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lunes, 26 de septiembre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

(Continuación. Ver lectura anterior aqui)


6. La prudencia: elemento indispensable

La prudencia es indispensable porque por el matrimonio se compromete toda la vida. No se retorna del matrimonio como el excursionista vuelve de un viaje fallido. Quien dice «sí» al otro ante Dios, ha lanzado su sí a la eternidad, como un anillo en medio del océano. No puede ya sacarlo de allí.

No cabe equivocarse cuando se quiere sellar el amor con el sí matrimonial inquebrantable. Es preciso, por tanto, que el amor crezca en la prudencia y que el porvenir se forje, basándose en la sensatez, y no en unos impulsos, vivos tal vez, pero pasajeros.

Sin embargo, hablar de prudencia a unos enamorados, es como aconsejar sobriedad a un borracho. ¡La prudencia les urge tan poco! Ante todo, es la palabra que «designa con preferencia cierta cualidad previsora, gracias a la cual muchos individuos consiguen evitar el peligro y proteger su seguridad. Su sensatez puede ser muy útil. No es gloriosa. La generosidad, la audacia, la tendencia al riesgo están dotadas de otro prestigio» [1]. Y como el entusiasmo que crea el amor es violento, no le resulta fácil dejarse dominar por la prudencia a la que juzgan anticuada y superflua.

Para restablecer los derechos de la prudencia, hay que recurrir al penoso espectáculo de tantos amores destruidos, de los que sólo quedan tristes residuos. Ante esos hogares destrozados, ante esos esposos fracasados, ante esos hijos desgarrados entre un padre y una madre, el joven debe pensar que eso puede suceder también en «su» propio caso. Entonces es cuando la prudencia recobra sus derechos. No ciertamente una prudencia mezquina, teñida de pesimismo enfermizo o de indecisión patológica, sino una prudencia llena de confianza y al propio tiempo lúcida.

Dicha prudencia juzgará las verdaderas promesas que contiene el amor de dos jóvenes y les dirá en qué sentido deben gobernar la barca para que no quede deshecha por las borrascas que sobrevendrán. Formulará, sin duda, preguntas difíciles, pero a las que es preciso responder. La primera de ellas, por extraño que pueda parecer, será la siguiente: ¿por qué he decidido casarme con mi novio, o con mi novia?

En efecto, más de un muchacho o una muchacha optan por el matrimonio sin haber captado los motivos inconfesados que les han llevado a esa decisión. A veces se deciden al matrimonio para huir de un hogar que no proporciona ya la felicidad. Por una razón o por otra, la atmósfera familiar se ha hecho tensa; en el curso de los años, la tensión ha aumentado hasta tal punto que resulta insoportable. Finalmente, el joven se siente desesperado y, sin que se dé cuenta, el deseo de huir motiva, en una parte más o menos grande, la decisión de casarse. El matrimonio es entonces un medio de dejar definitivamente atrás a los padres de los que está ya separado por un desacuerdo constante.

Es inútil insistir para explicar que en semejante situación, hay que ser tanto más circunspecto en la elección que se haga, puesto que tal deseo de evasión puede comprometer toda objetividad. No son raros los casos de muchachas que se han dejada arrastrar a un matrimonio que ha resultado, después, imposible. Y descubren, pasados unos años, que han confundido su afán de evasión unido a cierta atracción por el chico con el amor. Pero la suerte está echada y es ya demasiado tarde para volver atrás.

De igual modo, la búsqueda de la seguridad puede conducir a dar un paso en falso, por ejemplo, en aquella persona que vive sola, en una habitación que no viene a animar ninguna presencia humana. La soledad desgasta y llega a ser insoportable; no hay sufrimiento mayor que la soledad del corazón. En ese momento la necesidad de amar surge, violenta como un relámpago, abrasadora como la sed en el desierto. Entonces este joven o esta muchacha encuentran un ser que parece amable y, en seguida, ceden al espejismo del amor. Un novelista contemporáneo expresaba con mucha exactitud, por boca de uno de sus personajes, esa aventura desdichada: «Como tenía necesidad de amar y de ser amado, creí estar enamorado. O dicho de otro modo, hice el imbécil» [2]. El juicio es rotundo, pero exacto: es una imbecilidad entregarse a esa nostalgia del corazón y creerse enamorado de alguien cuando en realidad está uno enamorado… del amor mismo. Esta seguridad psicológica que siente el que ha esperado largo tiempo y que ha vivido solo hasta entonces, es un sentimiento engañoso; puede hacer incurrir en error al juicio y hacer creer en un amor sólido y profundo cuando lo que en realidad le atare es el deseo de no seguir más tiempo solo.

