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lunes, 14 de noviembre de 2011

AMOR Y FELICIDAD


Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad



III
Tu novia


Continuación de parte anterior. Ver aquí

 

7. Preparar su felicidad

Para aquellos hombres a quienes pudiera desanimar semejante tarea, después de lo que hemos dicho del alma femenina y de su complejidad, recordaremos simplemente esta verdad, que ellos sin duda descubrirán, siguiendo a Gustave Thibon, a medida que comprendan el alma femenina: «Las mujeres son complejas… ¡Nada de eso! Son singularmente simples, transparentes, penetrables… Somos nosotros los que complicamos las cosas con ellas, y a esto lo llamamos complejidad. La sedicente complejidad de las mujeres está únicamente en la impotencia de los hombres para captar su simplicidad» [1].

Lo principal, en realidad, es aplicarse a conocerlas. Esto se realizará en el curso de los años, con tal de que el hombre se mantenga siempre atento a esta obligación.

Hay que trasladar a la vida matrimonial esta atención constante, esta solicitud inquieta que caracteriza a los novios. Cuando el novio se convierte en el marido, el cambio no debe hacerse en menos sino en más. No se debe uno volver menos paciente, sino más paciente; no menos delicado, sino más delicado; no menos despierto, sino más despierto; y, para decirlo todo, no menos comprensivo sino más comprensivo. Tiene la mayor importancia persuadirse bien de esa necesidad. La desgracia, en efecto, no hace su aparición en el hogar de repente, en mitad de la vida. Se infiltra poco a poco, se desliza imperceptiblemente durante los primeros meses; esto comienza, en cuanto el marido se aparta demasiado de su mujer y empieza a no comportarse con ella más que por costumbre. Entre un hombre y una mujer, hay tantos motivos de posible confusión, que quien no tiene buen cuidado en ello ve muy pronto multiplicarse obstáculos, sin cesar más peligrosos. El peligro para el hombre está en dejarse adormecer por una rutina fácil, no hallarse ya en estado de amor activo. Que será como consentir en el fracaso porque el hogar estará muy pronto envenenado por la indiferencia.

Desde el principio y siempre, el marido debe ser ante su mujer un hombre consciente, hábil, que sabe lo que debe decir, cómo decirlo, lo mismo que debe saber lo que debe hacer, cómo hacerlo y cuándo. Renunciar a la disciplina personal que supone semejante estado, es —sin la menor duda— cultivar la inconsecuencia y aceptar perder el amor de su mujer. Todo esposo debe estar profundamente persuadido de esta verdad, corroborada por muchos fracasos. El marido puede hacer la felicidad o la desgracia de su mujer: a él le corresponde mostrarse consciente de esas posibilidades y escoger.



Vuestro amor



Lo que hemos dicho hasta aquí nos lleva ahora a tratar del amor. Conocerse mejor para amarse mejor, hemos escrito anteriormente. Un muchacho y una joven creen que se aman y creen en el amor, ésta es la razón de ser del noviazgo.

Unos novios no podrían definirse de otra manera: son los que tienen fe en el amor. Quien dice «novios» evoca, en efecto, una pareja juvenil, entusiasta, radiante, disponiéndose a apostar por su amor de veinte años, la existencia entera.

En tal estado de espíritu, los novios que comprenden, aquellos a los que la vida ha enriquecido o empobrecido con una experiencia que quieren compartir, repetirles que hay que ser prudentes… que el amor tiene sus peligros… que el mañana puede reservarles sorpresas… todo eso les crispa de rabia. Piensan que se trata de consejos de viejo chocho, y piensan interiormente que el fuego de su amor los preserva y los preservará siempre de los ataques de la vida. ¿Qué pueden importarles a ellos esas recomendaciones que juzgan derrotistas, pesimistas, y que atribuyen, con una hermosa inconsciencia, a aquellos que no tienen ya que vivir porque han vivido demasiado?

Y, sin embargo, sin mostrar ninguna tendencia enfermiza al pesimismo, sin sentir ninguna inclinación mórbida por los vaticinios amenazadores, por las profecías de desdicha, sino basado sobre la sola realidad innegable de los múltiples fracasos matrimoniales, no puede uno dejar de pronunciar un desagradable «¡Cuidado!». Desagradable, tal vez; útil, con toda seguridad.

