Páginas

jueves, 6 de octubre de 2011

P. GARRIGOU – LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS – EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA – 1º PARTE



Visto en: Radio Cristiandad
LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

Comenzamos por gracia de Dios una nueva serie dentro de los escritos del P. Garrigou-Lagrange sobre la Providencia y la Confianza en Dios.
Esperamos que pueda ser capitalizado positivamente para nuestras almas.
EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA
CAPÍTULO I
POR QUÉ Y EN QUÉ COSAS HEMOS
DE ABANDONARNOS EN MANOS DE DIOS
La doctrina del abandono en la divina Providencia, abiertamente contenida en el Evangelio, ha sido falseada por los quietistas, los cuales se entregaron a la pereza espiritual, dieron de mano a la lucha por la perfección redujeron gravemente el valor y la necesidad de la esperanza; ahora bien, el verdadero abandono es la forma más excelente de la confianza o esperanza en Dios.
Mas puede uno también apartarse de la doctrina del Evangelio incurriendo en el defecto contrario a la pereza quietista, que es la vana inquietud y la agitación.
En este particular, como en otras muchas cosas, la verdad es a manera de una cumbre que descuella entre dos posiciones extremas, que son los dos errores apuntados.
Importa, pues, precisar el sentido y el alcance de la verdadera doctrina del abandono en la voluntad de Dios, para evitar sofismas que corren con apariencia de perfección cristiana.
Veamos primero por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos en manos de la Providencia. Después pasaremos a declarar cómo haya de ser el abandono y cuál sea el gobierno de la Providencia con los que a ella totalmente se entregan.
Serán, nuestros guías en la exposición de tan bella doctrina San Francisco de Sales (L’Amour de Dieu, l. 8, ch. 3; 4, 5, 6, 7, 14; l. 9, ch. 1. Cf. también Entretien 2, 15), Bossuet (Discours sur l’acte d’abandon à Dieu. —États d’oraison, 1. 8, 9), el P. Piny, O. P. (Le plus parfait, ou Des voies intérieures la plus glorifiante pour Dieu et la plus sanctifiante pour l’âme, publicado en 1683. Nueva ed. anotada por el P. Noel, O. P. París, Téqui. El autor prueba que en este camino es donde se ejercita la fe más viva, la esperanza más confiada, la caridad más pura, por lo que es muy conveniente para todas las almas interiores), y el P. de Caussade, S. J. (L’abandon á la Providence divine, nueva ed. aumentada con las cartas del mismo autor, revisada por el P. H. Ramiére, París, Lecoffre-Gabalda, 2 vol).
***
Por qué debemos abandonarnos en manos de la Providencia
A esta pregunta responderá cualquier cristiano: porque la Providencia es Sabiduría y Bondad.
Cierto; mas para bien comprenderlo, y a fin de evitar el error quietista, que renuncia a la esperanza y a la lucha necesaria para la salvación, y por no incurrir en el otro extremo, que consiste en la inquietud, en la precipitación y en la agitación febril y estéril, conviene enunciar cuatro principios, accesibles a la razón natural y llanamente contenidos en la Sagrada Escritura, los cuales, a la vez que declaran la verdadera doctrina, muestran también los motivos que nos han de resolver a abandonarnos en las manos de Dios.
El primero de ellos es: Nada sucede, que de toda eternidad no haya Dios previsto y querido, o por lo menos permitido.
Nada sucede, sea en el mundo material, sea en el espiritual, que Dios no haya previsto de toda la eternidad; porque Dios no pasa, como los hombres, de la ignorancia al conocimiento, ni saca enseñanza de los acontecimientos.
No sólo ha previsto cuanto sucede y ha de suceder, mas también ha querido cuanto de real y de bueno hay en las cosas, con excepción del mal, del desorden moral, que sólo permite con miras a bienes mayores.
La Sagrada Escritura, como arriba vimos, es categórica en este particular y no deja lugar a duda alguna, según lo han declarado los Concilios.
El segundo principio es: Dios no puede querer ni permitir cosa que no esté conforme con el fin que se propuso al crear, es decir, con la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones y con la gloria del Verbo encarnado, Jesucristo, su Unigénito.
Como dice San Pablo (I. Cor. 3, 23), “Todo es vuestro; vosotros, empero, sois de Cristo, y Cristo es de Dios:Omnia enim vestra sunt, vos autem Christi, Christus autem Dei“.
A estos dos principios se añade otro tercero, formulado asimismo por San Pablo (Rom. 8, 28): “Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que él llamó según su eterno decreto” y perseveran en su amor.
Dios hace que contribuyan al bien espiritual de sus almas, no sólo las gracias que les dispensa y los dones naturales que les concedió, mas también las enfermedades, las contradicciones, los fracasos, aun las mismas faltas, dice San Agustín, que permite para llevarlos al puro amor por el camino seguro de la verdadera humildad; como permitió la triple negación de Pedro para hacerle humilde y desconfiado de sí mismo, más valeroso y más confiado en la divina Misericordia.
Estos tres principios nos dicen en sustancia: “Que nada sucede que no haya Dios previsto o por lo menos permitido; que cuanto Dios quiere o permite es para la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones, para gloria de su Hijo y para bien de los que le aman.”
De aquí se desprende que nuestra confianza en la Providencia nunca pecará de excesivamente filial y firme; y aun podemos añadir que debe ser tan ciega como la fe, la cual versa sobre los misterios no evidentes, no vistos, fides est de non visis.
Sabemos con certeza que la divina Providencia dirige todas las cosas hacia el bien y estamos más seguros de la rectitud de sus designios que de la pureza de nuestras mejores intenciones. De donde al abandonarnos en manos de Dios, nada hay que temer, a no ser el defecto de sumisión.
