Comment. in Psalm., Ps. XLIV, 2).


            Existe otra integridad; la de la calidad sensible de tal materia artística. En este sentido, una mancha de color llama a otra mancha de color en magnitud y gradación compensativa; un volumen a otro volumen hueco.

            La integridad nunca falta en la naturaleza; una verdadera sabiduría la regula. La naturaleza es fluida, inagotable, desbordada, purísima; los juegos de compensaciones son en ella cambiantes y ágiles.

            Este es uno de los puntos que pone a prueba al artista, pues es regulación que se logra en el instante mismo de la ejecución final de la obra; por consiguiente, se obtiene por un agudo ejercicio de la virtud de arte, mediante el empleo a fondo de la intuición y la sensibilidad.


3º) Proporción

            Resulta arduo definir el concepto de proporción y, sin embargo, es uno de los más necesarios y universales: se la define diciendo que consiste en aquel modo de ser o aspecto idéntico en entidades distintas, por el cual todas ellas tienen algo de común y dicen referencia a una unidad.

            Proporción es el aspecto formal del orden, es decir, la relación misma que une a la esencia con las partes y a las partes entre sí.

            Por la integridad, la esencia (o la inspiración artística) despliega su virtualidad en una totalidad de partes; por la proporción, esa misma esencia o inspiración está en cada una de ellas: el todo anima a cada parte; la unidad corre internamente de una en otra.


            Lo que hemos dicho sobre la integridad vale también para la proporción: se diversifica según los objetos y según los fines. La buena proporción del hombre no es la del niño; las figuras construidas según el canon griego o el canon egipcio están perfectamente proporcionadas en su género; pero los hombrecitos de Rouault también están perfectamente proporcionados en su género.

            Las proporciones bellas son ante todo ontológicas: lo que fundamentalmente importa es la consonancia de las partes en un ser que necesite, sin lugar a dudas, de esas partes como expansión de su riqueza entitativa. La Verdad debe sustentar a la belleza. En cambio, muchas veces se usa la proporción para encubrir miserias entitativas; así procedió el barroco, el rococó y el romanticismo.

            Pero la proporcionalidad ontológica no basta. La belleza no se da en lo abstracto sino en el campo de los existentes: esa presencia de una esencia ha de traducir sus notas propias según número y medida. Estas proporciones matemáticas no hacen bella a la cosa, sino que suponen la presencia de una luz ontológica interna que las reclama.

            Las proporciones anatómicas y las artísticas no son las mismas: la obra de arte necesita que la proporción resulte de la conjunción de los elementos que le son realmente propios, es decir, la inspiración, la materia artística (incluyendo las figuras) y el plano artístico o volumen (ya se trate de la pintura, el bajo-relieve o la estatuaria).


            Integridad y Proporción no tienen ninguna significación absoluta, y deben entenderse únicamente en relación al fin de la obra, fin éste que no es otro que el hacer resplandecer una forma en la materia.

            Observemos que las condiciones de lo bello están mucho más estrictamente determinadas en la naturaleza que en el arte, dado que el fin de los seres naturales y el esplendor formal que puede resplandecer en ellos están mucho más determinados.

            En la naturaleza hay ciertamente un tipo perfecto de las proporciones del cuerpo humano, porque el fin natural del organismo humano es algo fijo e invariablemente determinado.

            Pero como la belleza de la obra de arte no es la del objeto representado, la pintura y la escultura no están obligadas a la determinación y a la imitación del tal tipo.


División de las proporciones:

a) Simetría: consiste en la equilibrada oposición de los iguales. La proporción se debe encontrar, no entre miembro y miembro, sino entre simetría y simetría. Es cosa muy sabida que la simetría exacta no existe en la naturaleza; en realidad no hay en ella oposición de iguales, sino de semejantes; se compensan sin repetirse.

b) Ritmo: es la proporción de movimientos distintos en tiempos iguales. Da congruencia a los diversos elementos de la palabra, la poesía y la música. La materia propia del ritmo es el movimiento.

c) Armonía: es el equilibrio de los opuestos. Mientras el ritmo es la bella proporción de los movimientos según una unidad de tiempo; la armonía lo es de diversas extensiones según una unidad de espacio.

            Esta ley de relaciones y enlaces permite que la variedad de las criaturas se convierta en universo. Mas no basta el encuentro de los opuestos: la armonía estará en aquel punto y grado en que uno diga necesaria y exactamente vocación por el otro; cuanto más fuerte sea el llamamiento tanto más intensa será la manifestación de la belleza.