Además de esta seguridad psicológica hay también —para la muchacha— el problema de la seguridad material. Ocurre a veces, que vive más o menos pobremente, atormentada sin cesar por la preocupación del mañana, sin recursos fijos, en lucha siempre con un trabajo que se va haciendo cada vez más oneroso y que acaba por agotar las fuerzas físicas o la paciencia. Con el matrimonio, esta responsabilidad recaerá sobre el marido y la casada podrá confiar totalmente en él. Aspira a este alivio del mismo modo que el que se doblega bajo un fardo demasiado pesado, se apresura a alcanzar el lugar hacia el cual se dirige, a fin de soltar lo antes posible su carga. ¡Con qué corazón ligero se vislumbra el matrimonio cercano ya, pensando en esa seguridad de que se va a gozar desde entonces!

En uno y otro caso, no cabe esperar más que el fracaso. Porque por poco que la necesidad de seguridad —ya se trate de seguridad psicológica o de seguridad material— se haga imperativa, la persona se declarará en seguida enamorada, para no tener que desandar el camino y caer de nuevo en la inseguridad anterior. Grave error de óptica que es preciso evitar por medio de un análisis riguroso de los motivas personales que han determinado la decisión de casarse.

Por último, puede intervenir un tercer motiva secreto que se aplicará sobre todo al caso de la muchacha: el temor de que se la deje de lado y se vea reducida a ese estado tan depreciado que es la soltería. ¡Todo, antes que ser una «solterona»! Por eso, una muchacha es mucho menos exigente en los últimos años de su juventud; aceptará con frecuencia compromisos que habría ella rechazado en otro tiempo, y no temerá unirse a un compañero que, en el fondo de sí misma, juzga incapaz de darle la felicidad.

Juega ella entonces la carta de un error posible, la de los prejuicios, la de las falsas esperanzas; piensa que tal vez irá todo mejor de lo que cree. Pero estas razones no tienen otro valor que el de darle una falsa certeza. Es indudable, en efecto, que quien se casa para salir del celibato más que por amor, compromete su felicidad para siempre. Es quizá muy penoso ser desdichado y soportar solo su desdicha; pero es, sin duda, más penoso aún, y con mucho, ser desdichado cuando son dos los que se causan esa desdicha y deben soportarla juntos.

Como se ve, importa, pues, mucho que ninguna de esas falsas motivaciones se infiltre en la decisión adoptada por los novios. Se casan porque aman. Y no para evadirse de un hogar que ya no se puede soportar; no para descargar en otro sus responsabilidades; no para eludir el ridículo eventual de un estado de soltería… Se casan porque aman y porque comprenden que pueden asegurarse recíprocamente la felicidad. Cualquier otro motivo debe relegarse a un plano secundario, a fin de no crear confusión y de permitir un sano análisis de la situación. Así pues, dos elementos muy distintos tienen que aliarse para hacer razonable un, matrimonio.
El primera, tener la seguridad de que los dos se aman de verdad, porque no faltan las imitaciones del amor.
Y más de un novio sufre a veces un craso error. Imaginar que se ama… se parece mucho a amarse. Para quien no se torna el trabajo de observar su propio comportamiento íntimo, para quien se olvida de sondear sus pensamientos secretos, esos que no se traslucen al exterior pero que colman, sin embargo, lo más profundo del corazón, ¡qué inmenso peligro de confusión!

Más adelante mencionaremos los signos por los que se reconoce un amor verdadero. Pero queremos, entre tanto, subrayar que ese análisis de la calidad del amor que ha surgido entre ambos, debe ser uno de los principales objetivos de la época del noviazgo.

