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lunes, 12 de septiembre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Los invitamos a compartir una serie, que saldrá todos los lunes,  sobre el noviazgo católico, que viene muy bien para éstos tiempos en que se desconoce el verdadero significado del amor y la seriedad con que se debe llevar.


Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad



El sentido del noviazgo

No hay ningún joven ni ninguna muchacha que no haya soñado con el día en que iba a prometerse. Cuando a los veinte años se abre esta puerta que da sobre el amor, se complace el joven en contemplar los horizontes maravillosos que se le ofrecen. Al hacerlo, se deja embelesar por las promesas de una vida que se halla todavía intacta, y sonríe ampliamente ante las esperanzas innumerables que en ella se descubren. En la existencia de los jóvenes, el amor surge como el sol de la mañana que ilumina todas las cosas sin dejar sitio a las sombras; irradia la alegría de vivir, la alegría de ser dos, la alegría de haberse conocido. Descubre poco a poco una felicidad que parece llamada a crecer día tras día.
Pero, pasa el tiempo. Las sombras se deslizan entonces y se esparcen por todo el universo del amor. Unos pocos años bastan para que las tinieblas sucedan a la luz y surjan los sinsabores, las desilusiones, los desabrimientos de una vida que se muestra siempre dura, y a veces abrumadora.
Para evitar semejante proceso han sido escritas estas páginas; quisieran ayudar a todos los jóvenes que buscan el amor a hacerlo bien, sin entregarse a excesos de optimismo ciego. El noviazgo no es un sueño.

1. El peligro de soñar

En efecto, es el peligro mayor de esta época de la vida. Pocos son los que pueden librarse de él por completo, muchos hay que en él se pierden. Cuántos novios parecen vivir esos meses como en un sueño: impulsados por su amor (que es siempre un poco ciego), se entregan al placer de idealizar la vida conyugal.
Esto sucede con tanta mayor facilidad cuanto que, en esa época, los jóvenes acaban de dejar la adolescencia. Ahora bien, ésta se caracteriza por la visión onírica que puebla la imaginación, desde los quince a los veinte años, con todo un mundo de falsedades. ¿Quién, a esa edad, no ha sufrido el mal de amar? Y para curarse de él, el adolescente imagina lo que no sabe, embellece lo que sabe, idealiza los seres a quienes conoce y crea a los que faltan. Así, lastrado con un mundo imaginario, que refleja et del cine, la literatura, las novelas, llega a la época de la juventud. El amor se le presenta no ya sólo al nivel de la imaginación sino con el rostro real, palpable, visible, de tal o cual joven, de tal o cual muchacha. Se debería entrar entonces conscientemente en el mundo real, dejando atrás las fantasías del pasado. Pera éstas no se dejan apartar fácilmente. Están tan íntimamente integradas en cada persona que prosiguen con ella el camino y se mezclan a los datos y hechos de la vida real. Desdibujan la realidad, a la que envuelven en una capa de idealismo. De tal suerte que más de un joven o una muchacha siguen soñando, cuando deberían empezar a pensar y a vivir.
Así es como muchos llegan al noviazgo, arrastrando esos vestigios de la adolescencia que son los sueñas. Se dedican entonces a imaginar su vida futura, su amor futuro, su hogar futuro; y contemplan todo esto a través del cristal deformador de la imaginación. Imaginan… lo que eso será, o al menos creen imaginarlo. En realidad, siguen forjándose ilusiones en vez de consagrarse con pasión a captar la realidad. La pareja que se entrega a ese juego se precipita a su ruina.

2. El noviazgo, señal de madurez

No se puede entrar en la vida, montando el carro de las ilusiones. Estas se desharán como los pétalos de una flor que se marchita; se disiparán como los sueños nocturnos. ¿Qué quedará entonces? La dura realidad que vapuleará a los dos, revelándoles al propio tiempo que el amor es una realidad humana que, como tal, no puede vivirse sin esfuerzo.
Por eso el noviazgo debe realizarse y vivirse en plena madurez espiritual. Los novios deben ser gente madura que traspase inexorablemente la capa de las apariencias para palpar la vida en su realidad. Deben construir su hogar, no sobre los sueños o las ilusiones engendrados por la adolescencia, sino sobre las reflexiones y el realismo peculiares de las personas evolucionadas y serias.
Guardarse de jugar al amor
El amor no es un juego y nada hay más serio, ni más trascendente, que amar. Porque el amor compromete a dos seres en una total comunidad de vida, de modo que por su matrimonio han de compartirlo todo: cuerpo y alma. Al término de esa comunicación se encuentra la felicidad o la desdicha temporal y eterna. Es preciso, por tanto, que los novios se cuiden de no ceder a la tentación de la facilidad; el noviazgo está hecho para reflexionar, porque prepara una situación que será irrevocable. Así pues, no deben sólo divertirse y contentarse con soñar vagamente y con repetirse el uno al otro que son recíprocamente perfectos.
Pascal, hablando de la muerte, escribió: «Corremos sin preocuparnos hacia el precipicio, después de haber colocado algo ante nosotros para impedirnos ver» [1]. Muchas parejas de novios podrían aplicar esta frase a su matrimonio. Después de haber echado la cortina de sus ilusiones que les priva de ver el abismo, corren hacia éste con una ligereza pueril, sin saber que les acecha una catástrofe inminente.
Un joven y una muchacha que se aman no deben comportarse como niños irresponsables: deben, por el contrario, estar alerta a las responsabilidades que les esperan y anticipar, hasta donde sea posible, las dificultades que tendrán que vencer. Sólo de esta manera evitarán el fracaso y conocerán la felicidad. Toda orientación al matrimonio que no se desenvuelva en este sentido es falsa y no podrá preparar más que un desastre. El noviazgo debe, pues, ser una época de maduración en la que el amor se desarrolla, la esperanza se intensifica, en la que reina la alegría, pero todo esto debe ser fruto de una atención inteligente y de un realismo profundo. Los novios deben ser serios bajo pena de ser unos esposos desgraciados.


[1] Pensées, en L’Œuvre de Pascal, Gallimard (Pléiade), París 1950, p. 885.

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