El don de temor impide que la esperanza se torne en presunción, como la humildad evita que la magnanimidad degenere en orgullo. (Cf. Santo Tomás, IIa-IIæ, q. 19, a. 9 y 10; q. 160, a. 2; q. 161, a. 1; q. 129, a. 3 y 4). Son virtudes complementarias que se equilibran, se robustecen mutuamente y crecen juntas.
Pero las últimas palabras nos obligan a formular contra el quietismo otro principio, el cuarto, tan cierto como los anteriores: es evidente que el abandono a nadie exime de hacer lo posible por cumplir la voluntad de Dios significada en los mandamientos, en los consejos y en los sucesos; pero cuando realmente hayamos querido cumplirla todos los días, podemos y debemos abandonarnos en lo demás a la voluntad divina de beneplácito, por misteriosa que nos parezca, evitando la vana inquietud y la agitación (Cf. San Francisco de Sales, L’Amour de Dieu, l. 8, ch. 5; l. 9, ch. 1; ch. 2, ch. 3, ch. 4).
Bossuet, Etatt d’oration, l. 8, 9: “No habiendo lugar para la indiferencia cristiana en lo que se refiere a la voluntad significada, es preciso limitarla, como dice San Francisco de Sales, a ciertos acontecimientos dispuestos por la voluntad de beneplácito, cuyas órdenes soberanas deciden de las cosas que diariamente ocurren en la vida.”
Dom Vital Lehodey, Le Saint Abandon, París, 1919, p. 145: “El beneplácito divino es el objeto del abandono, y la voluntad significada, el de la obediencia.”
Formuló este cuarto principio de una manera equivalente el Concilio de Trento (sess. 6, c. 13) al decir que todos debemos esperar firmemente el socorro de Dios y confiar en El, esforzándonos por cumplir sus preceptos.
Ya lo dice el refrán popular: “Haz tu deber, venga lo que viniere.”
Todos los teólogos explican qué cosa sea la voluntad divina significada en los mandamientos, en el espíritu de los consejos y en los sucesos de la vida (Cf. Santo Tomás, I, q. 19, a. 11 y 12: De voluntate signi in Deo).
Hay acontecimientos muy significativos, como la muerte de una persona. También hay pecados, como observa Santo Tomas (ibid,), permitidos por Dios, ora sean faltas personales, como la triple negación de Pedro, permitida por Dios para asentarle en la humildad, ora faltas contra nosotros, como ciertas injusticias que Dios permite se nos infieran para nuestro provecho espiritual; de esta última, especie son, por ejemplo, las persecuciones contra la Iglesia.
Y los teólogos añaden que ajustando nuestra conducta a la voluntad significada de Dios (Cf. Santo Tomás, Ia-IIæ, q. 19, a. 10: Utrum necessarium sit voluntatem humanam conformari voluntanti divinae in volito ad hoc quod sit bona), debemos abandonarnos a la voluntad de beneplácito, por oculta que sea, como que estamos seguros de antemano que todas las cosas quiere o permite santamente para nuestro bien.
Es digna de notarse aquella sentencia del Evangelio de San Lucas (16, 10): “El que es fiel en las cosas pequeñas, también lo es en las grandes”; como hagamos cada día lo posible por ser fieles al Señor en las cosas ordinarias, podemos contar con su gracia para serle fieles en las circunstancias extraordinarias que por permisión divina sobrevinieren; si llegare el trance de padecer por él, estemos seguros que nos ha de dar la gracia de antes morir heroicamente que avergonzarnos y renegar de Él.
Tales son los principios de la doctrina del abandono.
Aceptados por todos los teólogos, constituyen en este particular la expresión de la fe cristiana.
Así, el equilibrio se halla por cima de los dos errores mencionados al principio del capítulo. Por la fidelidad al deber en todo momento se evita el falso y perezoso quietismo; y por el abandono se libra uno de la vana inquietud y de la estéril agitación.
El abandono sería pereza, de no ir acompañada de la cotidiana fidelidad, que es como el trampolín para lanzarse con seguridad hacia lo desconocido. La fidelidad cotidiana a la voluntad divina significada nos da derecho de abandonarnos plenamente en el porvenir a la voluntad divina de beneplácito, todavía no significada.
El alma fiel recuerda con frecuencia las palabras de Nuestro Señor: “Mi alimento es cumplir la voluntad de mi Padre”; también ella se alimenta constantemente de la voluntad divina significada.
A la manera del nadador que, apoyándose en la ola que pasa, se entrega a la que viene, al océano que parece quererle tragar, pero que en realidad le va sosteniendo; así el alma debe hacerse a la mar, al océano infinito del ser, como decía San Juan Damasceno; apoyándose en la voluntad divina significada en el momento actual debe entregarse a la voluntad divina, de la cual dependen las horas siguientes y todo lo venidero.
Lo porvenir es de Dios; en su mano están todos los sucesos: de haber pasado una hora antes los mercaderes ismaelitas que compraron a José, no habría éste bajado a Egipto, y otro habría sido el rumbo de su vida; también la nuestra depende de ciertos acontecimientos que están en las manos de Dios, dan equilibrio, estabilidad y armonía a la vida de Dios.
La fidelidad cotidiana y el abandono en las manos espiritual. Es la manera de vivir en recogimiento casi continuo y en abnegación progresiva, que son las condiciones ordinarias de la contemplación y de la unión con Dios. Por ello es necesario vivir en el abandono a la voluntad divina, todavía desconocida, alimentándonos en todo momento de la que ya conocemos.
La unión de la fidelidad con el abandono nos permite vislumbrar lo que será la unión de la ascética con la mística; la primera tiene por principal fundamento la conformidad con la voluntad divina, la segunda tiene su asiento en el abandono.