En segundo lugar hay que ver si las personalidades son compatibles. Pues aparte del amor que aun siendo indispensable no basta, es preciso que los novios estén hechos el uno para el otro y que cada cual posea aquellas cualidades esenciales, sin las cuales es inútil pensar en la felicidad… por más que se amen. Podrá enumerarse aquí gran número de cualidades requeridas para favorecer la felicidad conyugal; en realidad, se puede incluso decir que todas las cualidades son útiles y todos los defectos perjudiciales para el buen acuerdo del matrimonio.

Pero nos contentaremos con poner de relieve los elementos absolutamente necesarios para una evolución conyugal feliz. Para que los novios lleguen a ser esposos felices, para que conserven y desarrollen su amor sin que se origine retroceso alguno, se necesitan: buena salud, carácter enérgico, sensatez, sensibilidad bien equilibrada, «aliados —como subrayaba Stall— a un ideal elevado y santo» [3].

Ninguno de esos elementos puede ser considerado como parte despreciable. Sobre ellos orientará cada cual su elección y pesará sus probabilidades de éxito. Si se prescinde de alguno de ellos pueden surgir dificultades que irían multiplicándose con la edad. Que los novios repasen, pues, uno por uno, esos puntos de vista y que se pregunten lealmente cuál es su caso.



Buena salud
Los futuros esposos no deben olvidarse que al contraer matrimonio se orientan, a más o menos largo plazo, hacia la maternidad o la paternidad. Ahora bien, éstas son cargas incompatibles, generalmente, con un estado enfermizo.

¿Quién no ve, en efecto, que de la salud de la madre depende en gran medida la salud de los hijos? Cierto que la salud del padre contribuye también a que sus hijos sean más o menos robustas, pero ya se sabe la importancia que tiene, desde este punto de vista, la gestación. No es necesario, por tanto, insistir en ello. Sin embargo, aun estando convencidos de su importancia, no siempre se piensa en este aspecto. Un hombre no puede elegir a su esposa sin pensar que ella será la fuente de la vida de sus hijos. Por eso no debe proceder a la ligera y lanzarse en semejante cuestión con los ojos cerrados.

Un estado de salud precario o claramente deficiente ocasiona complicaciones de todo género, algunas de ellas de graves consecuencias. Aparte de la salud misma de los hijos, que, como acabamos de indicar, está en estrecha dependencia con la de la madre, hay que tener en cuenta también las relaciones generales o, si se prefiere, la atmósfera del hogar.

Una mujer siempre enferma puede llegar a ser pronto irascible en grado sumo, hipersensible, recelosa y crear así —sin ninguna mala voluntad— un ambiente en que el acuerdo conyugal se torne problemático. El marido puede entonces entregarse a la lasitud y apartarse de un hogar donde la paz resulta imposible.
Por otra parte, la salud del padre no es menos importante. Primeramente, desde el punto de vista del hijo. Porque de igual modo que la madre, aunque de una manera menos evidente, el padre hipoteca o prepara la salud del hijo. Éste nacerá de él, tarado o favorecido físicamente; la función eminentemente activa que tiene en la concepción, trae aparejadas consecuencias demasiado duraderas para desconocerlas.

Además, el título de esposo, como el de padre, lleva aparejada la responsabilidad material del hogar. Por el hecho de su matrimonio, el joven se convierte en proveedor de los suyos: esposa e hijos dependen de él. Si el padre no goza de buena salud, incluso el pan co­tidiano resulta inseguro. Recuerdo haber conocido novios tan ciega­mente lanzados en su amor, que desdeñaban deliberadamente este aspecto; lo cual traía como resultado que, poco después, la joven en­cinta tenía que proveer ella misma a las necesidades del hogar y so­portar un marido incapaz de hacerlo. Es cierto que este caso se produce a veces, de modo imprevisible, pero entonces se puede contar con el amparo de la Providencia, cuyos designios ocultos han permitido semejante estado de cosas. Ahora bien, si esta triste situación es debida a una ceguera pueril, no puede llevar más que a dificultades insuperables. Y hay motivo para creer que los novios que practiquen tal política estarán abocados a los más crueles desengaños.

