Visto en: Radio Cristiandad
La Conmemoración de los Difuntos
Del amor que debemos a la Iglesia Purgante
Sin interrupción, a los cánticos de triunfo y alabanza con que la Iglesia celebra a todos los Santos, Ella hace seguir las súplicas a Dios para obtener la liberación de las Benditas Almas que sufren en el Purgatorio.
Con la palabra Purgatorio se designa el lugar de las almas de los Justos que murieron en gracia y amistad con Dios, pero con el reato de alguna pena temporal debida por sus pecados, es decir, imperfectamente purificadas de las faltas cometidas.
Si bien es cierto que la contrición borra los pecados, no quita del todo el reato de pena que por ellos se debe; ni tampoco se perdonan siempre los pecados veniales aunque desaparezcan los mortales.
Ahora bien: la justicia de Dios exige que una pena proporcionada restablezca el orden perturbado por el pecado.
Luego hay que concluir que todo aquel que muera contrito y absuelto de sus pecados, pero sin haber satisfecho plenamente por ellos a la divina justicia, debe ser castigado en la otra vida.
Negar el Purgatorio es, pues, blasfemar contra la justicia divina.
Es, pues, un error, y un error contra la fe.
A esto obedece la costumbre de la Iglesia universal, que reza por los Difuntos, cuya oración sería inútil si no se afirmara la existencia del Purgatorio después de la muerte; porque la Iglesia no ruega por quienes están en el término del bien o del mal, sino por quienes no han llegado todavía.
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Descendamos en espíritu a la oscura prisión en que están detenidas las Almas del Purgatorio hasta la entera y perfecta expiación de sus pecados.
Adoremos la justicia infinita de Dios, que no transige con ninguna falta, por ligera que sea; su incomprensible pureza, que no puede admitir en su corte nada que no sea enteramente puro; su inefable santidad, que no se puede aliar con ninguna mancha; y a la vista del Purgatorio digamos lo que a la vista del Cielo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos.
Debemos socorrer a las Almas del Purgatorio por amor a Dios.
Ellas son sus elegidas, sus hijas queridas, las herederas de su gloria, llamadas a bendecirle eternamente en el Cielo, sus esposas, a quienes ama tiernamente…
Debemos socorrer a las Almas del Purgatorio por amor al prójimo.
Porque son personas que sufren la privación de Dios, y porque sufren penas cuya naturaleza nos es desconocida incomparablemente superiores a las más grandes que se pueden sufrir aquí abajo.
Debemos socorrer a las Almas del Purgatorio por nuestro propio interés.
Porque estas Benditas Almas que habremos sacado de su prisión e introducido en el Cielo, serán nuestros protectores delante de Dios y ahí rogarán sin cesar por nosotros.
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Consideremos hoy, solamente, que esta Iglesia Purgante es claramente nuestro prójimo; y todas las Benditas Almas del Purgatorio son nuestras hermanas.
Es necesario amar esta Iglesia, y aliviar a estas Almas.
Los motivos y razones para asistir y ayudar a las Almas del Purgatorio son poderosos y numerosos.
Ante todo, estas Almas sufren, y sufren indeciblemente.
Lo que llama primero la atención, al tratar de darse cuenta de la situación de estas Almas, es que sufren de manera muy diferente de la que se sufre en este mundo.
San Agustín, Santo Tomás, San Buenaventura, Santa Catalina de Génova, son unánimes en enseñar que, considerando su naturaleza, la pena del Purgatorio es similar a la del infierno. Lo cual significa que, tanto en uno como en el otro, se sufre ese dolor indescriptible de la privación de Dios, además del sufrimiento del fuego y otras penas de sentido.
Sin lugar a dudas, el estado de gracia en que se encuentran estas Almas y la certeza absoluta que tienen de su salvación establece un abismo entre ellas y los condenados, y es un gozo inefable el que llena este abismo.
Sin embargo, Santa Catalina de Génova afirma que “su placer inefable no disminuye en nada su tormento”; y agrega que este tormento es tal que “no solamente ninguna lengua podría expresarlo, sino que, salvo una iluminación especial Dios, no hay un entendimiento que pueda concebirlo.”
No sé si esto dice más o menos que las afirmaciones doctrinales de San Agustín y Santo Tomás, según los cuales, “la más pequeña de las penas del Purgatorio supera a todas las penas que se pueden sufrir en este mundo.“
Básicamente, el dolor de estas Almas es el mismo Dios; de donde se deduce que es personalmente respecto de Él que se mide su sufrimiento. La esencia de su pena, de hecho, es el amor que tienen por Dios.
Es inevitable que este amor irradie en infinitos deseos de verlo y poseerlo. Pero, ¿cómo llamaremos a esos deseos? Es un hambre, una sed, una fiebre…, el hambre de Dios, la sed de Dios, la fiebre de Dios…
Todo el estado, toda la vida, toda la ocupación de esta Almas, es tener hambre de Dios, no tienen y no pueden tener otra.