Útil, porque es una puesta en guardia prudente contra la irreflexión y contra la imaginación. Porque son esas desviaciones las que deben temerse cuando se entra en el universo embriagador del amor. La irreflexión, primero. Es asombroso ver parejas juveniles aventurarse en el matrimonio sin reflexionar acerca de las obligaciones que esto implica. Si se tratara de invertir dinero en algún negocio, qué cuidado no tendrían en medir el riesgo, por miedo a perder su capital. Sin embargo, lo que se arriesga en el matrimonio es de un alcance mucho más considerable, porque se trata de la felicidad, y cuando ésta se ha perdido, no se puede ya recobrar por ningún medio. El amor es esencialmente un compromiso recíproco que encadena uno a otro, al hombre y a la mujer que se aman; quedarán ligados de un modo tan estrecho que desde aquel momento les será imposible ser felices más que el uno por el otro. Proclamar su amor es adquirir el compromiso de dedicarse a conducir al otro al país maravilloso de la felicidad, cualesquiera que sean los sacrificios impuestos, las renuncias exigidas. ¿Son conscientes de esto los jóvenes cuando, a los veinte años peco más o menos, entran en el amor como en la alegría, y creen haber encontrado ya el camino de la felicidad? Tendrán un despertar amargo los que no han suscitado en sí mismos la gran inquietud del amor. La vida común deshará los sueños puerilmente optimistas a los que se habían entregado, y no les quedará más que deplorar con estériles lamentaciones, el no haber sabido escuchar a quienes les invitaban a la reflexión. El amor se venga terriblemente de los que han ignorado sus dimensiones y sus exigencias. Cuando se desploma lo arrastra todo consigo entre el estruendo aterrador de dos vidas que se vienen abajo; todo, es decir, todas las esperanzas, todas las alegrías, todas las posibilidades de felicidad; y provoca, en cambio, un sufrimiento que invade el alma y la vida entera de los desdichados que se han equivocado. Musset tenía razón, mucha más de lo que él creía: «No se juega con el amor». Unos novios que, en cierta medida, no fueran unos inquietos, correrían a su pérdida. Deben examinar su amor a fin de probar su calidad.

1. ¿Se aman de verdad?


Sería preciso que todos los novios aceptasen cultivar esta inquietud en ellos: la inquietud del amor. O, más exactamente, la inquietud de su amor. No es que deban abandonar sus esperanzas, lo cual sería desastroso, porque ¿quiénes han de vivir de esperanzas sino un joven y una muchacha que entran en la vida a impulsos del amor? A ellos más que a nadie les está permitida la esperanza, les está incluso impuesta. Pero esta esperanza será tanto más sólida cuanto que habrá sabido guardarse de toda ceguera, tanto más seria cuanto que habrá preferido la inquietud al arrebato irreflexivo. Unos novios pasionales se hallarán al borde del abismo si se adentran en el matrimonio sin preocuparse de sondear la profundidad, las posibilidades y los límites de su amor.

Matrimonio y amor son, en efecto, las dos caras, muy diferentes, de un mismo amor. Y es que el amor es una cosa del presente mientras que el matrimonio que se erige sobre un amor actual, compromete también el porvenir. Aquí aparece la principal dificultad a la cual han de hacer frente los novios. Jacques Madaule sintetiza con mucha exactitud ésta difícil situación cuando escribe: «El matrimonio está basado en la duración mientras que el amor está edificado sobre el instante» [2].

En el umbral de un matrimonio indisoluble, en el momento de contraer una unión caracterizada por lo irrevocable, a punto de pronunciar un «sí» cuya verdadera significación es «siempre», hay que tener el valor de ir más allá de las apariencias para situarse en el corazón de la pregunta. Ahora bien, ésta se formula esencialmente del modo siguiente:

1º ¿Nos amamos verdaderamente?

2º ¿En qué condiciones puede durar nuestro amor?

Unos novios que no se comprometan el uno ante el otro hasta el punto de intentar responder sistemáticamente a esas preguntas, se arrojarían de cabeza en la más irremediable necedad. Porque sería realmente una necedad el crearse unas obligaciones tan cargadas de consecuencias como las que surgen de un «sí» cuyas repercusiones se prolongan durante toda la vida terrena hasta la eternidad, sin preocuparse de conocer la fuerza de que se dispone para asumir esas responsabilidades. Hay que decirlo y repetirlo una vez más, repetirlo con una insistencia fastidiosa, en caso necesario, porque hay demasiados que siguen ignorando esta verdad: Decirse; enamorado es una cosa; estar enamorado es otra. De igual modo, estar enamorado hoy, es una cosa; seguir enamorado, durante toda su vida, es otra.


[1] Gustave Thibon, Ce que Dieu a uni, Lardanchet, Lyón 1947, p. 159.
[2] Jacques Madaule, Le mystère de l’amour, en Le couple chrétien, Amiot-Dumont, París 1951, p. 41.

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