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martes, 11 de octubre de 2011

LA GESTA DE LOS MÁRTIRES VIII.a


BAJO EL PODER DE SEPTIMIO SEVERO

En el año 203, en Cartago

DAMA Y ESCLAVA

PERPETUA Y FELÍCITAS
(primera parte)


El lector se convencerá personalmente de la sinceridad de la narración, de la que gran parte es escrita por la misma Perpetua o por alguno de sus compañeros. En el prólogo y en el epílogo, así como en algunas reflexiones, se ocultaría, a los ojos de varios críticos, la pluma de Tertuliano.
Por su amplitud y su patético, que hacen de ella una obra maestra, esta «Acta» ha adquirido una celebridad aún floreciente en nuestros días.

***

Los ejemplos de fe de nuestros padres, que manifiestan la gracia de Dios y edifican a los hombres, han sido conservados cuidadosamente por escrito. Con esa lectura en que están evocados esos hechos notables, se quería dar gloria a Dios y confortación al hombre. ¿Por qué no consignar también las hazañas de hoy? ¿Por ventura, no se podría sacar de éstas las mismas ventajas? Esos ejemplos nuevos se volverán a su vez antiguos; serán necesarios a la posteridad aún, si, por ahora, poco agradan a causa de la manía por la antigüedad.

¡Abran pues los ojos aquellos que aprecian según la antigüedad el poder del Espíritu Santo! ¿No es siempre el mismo Espíritu y por ventura cambió su poder? Mucho mejor, si habríamos de hacer más caso de los prodigios recientes, ya que son los últimos y que la gracia debe derramarse creciendo siempre hasta el fin de los tiempos. «En los últimos días −dice el Señor− derramaré mi espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán. Sí, derramaré mi espíritu sobre mis siervos y mis siervas y los jóvenes tendrán visiones y los ancianos sueños».

Por eso, aceptamos las profecías y las visiones nuevas. Dios las había prometido, y nosotros, para servir a la Iglesia, las honramos, así como a las demás manifestaciones del Espíritu Santo. Pues es el mismo Espíritu que ha sido enviado a la Iglesia para ser allí el dispensador de todos los dones en la medida que el Señor los distribuye a cada uno de nosotros.

Debemos pues anotar por escrito esas maravillas y difundir su lectura para gloria de Dios. De ese modo no seremos pusilánimes ni desconfiados frente a la gracia, y no nos imaginaremos que sólo los antiguos han recibido la gracia de arriba, ya para morir mártires, ya para profetizar. Dios cumple siempre sus promesas, para confundir a los impíos y sostener a sus fieles.

Por eso os anunciamos, queridos hermanos e hijos, lo que hemos oído, lo que hemos tocado. Vos que estabais allí, os acordaréis de la gloria del Señor, vosotros que os enteráis de ellos leyendo esta narración, os asociaréis con los santos mártires, y por ellos con el Señor Jesucristo a quien sean glorias y honra en los siglos de los siglos. Amén.

Habían detenido a catecúmenos muy jóvenes aún: Revocato y Felícitas, su compañero de esclavitud, a Saturnino y a Secúndulus. Junto con ellos se hallaba también Vibia Perpetua. Era una joven dama de noble alcurnia que había recibido brillante educación y contraído un lindo matrimonio. Tenía padre y madre, dos hermanos −uno de ellos era de igual modo catecúmeno−, y un niño de pecho. Tenía unos veintidós años de edad. Ella misma ha narrado toda la historia de su martirio. Hela aquí; escrita de su mano a su manera.


Narración de Perpetua

Estábamos aún con los guardias que nos habían detenido, escribe y ya mi padre las emprendía conmigo. En su ternura, se encarnizaba en trastornar mi fe.

—Padre −le dije−, ¿ves ese vaso que está tirado allí? ¿Esa taza u otra cosa?
—Lo veo −dijo mi padre.
— ¿Puede llamársele con otro nombre que el que lleva? −le argumenté.
— No −respondió mi padre.
— ¡Pues bien! Yo de igual modo, no puedo llamarme otra cosa de lo que soy: cristiana.


La prisión pagana

Esta palabra puso a mi padre fuera de sí. Se abalanzó sobre mí para arrancarme los ojos, mas se contentó con maltratarme y se marchó, con sus argumentos del Diablo.

Durante varios días no volví a ver a mi padre. Por ello bendigo a Dios, y su ausencia fue un gran consuelo para mí. Fue precisamente cuando nos bautizaron. El Espíritu Santo me inspiró no le pidiera nada al agua del bautismo, sino la resistencia de la carne.