Están convertidas en hambre; son un hambre viviente. Pero el pan del que tienen hambre, quema; el agua que desean beber, arde. Ese Bien que codician, ese Ser que es toda su vida, su descanso, su felicidad, y hacia el que tienden para abrazarlo, está ausente, está lejano…
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La inmovilidad de estas Almas es su impotencia. Como el paralítico de la piscina, son completamente incapaces de ayudarse a sí mismas. Ellas no pueden hacer penitencia, ni merecer, ni satisfacer, ni ganar indulgencias. Se les priva de los Sacramentos, no tienen Sacramentales.
Si no se las ayuda, permanecen allí, indigentes e incapaces de todo, salvo de permanecer pasivas, entregadas al río de lágrimas y de fuego, que las lleva lentamente hasta el mar del Cielo.
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“En el Purgatorio —escribe Santo Tomás— hay una doble pena: una de daño, en cuanto que se les retrasa la visión de Dios; y otra de sentido, en cuanto son castigados con fuego corporal. Y son ambas tan intensas, que la pena mínima del Purgatorio excede a la mayor de esta vida”
La tradición católica está perfectamente de acuerdo en que las almas del Purgatorio, además de la pena de dilación de la gloria, sufren una especie de pena de sentido en castigo de los goces ilícitos de los bienes creados que se permitieron durante su permanencia en el cuerpo mortal.
La tradición de los Padres latinos es casi unánime en favor del fuego real y corpóreo, en todo semejante al del infierno. Lo mismo opinan casi todos los teólogos escolásticos antiguos y modernos. Santo Tomás de Aquino identifica realmente ambos fuegos al colocar el purgatorio junto al infierno, de tal suerte que un mismo fuego atormentaría a los condenados y purificaría a los habitantes del purgatorio,
¡El fuego del Purgatorio!… Lo cierto es que hay fuego…. Esta es otra pena; secundaria, pero formidable. ¿Quién puede decir lo que sufren esas Almas?
En el Purgatorio, el dolor lo cubre todo, todo lo penetra, todo lo llena al máximo.
Dice Santa Catalina de Génova en el capítulo X de su libro:
Veo, además, ciertos rayos de luz emanando del amor divino hacia las almas y penetrándolas tan fuertemente que parecería destruir no solo el cuerpo sino el alma; esos rayos pueden cumplir dos funciones. La primera, purificación; la segunda, destrucción.
Miren el oro, cuanto más se lo funde, mejor se vuelve. Ustedes podrían fundirlo hasta que desaparezca toda imperfección. Así actúa el fuego sobre las cosas materiales. El alma no puede ser destruida en tanto está en Dios, pero en sí misma, como tal, sí puede ser destruida; cuanto más purificada, más se destruye en sí misma hasta que al final es pura en Dios.
Cuando el oro ha sido purificado hasta 24 quilates, ya no puede ser consumido por el fuego, porque no es el oro sino las impurezas lo que el fuego consume. Así funciona el fuego divino con las almas. Dios mantiene a las almas en el fuego hasta llegar a la perfección, igual que el ejemplo de los 24 quilates; cada alma según el grado de imperfección que trae. Y, cuando el alma ya está por completo con Dios y nada de egoísmo queda en ella, pues Él la ha limpiado para llevarla hacia Sí Mismo, ya el alma no sufre, no hay más pena. El fuego de amor divino es como la vida eterna, y en ningún caso, contrario a ella.
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Ciertamente, estas Almas puede realizar determinados actos, y los que practican son buenos. Pueden amar, bendecir, alabar, adorar, rezar, esperar…; pero, de una manera u otra, todo lo que hacen implica dolor, y sus acciones están impregnadas de su ser, de modo que todo lo que hacen, en definitiva, es sufrir.
Por otra parte, como están en el estado de gracia y plenamente poseídas por la gracia, persisten como lo eterno y resisten como lo inmutable.
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Son hermosas y son también muy dignas, su valor es inmenso y, aunque desiguales en cantidad y calidad, todas tienen una verdadera santidad: otros tantos nuevos títulos para nuestra condolencia y nuestra asistencia eficiente y cordial.
Hay, sin duda, algunas que diríamos han escapado del infierno. Parece como que una larga y cruel enfermedad les ha desvanecido su belleza natural.
Otras, al contrario, tienen una belleza tan encantadora, que uno se pregunta lo qué les falta para entrar en la gloria.
Pero todas creen, esperan, aman. Son un trono de la Santísima Trinidad, miembros de Cristo, un miembro inamisible. Todas tienen en el fondo la misma forma eterna, la infinita belleza, la imagen y el carácter de la sustancia del Padre.
Y por ser tan bellas en su languidez, esconden grandes tesoros en su angustia evidente.