Digamos en seguida, para evitar toda falsa interpretación, que ciertas afecciones pueden muy bien no alterar el estado de salud general de un individuo. Semejante caso no presenta, evidentemente, la menor dificultad.
Pero si la salud es importante, no lo es todo, sin embargo, en la vida conyugal. Es un elemento de la armonía conyugal, a la que favorece y facilita. Pero lo que forjará dicha armonía será la firmeza de carácter.
Firmeza de carácter
¿No constituye el dominio de sí la base del buen entendimiento de los esposos? Un hogar en el que los cónyuges sepan domeñar su carácter sin dejarse llevar por arrebatos coléricos, que sólo sirven para sembrar la confusión y para engendrar el rencor, un hogar así tiene muchas probabilidades de conseguir la armonía, es decir el buen entendimiento. Pero es evidente que si los esposos son apasionados y violentos, irascibles, desenfrenados, propensos a la cólera, los conflictos se multiplicarán, se envenenarán. Al final, después de haberse ofendido mutuamente más de lo necesario, llegarán a no poderse ya soportar… y quizás a detestarse. Importa, pues, en primer término, que los novios posean un carácter que esté «bajo control». Que sepan ya dominar sus más vivos impulsos y refrenar sus sentimientos y sus palabras con gran fortaleza. Unos novios que están siempre a matar, o poco menos, y eso cuando no pasan más que unas horas por semana juntos, darían un mal paso ligándose para siempre. Deben, ante todo, serenarse, aprendiendo a ser dueños de sí mismos. Sólo entonces, estarán en condiciones de emprender una vida en común en la que se multiplicarán, sin duda, las ocasiones de choque.

Pero esta firmeza de carácter que reclamamos aquí se impone también para hacer frente a la vida en general, que está plagada de asechanzas, dificultades, reveses. Por tanto, en la elección de un compañero o de una compañera de vida, hay que tener en cuenta la necesidad inevitable en que se van a encontrar de luchar con energía para vencer los obstáculos de toda clase: económicos, físicos, fisiológicos, psicológicos, espirituales. No hay duda de que le espera una penosa existencia a aquella persona que se dispone a vivir con un ser cobarde, a punto siempre de capitular, débil, presa constante del desaliento, inconstante, a quien el esfuerzo agota en seguida. La felicidad, no hay que olvidarlo, se consigue a fuerza de energía, de valor, de incesantes reanudaciones. Ahora bien, nada de esto es posible si los cónyuges carecen de firmeza de carácter.

También el entusiasmo se basa en esta fortaleza de carácter, y la situación de una pareja de novios sería muy triste si, en el alba de su vida común, no ardiesen con férvido entusiasmo. No puede un joven o una muchacha adentrarse sensatamente en el matrimonio sin tener la seguridad de que el otro posee esa indispensable fortaleza de carácter.

Sensatamente, con ello rozamos ya otro de los elementos básicos en que debe fundarse la elección de los novios: la sensatez.
Sensatez
En ella reposa la orientación del hogar. Basta un criterio más o menos equivocado, en uno de los esposos, para comprometerlo todo. Los cónyuges están llamados a expresar su criterio tanto en cuestiones fundamentales, coma en casos de detalle y a adoptar las decisiones consiguientes. En cuestiones fundamentales como son, por ejemplo, la educación de los hijos, la orientación moral del hogar, etc.; o con respecto a pequeños detalles, como la elección de los colores de una habitación o la organización de una velada. La falta constante de criterio acarreará complicaciones, o discusiones ininterrumpidas. En estos casos el porvenir no será nada fácil ni apacible.

En este sentido los novios deben conocerse bien. Cómo razona el otro? ¿Cómo discute? ¿Sabe cambiar de opinión? ¿Admite sus errores? ¿Sabe reconocerlos sin ofenderse? ¿Acepta rectificar un juicio apresurado o falso? En caso de que cometa una gran equivocación él se obstina en defenderla, o confiesa su error? Estas observaciones son fáciles de hacer y revelan el criterio de un individuo. Los novios no deben rehuir esta tarea, porque de este modo irán descubriendo el género de vida que habrán de adoptar si se casan.