Algunos días más tarde, nos encarcelaron. Esto me atemorizó: ¡jamás había conocido semejantes tinieblas! ¡Oh día penoso! Un calor sofocante se desprendía de la muchedumbre de los detenidos, y los soldados nos maltrataban para conseguir dinero. Finalmente, estaba atormentada por la inquietud a causa de mi hijo. Entonces Tercio y Pomponio, los diáconos dedicados a nuestro servicio, obtuvieron a fuerza de dinero que nos dejaran descansar durante unas horas cada día en un lugar de la cárcel más agradable. Una vez fuera del calabozo, cada uno hacía lo que quería. Yo, amamantaba a mi hijito, completamente debilitado por el hambre. Inquieta acerca de su suerte, hablé de ello a mi madre. Confortaba a mi hermano y le recomendaba mi hijo. Padecía al ver que los míos sufrían a causa de mí. Durante largos días me carcomió de ese modo la inquietud. Conseguí por fin que el niño quedara conmigo en la cárcel. Al instante recobró fuerzas y fui librada de mi pena y de mis cuidados. La prisión en seguida se transformó para mí en un palacio y prefería estar allí antes que en cualquiera otra parte.

Un día mi hermano me dijo: «Hermana mía, ya tienes mucho mérito ante Dios. Tienes bastante poder para pedirle una visión. Ruégale te manifieste la suerte de los cautivos: ¿seréis ajusticiados o libertados?»

Sabíame en comunicación con el Señor, cuyos beneficios tan grandes había conocido. Llena de confianza, prometí a mi hermano que le preguntaría a Dios y le dije: «Mañana te daré la respuesta».

«Oré y he aquí mi visión».


La visión de Perpetua

«Vi una escalera de hierro de una altura asombrosa; se alzaba hasta el cielo y era tan angosta que no se podía subir a ella sino uno por uno. En los banzos estaban clavados hierros viejos de todas las especies: espadas, lanzas, uñas encorvadas, cuchillas. Si uno hubiera trepado sin precaución y sin mirar arriba, hubiera sido destrozado y hubiera dejado jirones de carne enganchados en los hierros viejos. Al pie de la escalera estaba acostado un enorme dragón. Armaba lazos a los que subían y los asustaba para impedirles subir.

Saturo subió el primero. Se había entregado a sí mismo a causa de nosotros después de nuestro arresto. Él era quien nos había convertido. Cuando habían venido a detenernos, él no estaba con nosotros.

Llegado a la punta de la escalera, se dio vuelta y me dijo: «Perpetua, te ayudaré. Mas ten cuidado que no te muerda ese dragón».

Contesté: «Por la virtud de Jesucristo, no me hará daño alguno».

Como si se asustara de mí, el dragón irguió lentamente la cabeza de debajo de la escalera. Me adelanté como para poner el pie en el primer peldaño y le aplasté la cabeza.

Luego subí. Y vi un inmenso jardín. En el medio se hallaba un hombre de elevada estatura, con canas, vestido como un pastor. Estaba sentado y ocupado en ordeñar ovejas. En torno a él, estaban personas con vestidos blancos. Eran millares. El hombre levantó la cabeza, me vio y me dijo: «Bienvenida seas, niña». Y me llamó y me dio un bocado del queso que hacía. Lo recibí juntas las manos y comí, mientras que todos los asistentes decían: «Amén». Al sonido de las voces, me desperté, saboreando aún no sé qué de dulce.

Narré al instante esta visión a mi hermano y que lo que nos esperaba era el martirio. Desde entonces, ya no tuvimos esperanza alguna en las cosas de esta tierra.


El padre ruega a su hija

Presto se difundió el rumor de que íbamos a comparecer. Mi padre llegó de prisa desde su villa de Tiburba, agobiado de dolor. Vino hasta mí para conmoverme.

«Hija mía −dijo− apiádate de mis canas. Apiádate de tu padre, si soy aún digno de que me llames padre. Si es cierto que estas manos son las que te han criado hasta la juventud, si entre todos mis hijos, eres tú mi preferida, no me entregues a la burla del mundo. Piensa en tus hermanos, en tu madre, en tu tía, piensa en tu hijo que no podrá vivir sin ti. Vuelve sobre tu decisión, no arruines a toda tu familia. Pues ninguno de nosotros tendrá aún el derecho de hablar como hombre libre, si eres condenada».

He allí lo que decía mi padre en su afecto. A un mismo tiempo, me besaba las manos, se echaba a mis pies y ya no me llamaba «hija mía», sino «señora». Y yo sufría al ver a mi padre en ese estado. Único de toda la familia, no había de alegrarse de mi pasión. Traté de consolarle, diciéndole: «En ese estrado del tribunal, sucederá lo que Dios quiera. Sépalo. Ya no somos dueños de nosotros; pertenecemos a Dios». Entonces desconsolado me dejó.