            Para que una obra encuentre su punto tiene que haber una fusión armónica substancial y otra derivada material.

            La armonía esencial o interna exige que tres realidades distintas se fundan y proyecten en lo concreto como una realidad única: el espíritu del artista, los elementos naturales asumidos por el mismo y el material artístico.

            Llamamos inspiración a la unidad que ellos tres encuentran en la luz operante del entendimiento práctico del artista.

            La armonía material externa, debe fluir de la substancial, prestando apoyo al libre juego de la inspiración para consumar en el plano o en el volumen la unión comenzada en la comprensión y la inspiración: el «mundo» de la obra de arte plástica es el plano o el volumen, y no el universo real. Las figuras y detalles son propiedades del plano o del volumen donde se desenvuelven, y no de la realidad natural; por ese motivo, sus relaciones mutuas deben ser regidas por dichos figuras y detalles.


            Aunque la música es ante todo movimiento, resulta legítimo encontrar en ella no sólo ritmo sino también armonía. Esta cuida de las relaciones verticales de dos o más líneas de sonidos que se desenvuelven simultáneas en una misma composición. Por consiguiente, la mide en sentido estático, no dinámico.



4º) Nitidez

            La cuarta de las cualidades de lo bello es la resultante de las tres anteriores; la que se refiere inmediatamente a la manifestación del esplendor de la forma y a su aprehensión por parte de la inteligencia; en una palabra, es la dote intelectual por excelencia.

            Cuando una cosa emerge bien diferenciada en medio de la variedad de las criaturas, sin indisposiciones de la materia ni contaminaciones con otras especies, se presenta nítida, cumple con su definición, es bella. Entonces, la inteligencia se prenda; vislumbra allí la luz entitativa y calma su sed por ella.

            El acto de aprehensión de la Belleza es muy simple: es del ser en cuanto presencia, en cuanto unidad radiante y difusiva.


            Una notable paradoja caracteriza a lo bello: su radiante evidencia no es eficaz para engendrar en el entendimiento la correlativa certeza; lo cual explica que la nitidez necesaria a la Belleza no significa claridad = la oscuridad, el misterio, la sugerencia son irradiaciones de lo bello donde los verdaderos artistas navegan a su gusto.

            La oscuridad es compatible con la belleza de la forma revelada en el arte; es más, todo arte de profunda inspiración es, en parte, casi necesariamente oscuro.

            Las palabras claridad, luz, nitidez, inteligibilidad, que empleamos para caracterizar la función de la forma, no designan necesariamente algo claro, luminoso, nítido e inteligible para nosotros, sino más bien algo claro, luminoso, nítido e inteligible en sí, y que suele ser frecuentemente lo queda oscuro a nuestros ojos, ya sea por causa de la materia en que la forma está inmersa, ya sea por la trascendencia de la misma forma para las cosas del espíritu.

            Describir lo bello por el brillo de la forma, es describirlo al mismo tiempo por el brillo del misterio.

            Es un contrasentido cartesiano reducir la claridad en sí a la claridad para nosotros. En arte, este contrasentido produce el academismo, y nos condena a una belleza tan pobre que no puede irradiar en el alma sino el más mezquino de los goces.

            Tal noción de la oscuridad de la forma bella, se pone de manifiesto sobre todo cuando se trata de aprehender o expresar una belleza puramente inmaterial.


            Por consiguiente, lo propiamente contrario a la nitidez es lo confuso, lo dudoso y lo ambiguo, en una palabra, la materia no asistida por la proporcional esencia o inspiración.


5º) Indivisibilidad

            Corre la idea de que existen diversos géneros de Belleza. El lenguaje común y la crítica artística vulgar hablan de una belleza física o corporal y de otra espiritual o ideal. Tal concepción brota de la apreciación de lo sensible, de quedarse en lo agradable, no en lo bello.

            La Belleza es simple y siempre la misma: luz del ser que puede manifestarse en un cuerpo, en un ángel, en una acción; en el destello de una mirada, de un gesto, de un sonido.

            Como hemos visto, la Belleza es el ser en gloria, donde ser e inteligencia parecen atisbarse. La Belleza no se diversifica porque tampoco se diversifica la facultad a la cual atañe. Su aprehensión es muy simple: un acto de la inteligencia en la presencia de un ser concreto, mediante lo sentidos.




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