A este respecto, hay que insistir además sobre un punto específico: la terquedad. La terquedad es siempre señal de un criterio erróneo. Ciertamente, puede uno sostener sus ideas con convicción sin ser por ello terco. La terquedad consiste en sostener una idea sabiendo que es falsa, en defender y mantener una actitud cuya sinrazón es evidente. Dicen que «ser testarudo es, a menudo, señal de falta de inteligencia». Este defecto parece, pues, radicalmente incompatible con las exigencias de la vida conyugal; y ante un novio, o una novia, dominado por tal defecto, no debe vacilarse en romper.
Equilibrio
Después de lo que acabamos de decir, parece casi superfluo mencionar la necesidad de equilibrio. Sin embargo, este factor es tan importante que no podríamos dejar de hablar de él aquí, de una manera explícita.
Gracias al equilibrio cada elemento de la psicología del individuo ocupa su lugar y la sensibilidad no lo domina todo. No es raro, en efecto, encontrar individuos dotados de firmeza de carácter y de criterio pero que no logran controlar su sensibilidad. Esta, infiltrándose por todas partes, viene a perturbar una personalidad que sería, por lo demás, excelente. A veces, esas explosiones de hipersensibilidad no tienen graves consecuencias, porque se trata tan sólo de fenómenos superficiales. No comprometen entonces la armonía conyugal y, a fuerza de paciencia, se pueden eliminar. Pero cuando toman un sesgo más íntimo y llegan, por ejemplo, a suscitar arrebatos de celos, no hay remedio (excepto la mejoría, por medio de tratamiento psicoterápico).

En semejante caso, es decir en un caso de celos cuyas manifestaciones son frecuentes y bastante agudas, el matrimonio estaría claramente contraindicado, porque un trastorno tal de la sensibilidad hace imposible toda confianza entre los cónyuges y toda paz en el hogar, constituye realmente un martirio a fuego lento.
Un ideal elevado y santo
A todo lo contrario, que permanece en un plano propiamente humano, hay que añadir el cultivo de un ideal elevado y santo. Sin un ideal elevado, la vida de los esposos queda reducida a un nivel puramente natural. El matrimonio puede ser grande, muy grande, como indicaba san Pablo; pero implica también peligros inmensos. El amor puede transformarse muy pronto en una costumbre rutinaria, la ternura en unos gestos insípidos, la comunión carnal en explosiones sexuales embrutecedoras.

Para preservarse de estos peligros, los novios deben aferrarse a un ideal de vida elevado que espiritualizará su amor y su vida. Se trata de vivir conjuntamente, no con la sola perspectiva de una vida material compartida al ritmo de los placeres, sino en la comunión íntima de dos almas que se atraen, se llaman y se unen, expresando su unidad en ese lenguaje del cuerpo que adquiere entonces calidad humana.

Hablando de ideal, Alexis Carrel hacía notar que «los hombres se engrandecen cuando están inspirados por un alto ideal, cuando contemplan amplios horizontes. El sacrificio de sí mismo no es difícil —añadía— cuando se siente uno enardecido por la pasión de una gran aventura» [4]. Jamás este principio ha sida tan cierto como al aplicarlo al amor. El amor no puede engrandecerse más que impulsado por un alto ideal. Y no hay que buscar en otra parte la explicación de tantos fracasos sufridos por amores que parecían llamados a durar. Como el fuego que se apaga por falta de combustible, esos amores se han extinguido faltos de ideal.

Los novios que quieran ver su amor expandirse ampliamente y penetrar su vida entera, deben elegir un ideal elevado.

Sólo lo conseguirán si saben hacer santo ese ideal. Es decir, henchido del pensamiento de Dios. Porque el amor lo concede Dios como una gracia, a fin de que dos seres puedan encontrar en él su felicidad en la tierra y en el cielo. Un amor humano que' quisiera apartarse de Dios no podría conseguir ni la una ni la otra. Se vería reducido a abortar neciamente, por haberse negado a permanecer ligado a su fuente. El amor, digámoslo sin ambages, implica siempre una crucifixión; y ningún hombre puede soportar esta crucifixión sin apoyarse en Dios.