Tienen en ellas, como capital divino, la infinita riqueza de la redención de Jesús, los dones de Dios, gracias, virtudes y méritos…
La menos poderosa tiene, sin embargo, sobre la frente los rudimentos de una corona, en su mano la raíz de un cetro, y en todo ser un aire de majestad y de poder incomparable con cualquiera de la tierra.
La más pequeña de todas es un mundo real, donde la gloria de Jesús resplandecerá eternamente. La menos preciosa vale más que todo el universo físico.
Finalmente, cada una es santa, no sólo está fuera del pecado, muerta al pecado, e impecable, sino que ella ha visto la Verdad, la Bondad, la Belleza, la Justicia…, a Dios. Ella ama a Dios sobre todas las cosas, absolutamente, necesariamente, y Dios no puede dejar de amarla por la eternidad.
¡Qué lección de teología el estado de las Almas del Purgatorio! Es él un espejo para contemplar a Dios; el bien y el mal; el fin, el camino y los obstáculos; el valor de la gracia y la malicia del pecado; la profundidad de la Pasión de Jesús y la mayor profundidad de la invencible bondad de su Corazón; el significado y el precio de las cruces; la necesidad del trabajo; la importancia de la vida; la futilidad de lo que pasa; la locura inexplicable del mundo; la inmensa alegría de pertenecer a la Santa Iglesia Católica.
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Pero el punto culminante de la santa compasión por las Almas del Purgatorio es su perfecta dulzura, su suavidad, su tranquilidad imperturbable, su religioso silencio, profundo y continuo; es la humilde docilidad y abandono perfecto con el que sufren.
La Iglesia denomina a su estado sueño de la paz.
Aquí es donde la justicia y la paz se abrazan.
En el infierno, la justicia persiste y reina; pero la paz no está allí…
En el Paraíso, la justicia y la paz no tienen que ponerse de acuerdo, porque se identifican.
En la tierra se encuentran inevitablemente, pero rara vez se abrazan.
En el Purgatorio todo cede. A lo que la justicia dice, a lo que ella quiere, a lo que hace, la paz siempre responde afirmativamente; ellas están inseparablemente unidas, y caminan del brazo.
La condición y estado de estas Almas, su vida, todo su ser, es un eco suave, lleno y perpetuo del cántico que nunca se interrumpe en el Cielo: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos”. Y Dios recibe una gloria admirable.
No quieren de ninguna manera que este castigo sea menos intenso ni por menos tiempo del que debe ser. Si tienen deseos de ser liberadas del mismo, y a veces con insistencia, es más por amor de Dios que para escapar del dolor.
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¡Cuántas razones y qué motivos para amar a estas Benditas Almas, y ejercitar la misericordia para con Ellas!
El que ayuda a salir del Purgatorio a un Alma hace exclamar en un grito de amor a los Santos, alegra a los nueve coros de Ángeles, recompensa a María Santísima sus lágrimas, hace resplandecer la Cruz y el Calvario, glorifica la Preciosísima Sangre, y pone un escalón de más en el trono del Cordero.
Estos son los principales frutos de la devoción para con las Almas del Purgatorio, y para comprender que hay miles otros, basta con recordar la generosidad con que Dios se complace en premiar nuestros menores servicios.
Basta con darse cuenta de que las Almas liberadas se unen por una gratitud inmortal a su benefactor, y teniendo en la mano todos los tesoros de Dios, su ocupación más urgente es sacar de ellos en beneficio de sus libertadores.
Conozcamos nuestro poder; y porque el ejercicio es tan fácil, hagamos uso en favor de estas Almas Benditas.
Hagamos uso en favor de las más santas: son más amadas por Dios, y la verdadera teología enseña que, en muchos aspectos, sufren más que las otras.
Hagamos uso en favor de las más abandonadas: desde otro punto de vista, tienen un título especial para reclamar una piedad y compasión más vivas y activas.
Hagamos uso en favor de las que están próximas a salir, tal vez hoy mismo…
Hagamos uso en favor de las que acaban de llegar y estarán allí por mucho tiempo…
Hagamos uso en favor de las que más amaron a la Santísima Virgen María…
Hagamos uso en favor de aquellas a quienes la Santísima Virgen ama más…
Recordemos de que en este tema, como en tantos otros, somos el complemento del mundo; porque el mundo, incluso aquellos que creen, reza lamentablemente poco por los difuntos.
En primer lugar, su fe es débil, su caridad tibia, su memoria muy infiel, distraído su espíritu y su vida desperdiga y disipada….
Y sin embargo, paradójicamente, por lo general tan severo y riguroso para juzgar a los vivientes, el mundo tiene una facilidad asombrosa para canonizar a los difuntos: costumbre muy compleja, donde fácilmente se puede discernir, sea la indulgencia cómplice, sea el deseo natural de propinarse un vano consuelo.
Nos toca a nosotros reparar estos errores y rellenar estos vacíos.
P. Ceriani
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