Otro día, durante la comida de medio día, nos sacaron de repente de la mesa para conducirnos ante el juez. Llegamos al foro: la noticia de esto se difundió rápidamente en las barriadas vecinas. Se reunió pronto una muchedumbre. Subimos al estrado. Interrogaron a los demás que proclamaban su fe. Llegó mi turno. Y bruscamente apareció mi padre con mi hijo en sus brazos.

Me sacó de mi lugar y me suplicó: «¡Apiádate del niño! −dijo».

El procurador Hilariano, que reemplazaba al difunto procónsul Minucius Triminanus, y tenía el derecho de perdonar, me dijo: «Compadécete de las canas de tu padre y de la juventud de tu hijito. Sacrifica por la salvación de los emperadores».

Yo contesté: «No sacrifico».

Hilariano: «¿Tú eres cristiana? −dijo».

Le respondí: «Soy cristiana».

Mi padre permanecía a mi lado para conmoverme. Hilariano dio una orden: echaron a mi padre y le pegaron con una vara. Ese golpe que recibió mi padre me apenó como si me hubiesen golpeado, hasta tal punto sufría por ese padre ya anciano y muy desdichado.

Dictaron entonces sentencia: todos éramos condenados a las fieras. Y bajamos enteramente alegres hacia la cárcel.

Como mi hijo mamaba aún y estaba conmigo en la prisión, mandé al instante al diácono Pomponio a casa de mi padre a que reclamara a mi hijo. Mas mi padre se negó a dárselo. Desde entonces, por voluntad de Dios, el niño no pidió más de mamar y la leche ya no me incomodó. De ese modo cesaron las inquietudes acerca de mi hijo y de mis propios dolores.

Pocos días después estábamos todos en la cárcel cuando de repente hablé a pesar mío, y se me escapó este nombre:

«¡Dinócrata!» Me admiré de no haber pensado en él hasta entonces y me entristecí del todo al recordar su desdicha. Supe en ese momento que era digna de rogar por él y que era mi deber hacerlo. Me puse en oración y rogué mucho por él, gimiendo hacia el Señor.


Otras visiones de Perpetua

La noche siguiente tuve una visión. Dinócrata se me apareció. Salía de una región sombría en la que había mucha gente. Tenía mucho calor y se moría de sed. Estaba sucio, su tez era lívida y su rostro llevaba aún la llaga que tenía en el momento de morir. Ese Dinócrata era hermano mío según la carne. Tenía siete años de edad cuando falleció miserablemente de un cáncer en el rostro y su muerte había causado horror a todos. Era pues por él que yo había orado. En mi visión, había una gran distancia entre nosotros dos y no hubiésemos podido reunirnos. En el lugar donde estaba Dinócrata había una piscina llena de agua rodeada de un brocal más alto que la estatura de un niño. Dinócrata se alzaba en vano para beber en la piscina. Y yo me afligía al ver esa piscina llena de agua y ese brocal demasiado alto para que el niño pudiese beber en ella.

Me desperté y comprendí que mi hermano sufría. Mas confiaba poder ayudarle en sus sufrimientos. Me puse a orar por él todos los días hasta el momento en que nos trasladaron a la cárcel militar. En efecto debíamos combatir durante las fiestas militares celebradas para el aniversario del César Geta. Seguí orando noche y día por mi hermano y lloraba y gemía para obtener su perdón.

Un día en que estábamos allí, con grillos en los pies, tuve una nueva visión. Era nuevamente el mismo lugar que viera la primera vez. Dinócrata estaba aún allí, más sano esta vez, bien vestido y completamente alegre. En el sitio de la llaga, vi una cicatriz. Habían rebajado el brocal de la piscina y aquel alcanzaba a la cintura del niño y el niño sacaba el agua sin esfuerzo. En el brocal había una copa de oro llena de agua. Dinócrata se acercaba, bebía de esa copa y esa copa quedaba siempre llena. Cuando ya no tuvo sed, se puso a jugar con el agua como hacen los niños y se divertía mucho. Me desperté y comprendí que su castigo le era perdonado.

Algunos días después, Pudens, suboficial, guardián de la cárcel, se volvió muy bondadoso para con nosotros. Comprendía que la fuerza de Dios estaba en nosotros. Por eso dejó llegar hasta nosotros un sinnúmero de visitadores, lo que nos permitía animarnos los unos a los otros.

Sin embargo se aproximaba el día de los juegos. Mi padre vino a visitarme entonces. El pesar lo consumía, se arrancaba la barba, se tiraba al suelo, se prosternaba el rostro pegado al suelo. Maldecía sus años y hablaba palabras que hubiesen podido conmover a cualquiera. ¡Yo lloraba por las desdichas de la vejez!

CONTINUARÁ....


Fuente: "La Gesta de los Mártires". Pierre Hanozin, S.J. Editorial Éxodo. 1era Edición.
Próximo Viernes: SEGUNDA PARTE

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