Lejos de emanciparse del Señor, los novios deben acercarse más que nunca a Él, a fin de hallar luz y fuerza. Además, el noviazgo es un catecumenado. Y así como en otro tiempo se preparaba el catecúmeno para la recepción del bautismo invitándole a instruirse, a mortificarse, a orar, así también hay que invitar a los novios a que se preparen a recibir el sacramento del matrimonio. Los medios son los mismos.

Instruirse es cosa que conseguirán siguiendo, en especial, los Cursos preparatorios para el matrimonio, cuyo valor ha quedado demostrado hasta el punto de que casi se puede afirmar que son, en nuestros días, indispensables. Sobre ellos insistiremos más adelante [5]. Digamos desde ahora que todos los novios deberían considerar como un deber asistir a estos Cursos de los que extraerán esclarecimientos inapreciables, gracias a los cuales su vida conyugal futura evitará muchos tropiezos. Nunca se insistirá bastante sobre esta necesidad. Y que no se pretenda no tener ya nada que aprender, pues semejante lenguaje sería la prueba más evidente de la propia ignorancia.

La mortificación. No faltarán ocasiones de practicarla en ese periodo del noviazgo en el que un amor todavía completamente nuevo amenazará constantemente con hacer estallar, bajo la presión espontánea de una ternura explosiva, los límites de la ley moral. Esta mortificación por sí sola será ya suficientemente grande para disponer a la pareja al enriquecimiento de la gracia de Dios.

Y, finalmente, la oración. Un proverbio rusa señala muy bien la urgencia de ésta: «Hay que rezar una vez antes de marchar a la guerra —dice—, dos veces antes de aventurarse en el mar, tres veces antes de casarse». Detrás de este refrán se oculta una gran verdad: la de que la empresa más importante de un hombre es su matrimonio. Por eso, en el momento de comprometerse, hay que acudir a Dios rogándole con insistencia que bendiga ese amor naciente a fin de que pueda, con la gracia, hallar su camino hasta la eternidad. Los novios que saben rezar así a Dios demuestran con ello el alto valor de su mutuo afecto. 

Además, es Dios también quien origina la inmensa confianza que deben alimentar los novios. Éstos tienen que ser optimistas. No con un optimismo infantil que ignora los obstáculos, sino con un optimismo viril que sabe verlos pero que conserva la ferviente esperanza de superarlos.

No hemos vacilado en mostrar la gravedad de esta empresa tan decisiva que es el matrimonio. No hemos vacilado tampoco en hacer resaltar los errores posibles, no hemos querido desanimar a nadie. Hemos visto tantos jóvenes afanarse enérgicamente para alcanzar la felicidad y conseguirlo, que no tendríamos perdón si con nuestras palabras desanimásemos a quienquiera que sea.

Poseyendo las condiciones básicas e indispensables, hay que atacar valientemente las dificultades con la certeza de que un amor constante acabará por vencerlas.

Y si alguien sintiera la tentación de dar marcha atrás simplemente porque se descubren en la pareja ciertas imperfecciones, repítase la frase pintoresca, pero llena de buen sentido, atribuida a Disraeli: «¡Que Dios proteja al hombre que se niega a casarse hasta que no haya encontrado la mujer perfecta… y que Dios le ayude mucho más todavía cuando la haya encontrado!».


[1] Tr. Deman, O.P., Pour une restauration de la vertu de prudence, en Cahiers de la vie spirituelle, «Prudence chrétienne», Éd. du Cerf, Paris 1948, p. 21.
[2] Albert Camus, La chute, Gallimard, Paris 1956, p. 116; versión castellana, La caída, Losada, Buenos Aires.
[3] Sylvanus Stall, Ce que tout jeune homme devrait savoir, Éd. Jeheber, Ginebra, p. 162.
[4] Alexis Carrel, L’homme, cet inconnu, Plon, Paris 1935, p. 347; traducción castellana, La incógnita del hombre, Iberia, Barcelona.
[5] Ver el capítulo IX.

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