SANTORAL 6 DE OCTUBRE








6 de octubre


SAN BRUNO,(*)
Confesor

Estos hombres -de quienes el mundo no era digno- anduvieron errantes,
extraviados por desiertos y montañas,
en cuevas y cavernas de la tierra.
(Hebreos, 11, 37-38).


   San Bruno, nacido en 1035 en Colonia, de padres nobles y virtuosos, llegó a ser rector de las escuelas de Reims, donde brilló como orador, poeta, filósofo y teólogo; se propuso después, con seis amigos suyos, ir a pedir un retiro a San Hugo de Grenoble, que les dio la Cartuja, donde puso los cimientos de la Orden fervorosa, austera y sabia de los Cartujos. Murió en un retiro de Calabria en 1101.

  MEDITACIÓN
SOBRE LA VIDA
DE SAN BRUNO

   I. Resolvióse San Bruno a prepararse para la muerte mediante una vida santa, dejó el mundo y se retiró a la soledad, El mundo es uno de los más grandes enemigos de nuestra salvación, y la soledad nosproporciona el medio para triunfar de él, alejándonos de los objetos que nos incitan al pecado, ¡Oh amable soledad! si los hombres conociesen la inefable alegría de que colmas a tus dichosos moradores, las ciudades se despoblarían y los hombres irían a buscar a Jesús en el seno de los desiertos más inhóspitos. La soledad es la morada habitual del Salvador. (Terrtuliano)

   II. Después de haber vencido al mundo, hay que someter a la carne, este enemigo que nos sigue a todas partes y lleva contra nuestra virtud asaltos incesantes. Para hacerse señor de ella, San Bruno se sirvió del cilicio, del ayuno y otras austeridades. No creas que la penitencia Conviene sólo a los religiosos: tú que estás en el mundo, la necesitas más que ellos, sea para expiar tus pecados, sea para resistir las tentaciones que continuamente te atacan.

   III. Al demonio, que es el tercer enemigo que debemos vencer, este ilustre ermitaño opuso la oración. Gran parte del día y de la noche la pasaba en oración y contemplación; los consuelos que gustaba en estos piadosos ejercicios trocaban su soledad en un verdadero paraíso. Retírate, siguiendo su ejemplo, para escapar al peligro del mundo y gustar los encantos del amor de Dios. Encontré la contradicción en la ciudad y me alejé de ella huyendo y habité en la Soledad. (El Salmista).

El amor a la soledad 
Orad por la Orden de los Cartujos.

ORACIÓN
   Haced, os lo suplicamos, Señor, que los méritos de San Bruno, Vuestro confesor, acudan en nuestra ayuda, y que su intercesión nos obtenga el perdón de las graves ofensas que hemos cometido contra vuestra Majestad. Por J. C. N. S. Amén.